miércoles, 18 de julio de 2018

Walter Benjamin por Walter Benjamin


Lejos de la palabra ‘yo’

La literatura, la fotografía, el lenguaje, la arquitectura de las ciudades, la mística, el cine, la traducción, el judaísmo y la filosofía de la Historia son algunos de los intereses que atravesaron la vida y los escritos de Walter Benjamin (1892-1940). Ante su ojo avizor, ante su prodigiosa sensibilidad crítica, cada fenómeno mostró aristas nuevas, pliegues descubiertos en la densidad de la materia observada. Reacio a escribir sobre sí mismo, su propia biografía se encuentra, sin embargo, dispersa en la amplia gama de textos que dejó tras de sí.

Martín Bentancor

Una tarde, a finales de julio de 1932, poco después de haber cumplido cuarenta años, Walter Benjamin se registró en un hotel de Niza con el propósito de suicidarse. El canciller alemán Franz von Papen acababa de dar el golpe de estado en Prusia (propiciando el avance del nazismo) y Benjamin, casi sin un peso en el bolsillo, veía muy menguadas las posibilidades de trabajo. Solo en su habitación, antes de tomar la decisión final, se dedicó a redactar su testamento, en el que designó a su amigo Gershom Scholem heredero de todos sus manuscritos. Luego escribió algunas cartas de despedida para las personas más allegadas. A la artista Jula Cohn, una de las mujeres de su vida, le escribió: “Bien sabes que te he amado mucho. Y hasta ahora, ante la muerte, mi vida no dispone de dones más grandes que aquellos que les fueron dados por los momentos en los que sufrí por ti”.
Una vez seca la tinta y sellados los sobres, algo, sin embargo, lo detuvo en su determinación. Una deidad parecida al ángel nuevo de Paul Klee, que inspiraría en nuestro protagonista su célebre teoría del “ángel de la Historia”, metamorfoseada en una polilla de luz que revoloteaba alrededor de una bombita de escasa claridad en la habitación de aquel hotel de mala muerte en Niza, lo hizo cejar. Ocho años después, en otro hotel y en circunstancias parecidas, Walter Benjamin podría, finalmente, ponerle fin a sus días.

Leer el pasado
En Crónica de Berlín, un libro que comenzó a escribir en 1932, Walter Benjamin se jacta de una regla que, con puntilloso cuidado, había sabido cumplir durante veinte años: no utilizar nunca la palabra “yo” en sus escritos, excepto en las cartas. Sin embargo, no apelar a la primera persona no significa que uno no pueda hablar de sí mismo, especialmente en el caso de Benjamin, donde absolutamente todo lo que analizó, caviló y convirtió en centro de interés, está tamizado por la subjetividad de su ojo crítico.
En Infancia en Berlín hacia 1900, libro editado póstumamente por Theodor Adorno en 1950, Benjamin aborda las particularidades de una ciudad a través de los disparadores que representan ciertas palabras, como si los recuerdos requirieran del estímulo del lenguaje para concretarse, justamente, en palabras. No se trata de un libro de memorias ni de una reconstrucción precisa de una ciudad y una época, sino de un relato fragmentado, que va engarzando estampas sin las aspiración de un todo. La sombra de Marcel Proust y En busca del tiempo perdido acompaña la experiencia, pero donde en el francés hay introspección y melancolía, en Benjamin hay un profundo interés por comprender el presente a partir de la reconstrucción del pasado.
Los paseos por el barrio, los regalos navideños y el despertar sexual son algunos de los temas por los que discurre el recuerdo con el que Benjamin adulto acompaña al niño que fue. Sin embargo, el aspecto autobiográfico es un elemento más de todo el cuadro y no un objetivo en sí mismo, por lo que quien lea Infancia… con el propósito de aprehender la vida del autor, se verá sometido a un trabajo fatigoso, de desglose y armado, mediante el cual, la presa terminará escurriéndose.



Padre/Hijo
En Crónica de Berlín, Walter Benjamin, que nació al sudoeste del Tiergarten, el 15 de julio de 1892, se define como “un hijo de la burguesía acomodada”. Su padre había sido banquero en París para metamorfosearse luego en anticuario en Berlín, por lo que la materialidad del mundo, desde el tintineo del vil metal al trajín con objetos valiosos, se encontraba en el centro de los intereses de un hombre que siempre tendría una relación tirante con el mayor de sus hijos.
El niño Benjamin creció entre institutrices francesas y largas temporadas de verano en Potsdam, rodeado por la parafernalia de la acumulación y el consumo, entre ricas porcelanas y fina platería que, muchos años después, en la pobreza y a través de la reconstrucción escrita del recuerdo, vería con disgusto pero, también, con el interés apasionado del coleccionista que siempre supo ser.
Aquel niño rico, que adoraba a su madre (cuyos cuentos a la hora de dormir están en la base de las variadas reflexiones sobre la figura del narrador, realizadas luego) no permanecía ajeno a la injusticia y el mal reparto que imperaba en la sociedad. En el texto ‘Mendigos y prostitutas’, incluido en Infancia en Berlín hacia 1900, elabora un recuerdo que lo pinta claramente: “Para los niños ricos de mi edad, los pobres eran solamente los mendigos. Y para mí fue un gran progreso de conocimiento el momento en que por primera vez la pobreza se me manifestó en la ignominia del trabajo mal pagado. Esto ocurrió en un breve texto, tal vez el primero que redacté totalmente para mí mismo. Se trataba de un hombre que distribuía prospectos y de las humillaciones que sufría por parte de los transeúntes indiferentes a los prospectos”.
A través de la figura del padre, de la contemplación de sus actos de dominio y exceso de poder ante sus subordinados, observados por el niño (en Infancia… hay un pormenorizado análisis del banquero/anticuario pavoneándose con un objeto nuevo en la casa: el teléfono) se encuentra el férreo rechazo que durante el resto de su vida Walter Benjamin sentiría por las formas burguesas de la existencia.
En las antípodas de ese vínculo tirante y del que siempre buscó escapar –en el fondo Benjamin sabía que podría convertirse en un burgués igual de solvente y despreciable que su padre–, se encuentra la relación que iba a mantener con su propio hijo, Stefan, nacido en 1918, del matrimonio con Dora Sophie Pollack, de quien se divorciaría en 1930. El exilio y las penurias económicas que caracterizaron la última década de vida de Walter Benjamin, sumado al hecho de que Stefan vivía con su madre, le impidieron cumplir plenamente su papel de padre. En las cartas que le fue remitiendo con los años, espaciadas porque muchas veces no tenía dinero para pagar los sellos postales, Benjamin se preocupó por mantener no solo el vínculo, la persistencia en los estudios del joven y la confianza en superar cualquier adversidad, sino que lo fue poniendo al tanto de sus propios trabajos. En una carta que le envía desde París a San Remo, donde Stefan se encontraba vacacionando con su madre, en 1936, le escribe: “Por mi parte, ha aparecido un largo ensayo, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que se ocupa mayormente del cine. No te lo envío porque fue publicado en francés. También es muy arduo e incluso para el texto en alemán te faltarían algunos años”.  

Poetas
Si la vida de cualquier persona se altera, ilumina, cambia o se hunde a partir del encuentro con otra persona en un momento determinado, en la existencia de Walter Benjamin fue crucial el vínculo, en sus épocas de estudiante de filosofía en la Universidad de Friburgo, con el joven poeta Fritz Heinle.
En aquel tiempo, Benjamin se estrenaba como escritor (en una carta a su amigo Herbert Belmore le anuncia que había escrito su primer texto de ficción, ‘La muerte del padre’) y desplegaba una amplia actividad en el movimiento de reforma estudiantil. Más preocupado por la redacción de diversos escritos sobre la necesidad imperiosa de una reforma en el plano educativo y cultural, Benjamin desatendió en parte su desempeño académico, encontrando en Heinle y otros pocos estudiantes, a los interlocutores necesarios para debatir y trabajar por el cambio.
Cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, ante la inminencia del horror que se aproximaba, Fritz Heinle y su novia se suicidaron. El hecho conmovió a tal punto a Walter Benjamin que, no solo se retiró al poco tiempo del Movimiento de la Juventud, sino que escribió un largo ciclo de sonetos elegíacos, dedicados a la memoria del malogrado amigo, que nunca publicaría y donde se encuentran versos como estos: “Exímeme del tiempo al que te sustrajiste / y ábreme tu cercanía desde adentro / cual rosas rojas que en la hora triste / se liberan del tibio sacramento”.



Amor en Moscú
A fines del año 1926, Walter Benjamin viajó a la Unión Soviética. Lo motivó al periplo, además de la necesidad de conocer de primera mano el acontecer social y político del régimen en Moscú, la evasión de un ciclo de profundas depresiones que lo venía aquejando y el reencuentro con Asja Lacis, actriz y directora teatral letona a quien había conocido en 1924 y con quien había vivido una intensa relación. En Moscú, Asja Lacis se encontraba recuperándose, a su vez, de una depresión nerviosa, junto a su actual compañero, el director teatral Bernard Reich.
El Diario de Moscú, en el que Benjamin registró sus impresiones de la ciudad durante los dos meses que permaneció en ella, está atravesado por el vínculo enfermizo que se establece entre él, Lacis y Reich. Las torpes escenas de celos que Benjamin monta ante la mujer se contraponen con las humillaciones a que esta lo somete; el registro detallado de la ciudad caminada, una práctica habitual en el alemán, se encuentra intervenido por el fantasma del amor que se desvanece, por la incomprensión del objeto del deseo y por la aplastante convicción del final. Benjamin asume que con Asja Lacis todo ha terminado: “En todo caso, la época futura deberá distinguirse de la anterior en el hecho de que lo erótico ha de ceder el paso”, escribe con cierto patetismo. Y sobre el final del diario: “Con la gran valija sobre las rodillas iba en el coche llorando por las calles crepusculares hacia la estación”.  

Juego/Telepatía
Un aspecto en la biografía de Walter Benjamin, generalmente relegado del cuadro por la condición de pobreza que rodeó toda su vida adulta, es su relación con el juego. Si bien supo perder unos cuantos morlacos en los casinos de la Costa Azul y de Montecarlo, pernoctar por las salas de juego, entre jugadores empedernidos, sin un peso en la billetera, agudizó su capacidad de análisis del sistema. Y solo un jugador avezado en necesaria crisis de abstinencia puede apelar a la telepatía en el interior de un casino, como lo hace en un texto no publicado en vida, escrito en 1927: “El salón de juegos es un excelente laboratorio de experimentos telepáticos. El jugador afortunado sostiene –tal cómo aquí se ha de considerar el asunto– un contacto de tipo telepático, y de hecho considérese más aún que ese contacto se da entre él y la bola, no con el crupier que la hace rodar. De ser este el caso, la tarea del jugador sería no permitir que el contacto se vea perturbado por otros”.

Cerca de Poe
El 18 de diciembre de 1927, a las tres y media de la mañana, Walter Benjamin registró una serie de impresiones tras consumir hachís. Durante años, el interés por ciertas drogas conformó un capítulo aparte en sus investigaciones, no como gesto escapista o por simple adicción, sino como una forma de entender los procesos de la mente, aguijoneado por su pasión por la poesía simbolista del siglo XIX. “La sensación de entender mucho mejor a Poe ahora. Los portales a un mundo de lo grotesco parecen abrirse. Solo que yo no quería ingresar”. Y unos minutos (y renglones) más adelante: “Se recorren los mismos caminos del pensamiento que antes. Solo que parecen sembrados de rosas”.

Rechazos
Toda la vida de Walter Benjamin puede ser leída como una lucha constante contra la adversidad: poca plata, trabajos mal pagos, ninguneo, inestabilidad laboral, incomprensión y desprecio. Así como una estrella particular suele alumbrar a los imbéciles con suerte, otorgándoles beneficios por los cuales no movieron un dedo, también hay tramas siniestras que se ciernen sobre las mentes más lúcidas, empecinándose en hundirlas. Ante esa mala yeta, el desafortunado se entrega y sucumbe o alza la cabeza y persiste. Esta segunda opción fue la elegida por Benjamin, hasta que las fuerzas le aguantaron. La recompensa, que él no pudo ver en vida, claro, ha sido el lugar que hoy ocupa en los diversos ámbitos donde alumbró su presencia.
La clave de ese fulgor con que gravita Benjamin en la actualidad, convirtiéndose en un autor permanentemente reeditado, analizado, glosado y plagiado, la dio Hanna Arendt en la introducción a Conceptos de filosofía de la Historia, cuando afirma que “la diosa tan codiciada de la fama tiene muchos aspectos y se presenta de muchas maneras y en distintas dimensiones, desde la notoriedad pasajera en las cubiertas de un semanario hasta el esplendor de un nombre duradero. Una de sus variedades más raras y menos deseadas es la fama póstuma, aunque a menudo es menos arbitraria y más sólida que sus otras especies, dado que sólo raramente reposa en la mera mercancía".
Toda esa fama póstuma, que dejó tras de sí una serie larga de manuscritos inéditos, está asentada sobre una serie larguísima de rechazos. Enumerarlos es entristecerse, pero permítaseme, a efectos de graficar lo dicho, referirme brevemente al proyecto de fundación de una revista cultural, que se llamaría Angelus Novus, y que con la financiación del editor Richard Weissbach, Benjamin intentó llevar adelante en 1922, en Berlín. La presentación del proyecto que redactó Benjamin es no solo un muestrario de sus ideas de lo que debía ser aquella revista en particular, sino de cómo debía orquestarse la relación de un medio con sus receptores: “Al igual que esa revista, todas las revistas tendrían que actuar implacables en lo que piensan e imperturbables en lo que dicen y con la más completa indiferencia con respecto al público, cuando corresponda, para así aferrarse a lo que se configura a lo verdaderamente actual por debajo de la superficie de lo nuevo o lo novísimo, cuya explotación han de cedérseles a los periódicos”. La nota que le llegó a vuelta de correo al entonces joven Benjamin, sería una palabra que se le haría muy familiar con los años: “Rechazado”.

Salida
Sobre la muerte de Walter Benjamin, el 26 de setiembre de 1940, mucho se ha escrito y especulado. En un intento desesperado por huir de la Francia ocupada por los nazis y de llegar a España cruzando los Pirineos, y ante la imposibilidad de pasar la frontera por falta de papeles, se suicidó con una dosis de píldoras de morfina en un hotel de Portbou. En la nota destinada a Henny Gurland, la mujer que lo acompañaba en la huida, escribió: “En una situación sin salida, no tengo otra alternativa que poner fin. Es en un pueblito de los Pirineos donde nadie me conoce que mi vida acaba. Le ruego trasmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y le explique la situación en la que me encontré. No me queda suficiente tiempo para escribir todas las cartas que hubiera querido escribir”.



-Publicado en el semanario Brecha el 20/IV/2018. 

martes, 17 de julio de 2018

Primer libro de Hemingway


Papá Cuento

Sí, sí… todos le dan a Hemingway. Le daban cuando vivía y le siguieron dando después de muerto, agigantando por vía de la crítica de sus libros la caricatura impertinente y bastante despreciable que el hombrón nacido en Illinois, cuando moría el siglo diecinueve, construyó en vida, con su ristra de relaciones amorosas atormentadas, litros y litros de alcohol, desplantes, corridas de toros y balazos. “Yo he hecho todo lo posible para que me guste Hemingway, pero he fracasado”, dijo Borges alguna vez; “Lo detesto, pero estuve bajo su influencia cuando era muy joven, como todos lo estuvimos. Pensaba que su prosa era perfecta, hasta que leí a Stephen Crane y me di cuenta de dónde lo había sacado”, apostrofó Gore Vidal; “La gente siempre piensa que es fácil de leer debido a que es conciso. No es cierto. La razón por la que Hemingway es fácil de leer es porque se repite todo el tiempo”, apuntó el reciente finado Tom Wolfe; y “En cuanto a Hemingway, lo leí por primera vez en los años cuarenta, algo sobre campanas, balas y toros (‘bells, balls and bulls’, en el original)… lo aborrecí”, sentenció en una entrevista Vladimir Nabokov. Sin embargo, los cuentos de Hemingway siguen estando ahí, imperecederos y únicos, portadores de un estilo tan personal que hacen de la (aparente) sencillez, andamio, cúspide y estructura.
La editorial Lumen acaba de publicar, por primera vez en español, En nuestro tiempo, el primer libro de cuentos de Ernest Hemingway, originalmente aparecido en 1925, portador de un puñado de gemas que, de haberse retirado de la escritura tras la salida de este volumen, ya le habrían valido al autor un sitial destacado en la literatura moderna. Me refiero a ‘Mi viejo’, ‘El fin de algo’, ‘El luchador’, ‘Gato bajo la lluvia’ y ‘Río de dos corazones’.


La estructura de este pequeño libro es magistral: los relatos están intercalados por pequeñas viñetas secuenciadas en capítulos, que conforman una suerte de novela fragmentada que va relatando diversos episodios de guerra. Nick Adams, el protagonista de la mayoría de los cuentos, es en ocasiones testigo, narrador o abstracción insertada en la trama; a veces es un niño y, en otras, un esposo complaciente o atormentado; a veces viaja como un vagabundo en un tren de mercancías y en otra es un apacible turista en Italia.
El joven Hemingway que escribió este libro no lo sabía entonces, y no le daría la vida para saberlo después, pero estaba construyendo la argamasa de la que se valdrían autores como J.D. Salinger, Raymond Carver y Richard Ford en décadas posteriores, por más que el honorable señor Wolfe, empeñado en escribir interminables novelas decimonónicas, enfundando en uno de sus caros trajes claros, dijera que era un autor fácil, que se repetía todo el tiempo.
La clave central del trabajo de Hemingway con el lenguaje y la forma de contar en su primer libro, la ofrece Ricardo Piglia en el prólogo del volumen que acá se comenta, partiendo de una afirmación realizada por Ezra Pound sobre que el autor de El viejo y el mar comprendió muy joven que Ulises, de Joyce, era un final y no un comienzo: “Joyce había escrito con todas las palabras de la lengua inglesa y había mostrado un gran virtuosismo, allí es donde Hemingway tiene una intuición esencial; no había que copiar a Joyce esa gran capacidad verbal, sino que era necesario empezar de nuevo, con un inglés coloquial, de palabras concretas, de pocas sílabas y palabras cortas”.
Finalmente, unas líneas sobre la técnica de la omisión en el cuento, una idea que Hemingway heredó de Antón Chéjov y que llevó en su primer libro hacia límites insospechados. Se trata de eliminar del relato algún elemento, incluso el final, para hacerle sentir al lector una sensación extra a la mera comprensión de la historia. La técnica resulta peligrosa y no es para cualquiera, pues consiste en suprimir algo que ya fue narrado, o que aparece en el desarrollo del relato de forma aleatoria, a veces minúscula. En este libro, el mejor ejemplo del mecanismo se encuentra en el cuento ‘Fuera de temporada’, donde un personaje va a morir, pero en el que solo se relatan una serie de caminatas.
Hay que celebrar la (incomprensiblemente tardía) publicación en español del primer libro de cuentos de Ernest Hemingway, en impecable traducción de Rolando Costa Picazzo y que tiene el plus de incluir uno de los últimos textos firmados por Ricardo Piglia –el citado prólogo–, escrito unas semanas antes de su fallecimiento, en los primeros días del año 2017.  
Martín Bentancor



-Publicado en el semanario Brecha, 29/VII/2018.