sábado, 20 de febrero de 2010

Profesor Nabokov

Todo el que ha emprendido la compleja labor de la enseñanza, ha sentido, con el paso de los años, el cansancio y el hastío del sistema, de los edificios donde se congrega la educación y de los propios educandos. Vladimir Nabokov padeció ese cansancio en sus prolongadas temporadas al frente de diversos cursos en varias universidades. En 1964, en una entrevista que concedió para Playboy, escribe:

“… Me gustaba enseñar, me gustaba Cornell, me gustaba componer y pronunciar mis conferencias sobre escritores rusos y sobre los grandes libros de Europa. Pero alrededor de los sesenta años, especialmente en invierno, empieza uno a sentir que se hace duro el acto físico de enseñar, el levantarse a hora fija todas las mañanas, la lucha con la nieve en el camino de entrada, la marcha a través de largos corredores hasta el aula, el esfuerzo de trazar en la pizarra un mapa de Dublín de James Joyce o la distribución de un coche con literas del expreso entre San Petersburgo y Moscú en la década de 1870… sin el conocimiento de lo cual, ni Ulysses ni Anna Karenina, respectivamente, tienen sentido. Por alguna razón, mis recuerdos más vívidos se relacionan con los exámenes. El gran anfiteatro de Goldwin Smith. Exámenes de las 8 a las 10.30 de la mañana. Unos 150 estudiantes… muchachos sucios, sin afeitar, y muchachas razonablemente bien arregladas. Sensación general de tedio y desastre. Ocho y media. Tosecitas, gargantas nerviosas que se aclaran, montones de ruidos que entran, crujir de páginas. Algunos de los mártires sumidos en meditación, con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Me encuentro con una mirada obtusa dirigida a mí, que con esperanza y con odio ve en mí la fuente del saber oculto. Chica de gafas que se acerca a mi escritorio para preguntar: ‘Profesor Kafka, ¿quiere que digamos que…? ¿O quiere que contestemos sólo la primera parte de la pregunta?’ La gran fraternidad de los mediocres, espina dorsal de la nación, escribiendo rápida y firmemente. Un crujido que suena simultáneamente, la mayoría que vuelve una página de sus notas, buen trabajo de equipo. Una muñeca con calambre que se sacude, la tinta que se acaba, el desodorante que no resiste. Cuando descubro miradas puestas en mí, inmediatamente se levantan al cielorraso en piadosa meditación. Los vidrios de las ventanas que se empañan. Muchachos que se quitan los suéters. Chicas que mastican goma en acelerada cadencia. Diez minutos, cinco, tres, la hora”.

Y tres años después, en una entrevista en The Paris Review escribe/responde:

“Mi método de enseñanza impedía un verdadero contacto con mis alumnos. En el mejor de los casos, regurgitaban algunos pedazos de mi cerebro durante los exámenes. Cada clase que dictaba había sido cuidadosamente, amorosamente escrita y copiada a máquina, y la leía yo pausadamente, deteniéndome a veces para volver a escribir una frase y a veces repitiendo un párrafo… un estímulo mnemotécnico que, sin embargo, pocas veces provocaba un cambio de ritmo en las muñecas que tomaban los apuntes. Veía con alegría a los pocos expertos en taquigrafía que había en el auditorio, con la esperanza de que habrían de comunicar la información que acumulaban a sus camaradas menos afortunados. Traté en vano de remplazar mi aparición en la cátedra por cintas grabadas para pasar por la radio de la universidad. Por otra parte, gozaba profundamente con las risitas de aprecio suscitadas en tal o cual sector expresivo del aula por uno u otro punto de mi conferencia. Mi mayor recompensa proviene de aquellos ex alumnos que diez o quince años después me escriben para decirme que ahora comprenden qué pretendía de ellos cuando les enseñaba a visualizar el peinado mal traducido de Emma Bovary o la distribución de las habitaciones en casa de los Samsa o a los dos homosexuales de Ana Karenina. No sé si aprendí algo enseñando, pero sé que amasé una cantidad incalculable de información estimulante al analizar para mis alumnos una docena de novelas. Mi sueldo, como bien lo sabe usted, no era precisamente principesco”.

viernes, 12 de febrero de 2010

Poeta en desgracia

Bajo plena dictadura de Stalin escribió un poema donde lo insultaba abiertamente. No le mandaba a decir nada sino que se lo decía de frente. Resultado: cinco años de trabajos forzados en los Urales, humillación y nada de pluma y papel para escribir. Encerrado, intenta emplear la misma valentía de la que se valió para insultar al tirano en suicidarse pero no le alcanza. Lo rehabilitan, vuelve a escribir y lo vuelven a encerrar. Con cuarenta y siete años, laceradas las carnes por el frío y los golpes de los guardias del campo de concentración, muere. Se llamó Osip Mandelshtam y si es cierto que un único poema vale para salvar del olvido y el anonimato a un poeta, ASUNTO LITERARIO vota por el que acá se transcribe:

Yo he regresado a mi ciudad, que conozco...

Yo he regresado a mi ciudad, que conozco
hasta las lágrimas.
Hasta las venas,
hasta las inflamadas glándulas
de los niños.

Tu regresaste también,
así que bébete
aprisa
el aceite de los faros fluviales
de Leningrado.

Reconoce pronto el pequeño día decembrino,
cuando la yema se mezcla a la brea
funesta.

Petersburgo,
todavía no quiero morir.
Tú tienes mis números telefónicos.

Petersburgo,
yo aún tengo las direcciones
en las que podré hallar las voces de los muertos.

Vivo en la escalera falsa
y en la sien
me golpea profunda una campanilla agitada.
Y toda la noche,

sin descanso,
espero la visita anhelada
moviendo los grilletes de las puertas.