lunes, 28 de septiembre de 2015

Cien años de 'Paja brava', de José Alonso y Trelles


Un bestseller nacional (*)

Hace exactamente un siglo, vio la luz un pequeño libro escrito por un gallego radicado en la localidad canaria de El Tala, que se terminaría convirtiendo en una de las obras literarias más reeditadas de la literatura uruguaya.

Martín Bentancor


Como el polaco Witold Gombrowicz respecto de Argentina o el alemán Bruno Traven con México, por nombrar solo a dos escritores que desarrollaron su obra lejos del suelo natal, en una nueva patria, también José Alonso y Trelles, nacido el 7 de mayo de 1857 en Ribadeo, provincia de Lugo, muy cerca del Principado de Asturias, se trasladó, vivió, escribió, fue legislador y murió en otro país, a saber, Uruguay.
Los renglones desiguales (¡cualquier día los llamo yo versos!) que te brinda este volumen y que leerás o no: porque no sé si se adaptarán a tus gustos, en mi opinión, y considerados literariamente, no valen nada”. Con ese tono intimista y franco con el lector, con el que de forma anticipada parece rebajar a su propia obra, comienza el prólogo a la primera edición de Paja brava, fechado en diciembre de 1915, en Tala. Lo que sigue es una serie de composiciones camperas divididas en tres partes, ‘De la ramada’, ‘Del fogón’ y ‘De más adentro’, en las que El Viejo Pancho realiza una doble apropiación: la de diversas formas literarias asociadas a los cantores repentistas o criollos (décimas, vidalitas, cielitos) y del lenguaje del hombre de campo, con su redefinición de palabras y de expresiones que lo lleva, en ocasiones, a alterar la propia grafía. Así, por ejemplo, leemos en ‘Del natural’:

“Quemaba el sol; ardía el espartiyo
en la inmensa yanura como yesca.
Y él, tendido a lo largo en el apero
sestiaba en la glorieta.

Tenía de un láo una boteya e caña
recostada a las botas con espuelas
y el de apala arroyáo a la cintura
como pa que el facón no se le viera…”.

La deformación del idioma, que en su variante culta y coloquial José Alonso y Trelles manejaba a la perfección (ejemplo de ello es el trabajo que realizara en las publicaciones El Tala Cómico y Momentáneas, fundadas por él mismo en Tala), opera en Paja brava por saturación, al punto de que la lectura sostenida de los diversos poemas termina conformando un lenguaje propio, pautado no solo por la grafía sino por una serie de expresiones comunes de los diversos narradores de los poemas: aquellos enunciados en primera persona (‘Desencanto’, ‘A lo escuro’, ‘¡Si estos gringos!’) y los que son referidos por una voz externa (‘Misterio’, ‘Del natural’, ‘¡Como todas!’).


Los temas
En Paja brava, el hombre de campo (su visión del mundo, sus preocupaciones, sus virtudes y miserias) está en el centro del relato, abriendo el juego ante los percances de la vida, que van desde la pobreza material al desengaño amoroso, pasando por el consuelo que da el alcohol o la irrupción humorística en las acciones cotidianas. Pese al tono melancólico, misógino y embrutecido que muchas veces adopta la voz narradora, en el libro hay un cauce de comicidad que, si bien no es el dominante, aflora de a ratos con mucha fuerza, como leemos en estos versos de ‘A lo escuro’ (bajo la forma de una carta amorosa, recurso que luego trabajaría con su particular estilo, Abel Soria):

“China, esperáme a las once.
A esa hora no nos ve naides
porque están negras las noches
como sotana de fláire.
Dejate de andar zonciando
con la vieja y con tu padre,
que, últimamente, es al ñudo
esconder lo que ellos saben.
¡Mirá quién, china, tu vieja
pa no cazarla en el aire;
eya, que jué p´al amor
como Rivera p´al sable!”

La mujer es, generalmente, motivo de pena y de odio para El Viejo Pancho; la que provoca el dolor en el corazón del gaucho abandonado por su carácter infiel. En ‘¡Como todas!’, musicalizada por Américo Chiriff y grabada por Carlos Gardel con las guitarras de Barbieri y Aguilar, al igual que en ‘A lo escuro’, el autor se vale otra vez de la segunda persona en el destinatario pero trocando el tono cómplice y jocoso por el liso y llano desprecio:

“¡Óigale a la moza! ¿Yorás porque el gaucho
se jué pa los pagos de ande no se güelve,
y has quedáo solita como oveja guacha
que no tiene un perro que por ella vele?

No siento tu pena que ha de ser finjida,
siento la del triste que se jué pa siempre,
si se le hizo cierto que vos lo querías
y que en tus pupilas iba el solo a verse…”

El implacable paso del tiempo, ese que todo destruye tras de sí, dejando la atadura de los recuerdos con la que el gaucho viejo evoca un pasado mejor, es otro de los temas centrales que atraviesa todo Paja brava. En ‘Misterio’ (también grabado por Gardel en 1919), aparece un viejo que es invitado por los jóvenes a contar sus hazañas de juventud, aunque no salga indemne de la evocación:

“Era memoria linda
la memoria del viejo
pa contar sucedidos
de quién sabe que tiempo.
Mientras corría el cimarrón la rueda
y se enredaba en el ombú el pampero.

Pero había que amañarlo
p´arrancarlo al silencio
si le araba la frente
con sus rejas el ceño.
Y en el oscuro espejo e las pupilas
encendían su luz ciertos recuerdos…”

Por último, y no menor, hay que destacar la cercanía siempre presente de la muerte, una fuerza que en Paja brava se presenta por fuera de cualquier credo o ritual, como un final imposible de evadir y, al mismo tiempo, necesario. En ‘Mi testamento’ (composición que fuera grabada por el recitador Rufino Mario García), uno de los puntos más altos del libro, el criollo viejo del relato deja asentado sobre el papel su forma de recibir a la oscuridad final:

“¡Yo no quiero morir dentro e mi rancho
como muere el peludo entre la cueva!
Quiero sentir bajo la luz del cielo
la caricia e la tierra,
que jué siempre pa mi como una madre
y ha e recoger mis huesos cuando muera…”

La circulación
Con más de veinte ediciones, Paja brava se convirtió, desde los años inmediatos a su publicación hasta bien entrado el siglo XX, en un verdadero best-seller, con una circulación encausada por una vía paralela a la de otras obras masivas de la literatura nacional. Si en las décadas del veinte, treinta o cuarenta del pasado siglo, alguien hubiese recorrido el interior profundo uruguayo, visitando no solo las pequeñas localidades sino los ranchos perdidos en el campo, lejanos de las carreteras y rutas nacionales, inquiriendo sobre la existencia de libros en su interior, es muy probable que en la mayoría de los casos encontrara un ejemplar de Paja brava, adquirido de forma casual, de refilón, en alguna pulpería, almacén de ramos generales, en una estación de trenes o en una feria. Otro libro de versos criollos, editado veintiún años después de la obra mayor de Alonso y Trelles, iba a seguir su misma senda, convirtiéndose en un objeto cultural presente en humildes moradas donde, generalmente, no entraba otro material impreso. Me refiero a Tacuruses, de Serafín J. García.
Paja brava y Tacuruses se ubican así en la cima de un fenómeno que no ha sido lo suficientemente estudiado dentro de la literatura uruguaya del pasado siglo: la difusión de innumerable cantidad de libros, escritos (y en ocasiones publicados) por payadores y poetas camperos, que oficiaban como auténtica carta de presentación de los autores en espacios culturales como peñas, festivales tradicionalistas, clubes de bochas, fiestas escolares y un largo etcétera.
Cien años después de su publicación, Paja brava tiene aún mucho para decir, aunque siga ajeno a cualquier canon y a la serie de textos de autores más consagrados, leídos y estudiados, de ese magma difuso, en permanente expansión, llamado literatura nacional. 


(*) - Publicado en Semanario BRECHA EL 04/IX/2015.

sábado, 18 de julio de 2015

Trascendencia y particularidad de la obra de Juan José Saer


La materia atormentada (*)


por Martín Bentancor


La década transcurrida desde aquel 11 de junio de 2005, cuando un cáncer acabó con la vida de Juan José Saer en París, ha sido prolífica en relación a la circulación de su obra. A la edición de la novela La grande, cuatro meses después de su muerte, le han seguido reediciones, traducciones, varios estudios críticos y la publicación de sus borradores en la serie Papeles de trabajo.
Al margen de esa arborescencia póstuma, la verdadera llama de Saer sigue ardiendo en sus libros, especialmente en las doce novelas publicadas entre 1964 y 2005, donde el escritor de Serodino, esa localidad apacible surgida en mitad de la pampa gringa, plena provincia de Santa Fe, conformó el espacio de ‘la zona’, un enclave ficcional por el que se sigue moviendo un puñado de personajes recurrentes: Carlitos Tomatis, Ángel Leto, Soldi, Pichón Garay, Marcos y Clara Rosemberg y el reverenciado poeta Washington Noriega, el mismo que alguna vez exclamó que “como Heráclito de Efeso y el general Mitre en el Paraguay, no viá dejar más que fragmentos”.

El cuerpo estable
A diferencia de los fragmentos dejados por el bardo Noriega, la obra de Juan José Saer conforma una estructura sólida –nunca un monolito–, sin fisuras en su composición, erigida con materiales pensados y pesados para que el andamiaje soporte toda la carga de una historia contada a través de un puñado de libros y en un radio de pocos kilómetros. En ‘la zona’, como en el condado de Yoknapatawpha de Faulkner y la Santa María de Onetti, ciertos nombres, ciertos espacios, comienzan a volverse familiares de un libro a otro, adquiriendo en la percepción del lector elementos que los vuelven indiferenciables.  
A Juan José Saer le gustaba hablar de un cuerpo estable a la hora de referirse al grupo de personajes que recorre la mayoría de sus novelas. Como en el elenco cerrado de una compañía teatral, el actor que es protagonista en una obra puede ser un simple figurante en la siguiente, para compartir otra vez protagonismo en el próximo libro. Así, por ejemplo, Tomatis pasa de ser una suerte de mentor de Angelito en Cicatrices a constituirse en el narrador y estrambótico eje de Lo imborrable, adoptando luego un rol casi de comparsa en La pesquisa, mientras acompaña los avatares de Pichón Garay con la novela inédita que deja Washington Noriega al morir, para adquirir otra vez consistencia en La grande.
Aunque muchos estudiosos de la obra saeriana se empeñan en señalar que el autor se valió de los personajes de Tomatis y Pichón Garay para desdoblarse y volcar en ellos su propia peripecia vital (mientras el primero pasa toda su vida en Santa Fe, donde escribe en oscuras redacciones y se empeña en sumirse en una espiral de ominosos matrimonios, el segundo se establece en París y se vincula a la academia), lo cierto es que Saer fue dotando a todos los integrantes de su cuerpo estable con elementos de su propia biografía. Ya en su tercera novela, Cicatrices, publicada en 1969, relata el sistema que emplea Angelito para escribir la sección meteorológica del diario La Región: en vez de recurrir a los aparatos dispuestos en la azotea del edificio para medir los avatares del clima, opta por repetir el mismo estado del tiempo en sucesivas ediciones, con la certeza de que nadie descubrirá la patraña (por supuesto, el director lo descubre). Exactamente lo mismo supo hacer un joven Saer cuando comenzó a trabajar en la redacción de El Litoral, a fines de la década del cincuenta, donde acabaría ocupándose de la página literaria y de donde sería despedido por publicar un cuento protagonizado por dos lesbianas.
Con la excepción de Responso, El limonero real, El entenado y La ocasión, las demás novelas de Saer, así como varios de sus cuentos, desglosan episodios protagonizados por algún integrante del cuerpo estable, introduciéndolos en tramas más amplias, complementando el vacío dejado en uno de los libros en un pasaje del otro, reafirmando así la propia noción de continuidad que sostiene a cualquier vida. El mejor ejemplo de este recurso se encuentra en la desaparición de Elisa y el Gato Garay, secuestrados por fuerzas militares durante la última dictadura, en una solitaria casa de Rincón, tal como se avizora en Nadie nada nunca. Esa ausencia, inexplicable y brutal, justificará el regreso de Pichón, hermano del Gato, desde París algún tiempo después, para liquidar los bienes familiares, lo que constituye una de las líneas argumentales de La pesquisa. Y muchos años más tarde, en el proyecto de escritura de Saer y en la propia vida de sus personajes, Carlitos Tomatis volverá sobre aquellos hechos para contar cómo intentó interceder ante el oscuro abogado y poeta clásico Mario Brando, muy amigo del estamento militar de Santa Fe, para conocer el destino de sus amigos desparecidos, lo que se narra en uno de los pasajes más perturbadores de La grande.




La percepción de las cosas
Al momento de desentrañar las claves de un posible legado (palabra que, de seguro, Saer odiaría) de su obra y sus ideas sobre la literatura de su tiempo, el autor de Glosa tiene que luchar con el mote de ser “el escritor argentino más importante después de Borges”.
La crítica literaria que se ejerce en la prensa escrita se ve siempre obligada, por cuestiones de espacio y en el afán de precisar, a caer en reduccionismos y paradigmas de ocasión que, por una suerte de magma repetido, viral, terminan acotando una obra a un puñado de consignas que a veces son atinadas y, en muchas ocasiones, trasnochadas y erróneas. Además de ser definido como el escritor más importante que surgió en Argentina luego del Ciego Mayor (cabe preguntarse cómo se mide el grado de “importancia” de un escritor), Saer suele ser considerado por algunos reseñistas como un autor difícil, más atento a describir la disposición de las cosas que las cosas en sí, preciosista, algo barroco, autor de oraciones interminables pautadas por un uso muy particular de los signos de puntuación y otros simplismos similares.
Puestos a determinar una marca de estilo en la obra de Juan José Saer, se puede apuntar a su trabajo con la percepción como un posible signo (aunque se esté reduciendo drásticamente la arquitectura de su proyecto literario). En El limonero real, su cuarta novela, publicada en 1974 tras un trabajo de escritura que le llevó nueve años, aparece desarrollado el sistema de observación que hace eje en el detalle, en la diversidad de acciones, triviales o grandiosas, que realiza un hombre a lo largo de su vida y que, en su propia particularidad, lo definen. Para ser más preciso, se cuentan las acciones de un solo día: desde el alba hasta el atardecer, seguimos el desplazamiento de Wenceslao, un silencioso habitante de una isla del Paraná que viaja hacia la casa de unos parientes para comer un cordero a las brasas.
El desplazamiento de Wenceslao en el espacio (en un bote al principio, caminando después) es un desplazamiento en el tiempo biológico, natural, y también en el tiempo del recuerdo y su permanente modificación del presente. Se trata de un sistema cíclico, como el propio narrador de El limonero real establece al describir la inminente muerte del cordero para convertirse en almuerzo: “Más adelante será una res roja, vacía, colgando de un gancho, después se dorará despacio al fuego de las brasas, sobre la parrilla, al lado del horno, después será servido en pedazos sobre las fuentes de loza cachada, repartido, devorado, hasta que queden los huesos todavía jugosos, llenos de filamento a medio masticar que los perros recogerán al vuelo con un tarascón rápido y seguro y enterrarán en algún lugar del campo al que regresarán en los momentos de hambruna y comenzarán a roer tranquilos y empecinados sosteniéndolos con las patas delanteras e inclinando de costado la cabeza para roer mejor, dando tirones cortos y enérgicos, hasta dejarlos hechos unas láminas o unos cilindros duros y resecos que los niños dispersarán, pateándolos o recogiéndolos para tirárselos entre ellos en los mediodías calcinados en que atravesarán el campo para comprar soda en el almacén de Berini, objetos ya irreconocibles que quedarán semienterrados y ocultos por los yuyos en diferentes puntos del campo durante un tiempo incalculable, indefinido, en el que arados, lluvias, excavaciones, cataclismos, la palpitación de la tierra que se mueve continua bajo la apariencia del reposo, los pasearán del interior a la superficie, de la superficie al interior, cada vez más despedazados, más irreconocibles, hechos fragmentos, pulverizados, flotando impalpables en el aire o petrificados en la tierra, sustancia de todos los reinos tragada incesantemente por la tierra o incesantemente vuelta a vomitar, viajando por todos los reinos –vegetal, animal, mineral– y cristalizando en muchas formas diferentes y posibles, incluso en la de otros corderos, incluso en la de infinitos corderos, menos en la de el cordero hacia el que ahora se dirige Wenceslao llevando el cuchillo y la palangana”.
Veinte años después, en Glosa, Saer le daría una vuelta de tuerca al procedimiento, valiéndose de la conversación entre dos personajes mientras caminan por el centro de la ciudad. Siguiendo la misma estructura de El banquete de Platón, donde Apolodoro imagina y recrea los sucesos ocurridos durante una reciente comilona organizada por el poeta Agatón, en Glosa, Ángel Leto y el Matemático repasan los acontecimientos de una cena en honor a Washington Noriega, a la que ninguno de los dos asistió.
La percepción detallada de las cosas, mecanismo que se vuelve hiperrealista en El limonero real, deviene en Glosa en un procedimiento consciente, atravesado por las disposiciones mentales de los dos personajes, disposiciones que obligan al narrador a corregir continuamente el relato de determinados sucesos, como cuando el Matemático narra una historia contada por Botón, personaje al que Ángel Leto no conoce y al que se ve obligado a adjudicarle rostro, comportamiento y ademanes en función de las informaciones fragmentadas que le han llegado de parte de terceros.
Es en Glosa, cerca ya del final del libro, cuando los personajes se detienen frente a la vidriera de la galería de arte de Rita Fonseca a contemplar el cuadro que allí se expone, cuando Leto reflexiona sobre la disposición de los trazos de pintura sobre la tela y la forma en que el ojo aprecia o ignora los detalles, donde Saer parece estar refiriendo su propio trabajo con la percepción: “Ningún color predomina, a no ser por las titilaciones, no periódicas porque su distribución en el conjunto no obedece a ninguna periodicidad, con que sobresalen de tanto en tanto, y siempre en relación estrecha, como se dice, con los demás, en distintos puntos de la superficie; el chorreo, más bien fino o mediano en general, se adensa por momentos en remolinos, en manchas superpuestas varias veces, en gotas de tamaño diferente que, al estrellarse, cayendo de distinta altura, lanzadas con distinta fuerza o constituidas por distintas cantidades de pintura más o menos diluidas, se estampan por lo tanto de manera distinta cada vez, no únicamente por el tamaño, sino sobre todo por la individuación perfecta que adquieren al desparramarse en la tela. Por otra parte, las manchas y los regueros tortuosos continúan hasta los bordes, los cuatro costados clavados al bastidor, de modo tal que como se comprueba que lo que ha quedado detrás del bastidor es la continuación de la superficie visible, puede deducirse con facilidad que esa parte visible no es más que un fragmento, y el ojo, al llegar a los bordes en los que se pliega la superficie, adivina la prolongación indefinida de esa aparición intrincada que va dejando, en su combinación imprevisible de colores, de densidades, de velocidades, de sobresaltos y de acumulaciones, de giros bruscos y de temperaturas, la materia atormentada”.

Literatura y mercado
En varias entrevistas aparecidas en prensa escrita, radio y televisión, Juan José Saer, especialmente en sus últimos años, cuando bajó la guardia y se entregó al trajín de los mass media, fue delimitando un mapa personal de lecturas y de autores, una forma de posicionarse entre la literatura, vista como una fuerza de ideas y palabras, en permanente transformación al entrar en contacto con cada lector, y el simple y llano mercado, otra fuerza indetenible, regida por una lógica diferente, obligada a producir libros de fácil lectura como una máquina de hacer chorizos.
En ese mapa personal, construido con lecturas y relecturas a lo largo de varias décadas, algunos nombres permanecen inamovibles. Es el caso del poeta entrerriano Juan L. Ortiz (evocado a partir de una serie de detalles cotidianos en el maravilloso El río sin orillas) y del escritor mendocino Antonio Di Benedetto, a los que habría que sumar los nombres de Witold Gombrowicz, Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Macedonio Fernández y, por supuesto, Juan Carlos Onetti, a quien leyó y releyó y a quien dedicó tres ensayos, centrados en La vida breve, reunidos en el póstumo Trabajos, publicado en el año 2006.
Del otro lado, Saer situó a los escritores mercenarios, explotadores descarados de una fórmula rendidora, condescendientes y mercachifles, merecedores del más cerrado desprecio por parte de un lector crítico. En ese grupo ubicó a Gabriel García Márquez, a quien definió como un autor sumido en una “carrera hacia el público” y también a Vargas Llosa, a quien fusiló con una frase tan consistente como una lápida: “Periodismo, política, literatura: ejercida por Vargas Llosa, cualquier profesión parece despreciable”.
Sus dardos no se agotaron en América Latina, sino que cayeron también sobre Arturo Pérez-Reverte, quien, según Saer, “pretende escribir novelas de aventuras con los mecanismos más baratos de la novela de aventuras del siglo XIX, que ya en aquella época habían sido excedidos con otros mecanismos propios del género mucho más afinados”. De Stephen King dijo que “escribe esa seudoliteratura de terror, en la que no solamente no inventa nada, sino que además usa procedimientos que ningún autor del género jamás se hubiese rebajado a utilizar. Procedimientos totalmente chabacanos, complacientes”.
Leídas así, juntas, estas manifestaciones de rechazo a otros escritores (en ocasiones absurdas, como cuando tildó de “pavo real” al Maestro Vladimir Nabokov) pueden presentar a Juan José Saer como un polemista, algo que estaba muy alejado de su intención. Su posición ante la literatura fue siempre la de un lector atento, dispuesto cuando cuadraba a llevarse puestas algunas consignas fermentadas por la crítica y asumida como verdades cerradas. En ese sentido, un ejemplo emblemático es su ensayo ‘Borges como problema’, incluido en La narración-objeto, donde ataca de lleno esa suerte de religión en torno al autor de Ficciones y enfrenta el valor de su erudición, lo que le valió alguna que otra crítica de la legión borgiana.
En vez de la compulsa retórica y de la polémica, de la defensa de la chacra propia en desmedro de la de los vecinos, en vez de sumarse a las rencillas de cualquier literatura, desde París, donde fijó su residencia a partir de 1968, Juan José Saer prefería viajar a su país cada año para reunirse con un grupo de amigos de Santa Fe, ninguno de ellos literato, con quienes compartía pantagruélicos asados regados por un vino animoso y abundante. En 2005, hace diez años, mientras se aprontaba a escribir el final de La grande y preparaba un nuevo viaje a la Argentina, el cáncer de pulmón que padecía se agravó provocándole la muerte, a miles de kilómetros de la zona. Ese espacio impalpable y al mismo tiempo cercano, sigue latiendo y ramificándose en sus libros, provocando nuevos descubrimientos en cada lectura, retroalimentándose y expandiéndose, siempre complejo, siempre vital. Esos prodigios, supongo, son los que vuelven grandes a algunos escritores.


_________
(*) - Publicado en Semanario BRECHA el 18/VI/2015 (pgs. 26-27)









lunes, 13 de abril de 2015

Hola. Soy Eduardo Galeano


A la memoria de Graham Greene.

Estábamos cercados por un ejército de mosquitos. Con un zumbido intenso, cuerpos alargados y aguijones punzantes, sobrevolaban las chabolas bajo aquel intenso calor tropical. Pronto iba a llover pero sería una lluvia triste, desganada, demasiado leve para barrer el calor y el hedor que venía de las canaletas de la aldea.
La delegación llegó a las cinco. Eran cuatro y venían encabezados por una mujer. Hilda Vernarello, la compañera del comandante Alcides. Los cabellos sucios y cobrizos invadían su rostro quemado por el sol. Llevaba un rifle terciado sobre la espalda y un vestido andrajoso que, supuse, fue azul cuando salió del puesto del mercado. Detrás de ella venía un negro de constitución ovina, ancho de espaldas y con una nariz que parecía partida por un sable. Junto a él, caminaba un campesino que cargaba un saco lleno de bananas y, cerrando la marcha, venía el Padre Almada, el cura subversivo que se había unido a la causa.
Se detuvieron frente a la chabola y me miraron con indiferencia. Repararon en las maletas sin desempacar sobre el rústico piso de madera. Ante su infranqueable silencio, me presenté:
-Hola. Soy Eduardo Galeano.
Mis palabras actuaron como una llave sobre el candado de sus emociones. Una sonrisa apareció en el rostro de la mujer guerrillera y avanzó un par de pasos para estrecharme la mano.
-Cuanto ansiaba conocerlo, camarada –dijo con una sonrisa que reveló los huecos oscuros que poblaban su dentadura.
El campesino tiró al suelo una cáscara de banana y observó al negro con una mirada inquisidora. El negro dio un paso y tomó las maletas. El padre Almada, que había permanecido relegado, llegó junto a mí y dejó que su mano casi centenaria se deslizara por mi rostro.
-Vaya, vaya con el escritor. Te hacía mucho más viejo, hijo.
Sonreí y la mujer del comandante me imitó.
-Debemos partir –dijo mirando el cielo. –Lloverá dentro de poco.
Iniciamos la marcha en silencio. De vez en cuando, Hilda Vernarello se volvía para comentarme el pasaje de alguno de mis libros o contarme en qué momento particular de la lucha había podido leerlos. Se reveló como una gran conocedora de mis escritos. Habló mucho del sistema capitalista y de toda la mierda de Estados Unidos. Se refirió a la cuestión indígena en América Latina y, por último, llegamos a lo que tanto temía: me preguntó qué estaba escribiendo.
Le respondí que trabajaba en una novela.
-¿Usted escribiendo una novela?–, se extrañó.
-Sí. Es una alegoría sobre el Tercer Mundo y se centra en la figura de los grandes medios de comunicación como agentes de control.
Llegamos a los dominios del comandante Alcides junto con la noche. Era un conjunto de chozas mal construidas que parecían tiradas más que edificadas en un claro de la selva. El propio comandante, junto a un pequeño séquito, salió a recibirnos. Se detuvo frente a mí y me estudió con detenimiento.
-Hola. Soy Eduardo Galeano– me presenté.
El hombre avanzó y me estrechó en sus brazos. Sus axilas despedían un olor intenso, una mezcla violenta de alcohol y sudor.
Caminamos hacia su chabola particular, construcción que se diferenciaba del resto por la un mosquitero en la entrada y una ampliación del Che Guevara en una de las paredes de caña.
-Amadeo  –llamó el comandante al negro enorme–, tráenos el licor.
El negro volvió al momento con una enorme botella de un líquido ambarino. Hilda Vernarello nos acercó dos vasos y el comandante sirvió.
Afuera de la chabola, la población se había congregado para ver qué pasaba en el interior. Un par de niños, desnutridos y con los rostros picados por la viruela, se había acercado a la ventana y observaba la escena fijamente. El comandante los descubrió y se enfureció. Se dirigió al campesino de las bananas y le ordenó que los mandara a todos a dormir. El hombre salió de la habitación a grandes pasos. Un rifle tronó en la distancia y el silencio se restituyó en el claro de selva.
El padre Almada encendió un cabo de vela y la débil llama iluminó la estancia. Permanecíamos sentados alrededor de la mesa, el comandante Alcides, su mujer, el negro Amadeo, el padre Almada y yo.
El comandante bebió un trago antes de comentar:
-Habrá visto que avanzamos hacia la capital. Creemos que en cuestión de dos semanas tomaremos el poder central.
-¿Cuenta con más gente o sólo con los que están asentados acá?–, pregunté.
Me miró algo confundido. No me respondió él, lo hizo el padre Almada.
-Hijo. Revoluciones más grandes se hicieron con menos hombres. Nuestra célula cuenta con veinticinco tiradores adiestrados.
Me pregunté si los tiradores serían aquellos sujetos descalzos, desnutridos, con enormes sombreros de paja que habían salido a recibirnos. Hilda Vernarello terció en la conversación.
-Usted mismo, en uno de sus libros, afirma algo sobre el número de revolucionarios y sus resultados, ¿no es así?
-Es verdad. En las venas desiertas de América Latina.
-Las venas abiertas, hijo -aclaró el cura.
-Cierto. Disculpen, es el calor. Es que me cuesta adaptarme al clima. Deben saber que en Montevideo nunca superamos los treinta y pocos grados.
Hubo un silbido de asombro por parte del comandante. Luego siguió contando su plan de acción.
-Estamos en contacto con la guerrilla de Tembeuco y Santa Bernardina. Allá tienen una secuencia de radio que transmite información revolucionaria todo el día.
-Interesante –dije ahogando un bostezo.
-Veo que está cansado, Eduardo –observó el comandante-. ¿No quiere recostarse un rato?
Señaló un catre en un rincón de la pieza.
Asentí complacido y, a continuación, Hilda Vernarrello tendió con rapidez las sábanas y acomodó una tosca almohada.
Me recosté vestido. Desde mi posición horizontal pude ver cómo la mujer del comandante y el negro Amadeo salían de la choza. Alcides y el cura Almada, en cambio, continuaron bebiendo aquel extraño licor y, luego de un rato, encendieron una radio a batería que descansaba sobre un estante. La aflautada voz de un locutor comenzó a proclamar una diatriba que mezclaba a Lenin, Reagan, Rigoberta Menchú y Stroessner. Luego me pareció escuchar un discurso entrecortado de Fidel Castro y una voz femenina que podía ser la de Mercedes Sosa. Y, por último, ocurrió el desastre. La cantante dejó paso a un boletín informativo. Entre las noticias, el locutor dijo:
-El escritor uruguayo Eduardo Galeano se presentó hoy en la Feria del Libro de Ciudad de México y, a esta hora, se encuentra firmando ejemplares de sus obras en el stand de su editorial.
El comandante Alcides se puso de pie en el acto y avanzó a los tumbos hacia mi catre. El padre Almada no se dio cuenta de nada porque roncaba.
El comandante llegó junto a mí y me apuntó con una pistola que parecía ridícula en sus manos.
-Carnero, ¿quén eres tú?– me increpó.
Fingí despertarme de golpe y hallarme aún bajo los efectos del sueño.
-¿Qué pasa? – pregunté confundido.
-La radio dijo que Galeano está en México. ¿Quién eres, jodido impostor?
-Soy Eduardo Galeano– afirmé.
- Mientes.
Negué con una sonrisa. Las brumas del alcohol nublaban la visión del guerrillero y me decidí a actuar cuanto antes para que no me matara.
-El Galeano que está en México es un actor contratado por mi agente. Nadie debe saber que yo vine a visitarlos.
Aquello pareció calmarlo. Bajó un poco el arma y le dedicó una mirada al viejo cura que dormía con la cabeza colgando del respaldo de la silla.
-¿Cómo no me di cuenta? –se preguntó–. Claro, es lógico. Imagínese lo que pasaría si lo descubrieran acá.
Lanzó una carcajada y guardó el arma. Fue hasta la mesa y volvió con la botella casi vacía. El muy hijo de puta no paraba de reír.
Afuera, la lluvia golpeaba con fuerza el rústico techo de la choza y el aire de la selva traía un extraño aroma a frutos maduros.
Martín Bentancor
                                                                                                                             


-Del libro 'El aire de Sodoma' (Editorial La Propia Cartonera, Montevideo, 2012)

domingo, 22 de febrero de 2015

Entrevista a Octavio 'Toto' Podestá: Un creador en el dominio de los brutos

Entrar al taller de Octavio ‘Toto’ Podestá tiene algo del hundimiento en un arcoíris. Sonidos, formas y colores junto al decir del artista, a la cadencia de su relato y su forma de ver el arte conforman el sitio. Con sus ochenta y largos años y sus ojos de niño sorprendido, el escultor maravilla a quien lo trata. La risa del Toto es contagiosa y se hace sentir cuando cuenta alguna anécdota de su formación o cuando refiere el rocambolesco destino que han tenido algunas de sus obras. Lo que sigue es parte de una charla amena con uno de los escultores más destacados de Uruguay.


¿Cuándo empezaste a hacer algo con las manos?
Desde chico siempre estaba haciendo cosas en el fondo de mi casa, desde ranchitos hasta pequeños braceros con los que jugaban mis hermanas. Cuando estaba en la escuela, apareció un profesor de Manualidades y nos pidió a los varones una lata de aceite o de duraznos. Con eso nos enseñó a hacer una regadera. Para mí era como haber ido a La Sorbona. Fue algo elemental de diez o quince días, pero son de esos toques que te despiertan algo adentro. Hasta el día de hoy, cuando agarro una lata, es como una deformación: la agarro desde arriba y la pestañeo.
Además, en el barrio había zapateros, herreros, carpinteros, y estaba la fábrica de corchos o la fábrica de pinceles. Mi abuelo tenía barraca y yo lo acompañaba en el reparto en jardinera; entonces, al pasar por el barrio, veía al herrero forjando, al talabartero armando los enseres para los caballos y todo ese trabajo manual me fue marcando desde chico.

¿Y cuándo saliste de la escuela?
Fui al liceo nocturno porque trabajaba ocho horas. A mi me gustaba Arquitectura pero los profesores vieron que más bien agarraba para el lado de Bellas Artes. Un profesor me lo sugirió, lo pensé durante un año y al final dejé el liceo y fui. Allí me sentí como un pez en el agua. Hay que tener en cuenta que no es como ahora, que hay quinientos o seiscientos alumnos; en Escultura éramos ocho. Entablábamos un mano a mano con el profesor que a veces terminaba en el boliche. A veces el boliche era más lindo que las clases, porque los profesores comenzaban a contar sus viajes o sus experiencias en Europa.

¿Qué profesor te marcó durante tu pasaje por Bellas Artes?
Eduardo Yepes. Nos abrió un panorama muy grande. La Escuela se caracterizaba por hacer figuras. No salíamos de los desnudos y las cabezas. Cuando llegó él, todo cambió. Ya no había modelos y teníamos que imaginar las cosas.

¿Conservás alguna obra de aquella época?
No. Una vez Yepes dijo que las obras de las épocas de estudiante hay que hacerlas desaparecer. Cortar con eso. Conservo alguna de aquellas primeras obras como una referencia o porque para alguna de ellas posó un amigo.



¿Cuándo te enfrentaste a tu primera obra?
Mi primera obra, digamos, la emprendí cuando puse el taller. Cuando salís de la Escuela de Bellas Artes, en realidad no salís. Yo empecé a trabajar en mi taller y para algún trabajo en particular llamaba al profesor Juan Martín. Él me decía ‘Yo ya te enseñé todo lo que te tenía que enseñar, así que ahora a tu taller vengo a tomar un vino contigo y nada más. Para lo otro, arréglate como puedas’. Y así empecé mis primeras obras; siempre con influencias de algo o de alguien.

¿Cómo es el proceso de creación de una obra? ¿Primero está la idea o a partir de los materiales aparece el concepto y se desarrolla?
El material siempre me lleva a la obra. Claro que también está el caso de cuando disponés de un lugar determinado y tenés que dibujar primero la estructura. Por lo general dibujo primero. Se puede partir de la cosa más insólita para llegar a la obra, o para no llegar. Mirá, una vez hice una Virgen (fue durante la época de Yepes, cuando hice muchas vírgenes) en bronce. Vino una familia de mucho dinero y muy católica. La compraron y me pidieron si no la podía hacer más grande porque la querían poner en el jardín. Yo estaba muy contento con el encargo. Cuando la había hecho en barro, llamé al hombre para que viera cómo iba quedando en el proceso. Empecé a ver que la miraba y la miraba. Me dijo: ‘Podestá, le voy a decir una cosa, no se ofenda pero no me da la sensación de virgen, me parece una geisha’. 

¿Y cómo se llega a los temas, los motivos?
Eso va apareciendo. Yo considero que la obra es antes que nada una escultura y que cada uno la puede ver a su manera, no con los ojos que yo la vi. Me interesa que la obra sea vista por el lenguaje de la escultura y no por la anécdota. Si bien todas las esculturas tienen título, ahora, cuando hago una exposición no le pongo el nombre, solo un número para identificarlas. Es que el nombre condiciona mucho la contemplación y lo que yo veo como un calabozo, otro lo ve como una caja de música.



Hablame de la escultura tuya que está en el frente del Banco Central, sobre la calle Uruguay…
Yo había ganado el Premio Figari con esa obra y un director del Banco la colocó en un depósito. Cuando asumió otro director, me llamó medio de apuro para instalarla en el frente. La obra había que ubicarla en un canterito de mierda, donde habían unos pensamientos plantados. Estaban el ingeniero, el arquitecto, el contador, el gerente general y ocho obreros para participar en el trabajo. Lo curioso es que para no dañar los pensamientos, cortaron dos tablones de pino Brasil, altísimos, que valían cuarenta veces más que los pensamientos, para ubicar sobre ellos la obra.

¿Qué pasa con la obra cuando queda instalada en un espacio público como ese del Banco Central? ¿Alguien le hace algún tipo de mantenimiento?
En el caso de esa escultura se hizo todo mal. Les propuse que le pidieran al herrero que le hiciera una base para protegerla de la humedad pero me dijeron que no, que se encarecía. Además, el color iba a ser metalizado y le dieron una mano de pintura cualquiera. Ahora, abajo se está picando toda…

Hace poco, el edificio de la Seccional 20 del Partido Comunista fue declarado patrimonio histórico. La puerta la hiciste vos…
Sí. La puerta esa era de color hierro oxidado. Un día una ex alumna me trajo una foto de la puerta pintada de color amarillo. Resulta que la había pintado el portero porque le había sobrado pintura de la claraboya.

Tu puerta tuvo varias intervenciones. Recuerdo haberla visto en rojo y en verde, también. Se ve que cada encargado de mantenimiento que venía le hacía alguna intervención, la pintaba del color que quería…
Eso pasa, lamentablemente. Mirá, en el Crandon había como diez esculturas mías, prestadas, que estuvieron allí durante años. Un día viene mi hijo y me pregunta: ‘¿Vos hiciste pintar una escultura que está allí? Porque le pusieron un color rojo que se ve desde el Palacio Legislativo’. Fui a ver y resulta que como habían pintado todas las papeleras, aprovecharon y de paso pintaron mi obra. En la Universidad Católica, donde también hay obras mías, las cuidan pero de repente tienen un color verde que les sobra, y aunque la obra sea azul, le encajan verde. O las corren de lugar. Por ejemplo, la que está en el Sodre fue ubicada al frente. Ahora la corrieron y está debajo de una escalera.

¿Todas esas obras que mencionás están en carácter de préstamo?
Sí. Nadie te compra nada, ni siquiera te lo insinúan. Mirá, me pasó que hace poco presté unas obras para la ORT, que hace años que me venían pidiendo. Al poco tiempo me mandaron una bolsa con algunas botellas y sardinas en conserva.

Insisto con el tema del préstamo de las obras. ¿Se hace un acuerdo escrito entre el artista y la institución? ¿Qué pasa si alguien se roba una obra?
Nada. Ellos se lavan las manos. Una vez, en el Comedor Estudiantil, frente al Estadio, un lugar muy lindo, un muchacho me invitó a hacer una exposición. Mis obras estuvieron expuestas durante un mes y entonces me llama el director para pedirme si podía dejarlas un tiempo más. Estuvieron como seis meses más y un día paso por el lugar, miro, y veo que de la mitad para abajo estaban todas oxidadas. El tema es que baldeaban el piso. Me calenté y ese mismo día llamé un camión y cuando fuimos a cargar las obras, veo que faltaba un pedazo a una (eran tres troncos unidos por un eje). Le pregunté al portero si sabía algo y me dijo: ‘Ahí, donde están los casilleros de Coca Cola, hay un tronco. Yo que sé’. Fuimos y allí estaba la parte de la obra que faltaba.



Es como el dominio de los brutos…
No sé si son brutos, mirá. Con Nancy Bacelo me pasó lo mismo y era una exquisita persona. Me pidió varias obras para la feria y un día voy y las veo metidas en la fuente, sumergidas en el agua. Le digo: ‘Ponele cuatro bloques abajo aunque sea’. Cuando terminó la feria, me las trajeron en un camión de Coca Cola, atadas, porque aprovechaban el flete que era gratis. Otra vez les presté unas obras al Hospital de Clínicas. Había una que era toda negra, que yo había quemado, con unos clavos metidos a lo largo. Cuando me la mandaron de vuelta, me la trajeron en una camilla porque no tenían camión para transportarla.

Una vez fui al Centro Pedro Visca de la Facultad de Economía, donde habían varias esculturas tuyas. Empecé a mirarlas hasta que llegué a la última, que estaba en el espacio ocupado por la fotocopiadora y la cantina. Tu escultura tenía un montón de sacos colgados y varios vasitos de café apoyados encima…
Sí. Un día que yo fui a retirar una obra de allí, me encontré con que le habían atado una bicicleta con un candado. Fui a decirle al portero que hiciera algo, que yo estaba con el camión y los peones que había contratado, esperando. Y el hombre me dice: ‘¿Qué quiere que haga? Son cinco mil alumnos….’.

A Walter Tournier le pasó algo parecido el año pasado en Canelones. Hizo una exposición sobre ‘Selkirk’, que incluía el barco original de la película. Como es muy amigo del intendente Marcos Carámbula, le pidió un espacio en un galpón municipal para guardar el barco. Y un artesano local cortó una de las partes del barco para hacer un carro alegórico.
Lamentable. A mi escultura que esta detrás de la Intendencia, por la calle Soriano, le pusieron un juego de niños al lado. Le pregunté a la arquitecta si no se podía llevar para otro lado…

¿Quién decide esas cosas? ¿No debería tener alguna mínima noción estética?
Mirá, la Intendencia llamó a concurso para hacer una escultura de Zitarrosa y otra de Gardel, que quieren poner en la Peatonal Sarandí para que la gente se saque fotos. Las bases dicen que Gardel debe estar agarrado a un farol y Zitarrosa debe estar de cuerpo entero, tocando la guitarra y con el pie sobre un banquito mientras toca…

Y si algo no hacía Zitarrosa, salvo en el inicio de su carrera, era tocar la guitarra. Habría que ver cómo van a hacer tu escultura cuando te homenajee la Intendencia en el futuro…
Seguramente con una soldadora eléctrica al lado y mirando un electrodo…

¿Cómo convive la creación artística con la cuestión más material, digamos… las ventas de obras, el traslado, la coordinación de exposiciones y pagar las cuentas?
Mi esposa y yo nunca fuimos de acumular dinero ni de preocuparnos por eso. Tuve una camioneta Willis como por cuarenta años. Cuando mi suegro edificó acá, mi suegra se preocupó por dónde iba a poner el taller.



¿Tu suegra?
Sí. Es que yo he tenido tres mujeres en mi vida: mi madre, mi esposa y mi suegra. Pero volviendo a tu pregunta, se puede decir que siempre estuve alrededor del arte, nunca tuve un empleo en otro ámbito. Fui empleado de Bellas Artes y con eso ayudé a hacer esta casa. Mi esposa trabajaba cosiendo. Así que del arte nunca pude vivir. Nunca.

¿Por qué?
No porque no hubiera querido, es que no tenía las condiciones para andar vendiendo mis obras. Si aparecía algo, genial, con esa plata arreglaba el calefón o una pared.

Digamos, entonces, que nunca integraste ese circuito que gira en torno a los pintores y escultores. El circuito de los museos, las instituciones, los marchantes…
Sí, lo integré tarde. Ya era bastante mayor cuando entré en ese mundo de las galerías, de los reconocimientos. Aunque ante ese mundo, tiendo a pensar como mi amigo, el ‘Flaco’ (Walter) Tournier, que puso todos los reconocimientos en las paredes del baño de la casa.

¿Y cómo definís el precio de una obra?
Lo defino por el cariño que le tengo a la obra, más allá de que influya el valor de los materiales que empleé. Un amigo me decía que tenía que pedir por una obra un porcentaje por arriba del precio y que, al momento de rebajar, debía mantener el precio original. No sé, nunca pude hacer eso. Cuando cerré un trato por una escultura para el frente de una casa, el cliente me dejó en el Centro y llamé por teléfono a mi esposa. ‘Hacé la valija que nos hacemos un viaje’, le dije.

¿Así que vender una obra de arte es como vender un terreno o un auto?
Sí, tiene algo de eso. Por eso a mí no me gusta vender acá, en mi taller. Además, la figura del marchante no existe en la escultura. Eso está más relacionado con la pintura, porque es lo que se compra más. El color está más cerca de la gente; se ve más que la forma.

 Entrevista: Martín Bentancor y Wilson Falero
Publicado en Semanario BRECHA (05/IX/2014)

miércoles, 11 de febrero de 2015

El doctor llegó al amanecer

Sobre el mediodía del miércoles 7 de febrero de 1979 eran pocas las personas que permanecían en la playa de Bertioga, unos sesenta kilómetros al norte de Sao Paulo. La mayoría de los bañistas se había retirado a los bungalows y a las endebles construcciones de caña sobre las dunas, o emprendido el regreso hacia la sombra y el confort de los hoteles del balneario. Alrededor de una sombrilla, a escasos dos metros del agua, una familia se entretenía confeccionado un castillo de arena de considerables proporciones. El más viejo del grupo, con la mano izquierda curvada e inmóvil junto al abdomen, contemplaba con una sonrisa indiferente los movimientos del matrimonio y los dos hijos alrededor de las movedizas torres de la fortificación. En un momento, sin que nadie lo observara, el viejo se puso de pie, se acercó a la orilla, contempló la quietud azul de las aguas y comenzó a caminar océano adentro.
En la playa de Bertioga, la pendiente que forma la arena desciende con suavidad hacia el océano por lo que se puede caminar decenas de metros sin que el agua sobrepase el pecho. El viejo bañista caminó un buen trecho con determinación y, cuando se volvió, descubrió que el niño más pequeño lo estaba observando, haciéndose visera con la mano. El viejo levantó su mano sana y le dedicó un saludo pero, al hacerlo, perdió estabilidad y sus piernas se impulsaron hacia adelante, derrumbándolo.
Con el primer trago de agua salobre, el viejo sintió una quemazón en las entrañas que, lejos de producirle dolor, pareció calmar algún tipo de sed. Con el segundo trago, más intenso que el anterior, intentó gritar pero los ojos se le desorbitaron y la mano marchita intentó sin éxito despegarse del abdomen. Con el tercer trago, que sintió como una ola colosal cerrándose sobre el océano, el viejo comprendió que se estaba muriendo.
Así que de esto se trataba, pensó. Él, que había decidido, y ejecutado en ocasiones, la muerte de miles de personas, sin detenerse jamás a pensar qué se sentía en el preciso momento en que el último aliento abandona la existencia, se descubrió reflexionando sobre el particular mientras se hundía en las cálidas aguas de la playa de Bertioga. Entonces, con el descenso y el abandono final de los movimientos, llegaron las imágenes. La secuencia era arbitraria, inconexa, torpemente montada. El viejo pensó que era otra burla del destino: él, que siempre había pretendido el orden y la perfección de los números pares, debía morir presenciando aquella mescolanza de momentos extraídos a casi sesenta y ocho años de vida. Mientras descendía vio a su padre joven posando ante una fila de tractores al frente de la fábrica familiar en Günzburg, el traje y las maneras impecables mientras elogiaba la potencia de aquellas máquinas; vio los extraños especímenes de una fauna demencial, nadando en un líquido espeso y ámbar, en el laboratorio del profesor Otmar von Verschuer, en el Instituto de Biología Hereditaria e Higiene Racial de la Universidad de Fráncfort; vio el tren atestado de gente que se detenía en la tosca estación de Auschwitz mientras los guardias formaban junto a la cerca electrificada; vio un ojo que era extraído con brusquedad y precisión de una cuenca sangrante mientras la estancia se llenaba de alaridos; vio -y esto le llamó especialmente la atención porque fue la última imagen y porque era algo que no solía recordar a menudo-, una mesa y un banco de piedra bajo un frondoso laurel, en el patio de una casa blanca en aquella apacible y pequeña ciudad uruguaya.



Amanecía. Colonia del Sacramento era un amasijo de piedras y de árboles empecinado en crecer por entre la bruma y el aire frío del Río de la Plata.
Desde la rampa de acceso a la plataforma de descarga, Baumeister identificó con claridad a los novios. Sus rostros se destacaban entre los semblantes soñolientos y confusos que contemplaban la estructura del puerto con precaución, adaptándose a los contornos que la niebla matinal le imponía a los bultos de las grúas y los autos estacionados en el andén. Josef Mengele y Marta María Will aguardaron cortésmente a que un mozo de carga apartara unas maletas para avanzar con paso seguro por el camino que comunicaba a la plataforma con el edificio de arribos.
El funcionario de Aduanas dejó el mate sobre la tabla de picar el salame y le estampó un sello deslucido a los documentos, sin dedicarle ni siquiera una mirada a la pareja. Baumeister ahuecó las manos, expiró una bocanada de aire caliente sobre las palmas y avanzó hacia ellos. Marta, que fue la primera en verlo, presionó con la mano el brazo derecho del doctor Mengele. Se saludaron. Ninguno de los viajeros que pasaban a su lado reparó en el intercambio de frases alemanas entre las tres personas. Luego de los saludos, caminaron hacia el auto. Baumeister acomodó las valijas en el baúl del Ford Customline, le abrió la puerta a Marta María Will y cuando daba la vuelta al coche para repetir la operación, descubrió que Mengele se le había adelantado.
El sol apenas despuntaba sobre la franja móvil del mar cuando Baumeister arrancó y dirigió el auto hacia el este. Cruzaron los suburbios de Colonia en silencio, exceptuando algunas frases de ocasión sobre el tiempo y el reciente cruce del río. Cuando tomaron la carretera nacional, rodeada de amplias extensiones de campo, el doctor Mengele se volvió más locuaz. Apoyándose sobre el respaldo del asiento del acompañante, inquirió a Baumeister sobre las virtudes de aquella zona del país, el crecimiento industrial, el sistema de comunicaciones y la idiosincrasia de los uruguayos. Se mostró especialmente interesado en la cuestión ganadera y por el sistema de producción de la industria frigorífica.
Baumeister respondía a cada pregunta con precisión y claridad, despertando continuos asentimientos con la cabeza por parte de su interlocutor. En un momento del trayecto, interceptó por el espejo retrovisor la mirada de Marta María Will. La futura esposa del doctor Mengele permanecía en silencio, contemplando con desgano el paisaje que rodaba alrededor del auto y ahogando, dos por tres, algún bostezo. Varios años después, cuando los huesos de Mengele fueron extraídos de una tumba falsa y sometidos al rigor de la Ciencia y de la Ley, Baumeister conocería el entramado completo de la unión entre el doctor y Marta María Will. Allí no había amor, diría entonces. Aquel viaje en el auto no parecía el traslado de dos enamorados sino el de dos viajeros circunstanciales, obligados a compartir el reducido espacio del coche por practicidad, recordaría.
El doctor estaba formulando una nueva pregunta cuando se detuvo de golpe. Baumeister contempló el perfil de Mengele y siguió su propia mirada. Desde el pasaje entre sierras por el que estaban cruzando, la ciudad de Nueva Helvecia aparecía nítida y luminosa en mitad del campo, como una gigante postal en movimiento. Estamos llegando, dijo entonces Baumeister aminorando la marcha.


Juan Carlos Germán volvió a acomodarse el nudo de la corbata frente al espejo ovalado de la habitación matrimonial mientras Lydia, su esposa, contemplaba el paso de los peatones por la vereda de la calle Guillermo Tell. ¿Vienen?, preguntó el abogado. Todavía no, respondió ella.
Lo habían llamado unos días antes para pedirle un extraño favor: él y su esposa debían figurar como testigos de la boda de una pareja alemana. Por ocupar una de las habitaciones construidas sobre la Oficina del Registro Civil y por realizar frecuentes trámites en aquella dependencia, Germán, joven abogado montevideano de veinticuatro años, era fácilmente ubicable. Le generaba mucha curiosidad aquella pareja a la que no conocía y que se inscribiría en el Registro el mismo día de su llegada a Nueva Helvecia. Sobre José Mengele, el novio, se sabía que era un comerciante afincado en Buenos Aires que procuraba extender su red de negocios por el suroeste de Uruguay. De la novia, poco y nada se conocía.
Cuando su esposa le dijo que un Ford Customline negro acababa de detenerse frente a la Oficina, Germán terminó de acomodarse el saco, dedicando una última mirada de conformidad al espejo. Vamos, le dijo a Lydia. Descendieron la escalera tomados de la mano, atravesaron el largo pasillo que comunicaba la planta alta con las oficinas judiciales y salieron a la vereda en el preciso momento en que Baumeister le abría la puerta a la novia. José Mengele, vistiendo un ligero traje blanco, avanzó con soltura hacia los testigos, tomó con suavidad la mano de Lyda Florio de Germán y estrechó con fuerza la del abogado. Un verdadero placer, dijo en un español correcto pero atravesado por las aristas cortantes del idioma natal y evidenciando una suerte de malformación en los dientes delanteros superiores. Marta María Will rozó apenas los dedos de los padrinos de su casamiento, inclinando suavemente la cabeza, mientras Baumeister traducía las frases de rigor de Germán y su esposa. Los tópicos de la breve conversación fueron el reciente viaje, el clima de Buenos Aires y las virtudes del Hotel del Prado, donde Josef Mengele y Marta María Will se habían alojado un par de horas antes, al llegar a la ciudad junto a Baumeister.
El grupo avanzó hacia el interior del edificio. El tibio sol de la media mañana se filtraba por una de las ventanas del frente, dibujando un inestable poliedro entre la cortina de tela y una pequeña maceta con geranios. La actuaria Ilse Bernatsky condujo a las cinco personas hacia su oficina, las invitó a tomar asiento en las toscas sillas agrupadas en torno al escritorio y abrió el libro. El abogado Juan Carlos Germán, que había pisado por primera vez aquella oficina algunos meses atrás, siguiendo el rastro de un legajo sucesorio que mantenía enfrentados a siete hermanos y que, desde aquel día y por variados trámites, había regresado al lugar, llegando a alquilar una habitación en la parte alta del edificio para sus regulares estadías en Nueva Helvecia, sonrió al verse convertido en integrante de un trámite y no en su mero ejecutor.
Luego de algunas precisiones sobre la disposición legal de la boda, Ilse Bernatsky procedió a leer la fórmula del trámite incorporando el dato de los contrayentes. Mientras lo hacía, Germán reparó en la mirada desinteresada que sobre el conjunto de la estancia deslizaba Mengele. Aunque escuchaba las palabras de la funcionaria, su pensamiento, sus ideas, el entramado y complejo mecanismo que conforma la vida mental de un hombre, parecía vagar a miles de kilómetros del lugar. Aunque al principio había tomado la mano derecha de Marta María Will entre las suyas, Germán observó que la soltó de golpe, con cierta brusquedad, como si reparara en la evidente vitalidad de aquel miembro pálido y pequeño. Y, de pronto, el silencio se apoderó de la estancia. Hubo asentimientos, firmas sobre la larga foja del libro, más frases de rigor y un nuevo y más prolongado silencio.
En los días siguientes, Juan Carlos Germán se encontraría varias veces con el edicto matrimonial en las páginas del diario local y, en cada oportunidad, motivado por un rigor de confirmación o por simple inercia, volvería a leerlo: “En Nueva Helvecia y el día 17 del mes de julio del año mil novecientos cincuenta y ocho, a las 10 horas, a petición de los interesados hago saber que han proyectado unirse en matrimonio don Josef Mengele y doña Marta María Will. En fe de lo cual intimo a los que supieren de algún impedimento para el matrimonio proyectado lo denuncien por escrito ante esta Oficina haciendo saber las causas. Y lo firmo para que sea fijado en la puerta de esta Oficina y publicado en el periódico Helvecia por espacio de ocho días como manda la ley. Pedro Izacelaya. Oficial del Estado Civil”.
Nada, absolutamente nada en aquel atado de oraciones formales, ocupando apenas un recuadro en una página lateral del  periódico, le alertó a Juan Carlos Germán sobre los problemas que su vinculación con aquella boda le traería en el futuro. Muchos años después sería rotulado como “el abogado del criminal nazi”, recibiría amenazas anónimas y llegaría a temer por la seguridad de su propia hija. El tiempo, la verdad histórica y los documentos, finalmente, limpiarían el nombre del abogado montevideano que ahora leía, por enésima vez, el edicto matrimonial que anunciaba el segundo casamiento de Josef Mengele.


Entre los millones de documentos encontrados por los Aliados al finalizar la Segunda Guerra Mundial, alguien, un día, en una minúscula oficina que había integrado el complejo sistema burocrático del Tercer Reich, entre escombros, muebles deshechos y baldosas desenterradas, halló una hoja membretada, fechada en agosto del año 1944 y firmada por un capitán de las SS, que decía: “El doctor Mengele tiene un carácter abierto, honrado y fuerte. Es absolutamente digno de confianza, directo y educado. Su aspecto no revela debilidades de carácter, inclinaciones ni adicciones. Su predisposición intelectual y física puede ser calificada de excelente. Durante su actividad en el Campo de Concentración de Auschwitz, ha aplicado sus conocimientos, práctica y teóricamente, en sus funciones como médico de campamento y en la lucha de graves epidemias. Ha cumplido todas las tareas que le fueron asignadas con circunspección, perseverancia y energía, para total satisfacción de sus superiores, y ha demostrado dominar cualquier situación. Más aún, como antropólogo ha utilizado su escaso tiempo disponible a fin de ampliar sus estudios y ha hecho una valiosa contribución al campo de la antropología, empleando el material científico a sus disposición”.
Entre las actividades “científicas” que el doctor Josef Mengele desarrolló durante los dieciocho meses que estuvo destinado como oficial médico en el Campo de Concentración de Auschwitz, se cuentan sus procesos de selección entre los prisioneros que arribaban al lugar, subdividiéndolos en dos filas (una destinada al trabajo y la pesquisa científica y la otra, a las cámaras de gas); su experimentación sobre niños gemelos (que iban desde la inyección de extrañas sustancias hasta la cercenación de miembros), la asistencia a diversos partos de prisioneras que acababan, indefectiblemente, con la muerte del bebé, de la madre o de ambos, en procura de lograr el secreto de los partos múltiples y que tenía, como etapas del trabajo, la extirpación de ovarios, la inseminación artificial o el embadurnamiento de los órganos genitales con peligrosos ungüentos; su persistencia en comprender la razón de los cuerpos maltrechos y jorobados, lo que lo llevó, en una oportunidad, a hacer asesinar a un padre y un hijo que tenían una malformación idéntica y, ante el apuro por acceder a los huesos de las víctimas, ordenar que hirvieran los cadáveres en agua para que la carne se desprendiera con mayor facilidad.
Ninguno de estos datos conocía el recepcionista del Hotel del Prado -un hermoso edificio colonial que parece mirar, con cierto desdén, hacia el centro de Nueva Helvecia desde la altura de una cuchilla-, mientras contemplaba a aquel hombre afable y algo canoso que llegó en compañía de una mujer y que escribió con parsimonia su nombre en el ancho libro de registros. Durante los ocho días que la pareja permaneció en la ciudad, el recepcionista lo vio entrar y salir con frecuencia, enarbolando siempre una sonrisa amable y repartiendo generosas propinas entre el personal que lo atendía. La mujer, en cambio, pálida y silenciosa, permaneció la mayor parte del tiempo en la habitación a donde se hacía subir un almuerzo liviano y una cena más frugal aún.
El recepcionista del Hotel del Prado ya era un viejo jubilado achacoso, con algunas escaras recorriéndole la espalda y que todas las tardes, sistemáticamente, se sentaba a contemplar a las palomas frente al Monumento de Los Fundadores en la plaza de Nueva Helvecia, cuando se enteró de que aquel alemán amable que había pernoctado unos pocos días en el hotel, treinta años atrás, era el temible ‘Ángel de la Muerte’ del Campo de Concentración de Auschwitz. Y entonces recordó, con esa precisión que la memoria le otorga a un evento dormido en el fondo del cerebro que, por un extraño mecanismo es evocado a la perfección con todos sus detalles, una charla que tuvo con el huésped al segundo o tercer día de su llegada al hotel.
Mengele bajó las escaleras con lentitud y, tras detenerse a encender un cigarrillo en el desierto vestíbulo, se apoyó en el mostrador de la recepción. Luego de observar fugazmente la disposición de las llaves en el tablero y un almanaque colgado en la pared, le preguntó al recepcionista si hacía mucho tiempo que vivía en la ciudad y cuando el otro le dijo que toda la vida, asintió con una sonrisa, aspiró una larga bocanada de humo y realizó otra pregunta. ¿Es verdad que en 1937, cuando esta ciudad cumplió setenta y cinco años, al inaugurarse el Monumento a los Fundadores de Colonia Suiza, alguien colocó en el basamento, debajo de la piedra, la tierra y la argamasa, una bandera del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán? El recepcionista, que había escuchado la historia muchas veces, sonrió algo turbado y dijo que aquello era posible pero que, en su opinión, no era probable. Muchas gracias, dijo entonces Mengele y, aplastando la colilla en el cenicero de bronce del mostrador, saludó con un ademán, cruzó el lobby y salió del hotel.




Cuando se enteró que el Ejército Rojo estaba entrando a Praga, Jose Marês cerró las tapas de todos los pianos de la sala, deslizó una cubierta sobre el clavicordio del siglo XVII y apagó las luces de la imponente araña de plata. A oscuras y aguantando el llanto, contempló el pasaje febril de los peatones por la calle Betémsklá; al rato, escuchó los primeros disparos y cómo saltaban las alarmas de los depósitos sobre el río Moldava.
Más de diez años después de aquella fatídica jornada y a miles de kilómetros del lugar, Marês recordaba el silencio de la sala llena de instrumentos musicales antes de la irrupción de los comunistas. Los bárbaros destrozaron todo, llenaron de barro la alfombra de sus abuelos y orinaron sobre las partituras y los bocetos de los antiguos compositores. En la huida, la última imagen que Marês registró de su tienda, fue la del fuego apoderándose de los cortinados y las altas puertas de caoba.
No pasaba un día sin que Jose Marês, excelso afinador de pianos y dueño de una de las tiendas de instrumentos musicales más prestigiosas de Praga, convertido ahora, por fuerza de la emigración y la pobreza, en el mayordomo de lujo de un respetado alemán en la ciudad uruguaya de Nueva Helvecia, no recordara la fatídica noche en que los bárbaros lo dejaron sin nada. El señor R., su patrón, conocía la historia de su caída en desgracia y de su huida de Checoslovaquia y era consciente de que aquel hombre que lo servía con pericia y dedicación, era infinitamente más culto que él. Lejos de convertir eso en una barrera, el señor R. incentivaba el intercambio con Marês, haciéndolo partícipe en las reuniones que protagonizaba con otros alemanes que lo visitaban en su vieja finca de piedra, a escasos metros del Hotel del Prado.
Aquella tarde, cuando Jose Marês depositó la bandeja con la delicada tetera y los pocillos sobre la mesa de piedra bajo el laurel, le llamaron la atención dos cosas: el pronunciado defecto dental que exhibía aquel caballero alemán de prolijo bigote entrecano cada vez que sonreía y la mirada perdida, desolada, de la hermosa mujer que lo acompañaba. Cada vez que el señor R. o el visitante deslizaban en la charla algún comentario gracioso, la mujer se les unía con una sonrisa deslavada, una mueca que en ningún momento pretendía pasar por un auténtico gesto. 
Jose Marês sirvió el te siguiendo el ritual que imponía la ocasión. El pálido sol de julio se filtraba por entre los gajos del laurel y aunque no hacía frío, la tarde comenzaba a ser atravesada por unas corrientes que anunciaban la helada de la medianoche. Ubicado a un metro escaso del señor R., siguiendo la conversación en silencio y con ocasionales miradas de circunstancia, Marês se enteró de que aquella pareja de alemanes se casaría a la mañana siguiente en el Juzgado de Nueva Helvecia, ubicado a pocas cuadras del lugar. La bondad del señor R. para con sus compatriotas, que Marês había observado en innumerables oportunidades durante los años que estaba a su servicio, volvió a evidenciarse esta vez. Le propuso a la pareja organizar una fiesta de boda en uno de sus edificios céntricos para la que invitarían a todos los residentes alemanes de la ciudad. Él correría con los gastos, desde luego. Además, quería invitarlos a pasar algunos días en una estancia de su propiedad. ¿Pensaban pasar la luna de miel en Alemania?, preguntó.
El rostro del caballero alemán de bigote entrecano se ensombreció de golpe. Marês observó cómo alzaba las cejas y entrecerraba los ojos en una mirada de fastidio por la que se colaba algo parecido al odio. El mayordomo era consciente de que a su patrón el gesto le había pasado inadvertido pero él, desde su posición privilegiada de mero testigo, lo había cazado al vuelo como una hoja desprendida del viejo laurel. La referencia a Alemania, sin embargo, provocó una reacción diferente en la pálida y silenciosa mujer. De pronto pareció despertar del letargo y se largó a hablar con el señor R. sobre la Gran Patria, sobre la Reconstrucción, sobre las vistas del río Saale en invierno, sobre el color de los tilos que crecían a lo largo del boulevard Unter den Linden.
A pesar de lo fluido del diálogo, de los sonoros asentimientos del señor R. y de la voz cantarina de la mujer, poco captó Jose Marês de la conversación. Su mirada no se apartaba del caballero alemán, al que la mención de un posible viaje a su país natal lo había vuelto sorpresivamente mudo. Así, vio como los ojos claros del hombre recorrían las inmediaciones de la finca, se posaban sobre los troncos de los viejos árboles plantados por los fundadores, se deslizaban sobre el pequeño retazo de cielo que la fronda descubría y volvían hacia la mesa de piedra sobre la que se enfriaba, irremediablemente, el exquisito te que el señor R. se hacía enviar desde Sri Lanka.
No tiene patria, pensó Jose Marês. Igual a cómo me ocurrió a mi, ha perdido el terruño y el suelo del pasado. Es un paria, un extranjero, una rémora enquistada en el devenir de las naciones y pese a sus aires de triunfo, a sus ropas impecables y su cuidado corte de cabello, es tan desclasado como yo.
El respetado afinador de pianos devenido mayordomo de lujo, aún pensaba en la pérdida de la patria cuando vio a la pareja despedirse del señor R. y cruzar, con paso lento, casi de ancianos, la calle que los llevaba hacia sus habitaciones en el Hotel del Prado.


El juez Pedro Izacelaya no vivió para conocer por la prensa y por la pluma de los historiadores, el entramado que sustentó aquella boda que él legitimizó, a última hora de la fría tarde del 25 de julio de 1958. En el devenir de aquella pequeña ciudad, saturada de suizos y de alemanes, la boda era un simple trámite más: la lectura del acta y la fórmula ante los contrayentes y los testigos, las firmas, las sonrisas, los apretones de mano.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el ‘Ángel de la Muerte’ de Auschwitz parecía haberse evaporado. Luego de permanecer cuatro años escondido en una finca familiar en los alrededores de Günzburg, el doctor Josef Mengele viajó hacia Génova con un pasaporte falso de la Cruz Roja italiana. El documento lo identificaba como Helmut Gregor, nacido al norte de Italia y de profesión mecánico. La foto del pasaporte no era de él sino de su hermano Alois, quien lo esperaba en su nuevo destino: Buenos Aires.
En los años que Josef Mengele vivió en la capital argentina, recuperado ya su verdadero nombre, el largo brazo de la industria familiar lo protegió. Su padre, Karl Mengele, dueño de una poderosa fábrica de maquinaria agrícola, dispuso que su hijo recibiera sistemáticamente importantes sumas de dinero que le permitieran vivir cómodamente en Buenos Aires. Fue el mismo pater familias, que visitó al hijo en su nueva ciudad en 1954, quien le recomendó que se casara con su cuñada Marta María Will, viuda reciente de Tadeus Mengele. La estrategia del viejo empresario era perfecta: casándose con su cuñada, Josef Mengele dispondría de un medio seguro por el que las ganancias de la empresa familiar podían llegarle, al tiempo que se evitaba la posibilidad de que Marta María Will se apoderara de la parte de la herencia que le correspondía por su primer esposo. Solo faltaba fijar un lugar para la boda. Se manejaron varios pueblos pequeños del gran Buenos Aires hasta que alguien recomendó la tranquila ciudad uruguaya de Nueva Helvecia, un enclave poblado de europeos donde la boda de una pareja alemana pasaría completamente desapercibida.
La actuaria Ilse Bernatsky y el oficial del Estado Civil Pedro Izacelaya, no encontraron ninguna anomalía en los documentos que presentó la pareja en la pequeña oficina judicial. Todo estaba en orden, debidamente sellado, firmado y triplicado. Sobre las cinco de la tarde del último día que pasarían en Nueva Helvecia, Josef Mengele y Marta María Will, secundados por los padrinos Juan Carlos Germán y Lydia Florio, y con la única compañía de aquel pequeño alemán apellidado Baumeister, escucharon la cansina lectura del documento: “En la ciudad de Nueva Helvecia y el día 25 de julio de 1958, a las diecisiete horas, ante mí, Pedro Izacelaya, oficial del Estado Civil de la 10ª Sección del departamento de Colonia, comparecen don José Mengele, de nacionalidad alemán, nacido el día 16 de marzo de 1911, en Günzburg (Alemania), de profesión comerciante, domiciliado en esta ciudad, hijo de don Karl Mengele, de nacionalidad alemán, de estado viudo, de profesión comerciante, domiciliado en Günzburg, y de doña Walburga Hupfauer, fallecida; y doña Marta María Will, de nacionalidad alemana, nacida el día 13 de abril de 1920 en Munich, de profesión labores, domiciliada en esta ciudad, hija de don Friedrich Will, de nacionalidad alemán, de estado civil casado, de profesión comerciante, domiciliado en Munich, y de doña Sabrina Bárbara Ferste, de nacionalidad alemana, de estado civil casada, de profesión labores, domiciliada en Munich. Los cuales declaran haber contraído matrimonio civil el día de hoy, 25 de julio de 1958, según consta en el expediente Nº 63 que tengo a la vista. Legitiman los testigos don Juan Carlos Germán, de nacionalidad oriental, de 24 años de edad, de estado casado, de profesión abogado, domiciliado en Montevideo, y doña Lydia Florio de Germán, de nacionalidad oriental, de 21 años, de estado casada, de profesión labores y domiciliada en Montevideo. Leída esta acta, la firman conmigo los contrayentes y testigos: José Mengele, Marta María Will, Juan C. Germán, Lydia Florio de Germán y Pedro Izacelaya”.


Desde la vacía rampa del puerto, Baumeister vio cómo el barco iniciaba la lenta secuencia de movimientos de partida: chirridos, ruido de agua y una ligera convulsión en la pesada estructura. Unas pequeñas gotas habían comenzado a caer mientras estacionaba el Ford Customline junto a la terminal de ómnibus, y cuando los tres apuraban el paso hacia el Control de Salidas, la lluvia se había desatado con fuerza, volviendo más oscura la negra noche coloniense.
Los apretones de mano fueron rápidos y húmedos. Marta María Will parecía ansiosa por embarcar; el doctor Mengele, sin embargo, lucía calmo, aburrido, de igual forma a cómo Baumeister lo había visto por la tarde, mientras aguardaba la llegada del oficial del Registro Civil. Al estrechar su mano, Baumeister comprendió que Nueva Helvecia había sido apenas un detalle, una anécdota, un ligero punto en el mapa para el derrotero vital de aquel hombre. Algún día, quizás, evocaría la calma de las bajas casas alineadas con la heráldica de los cantones suizos dibujada en sus fachadas o, en una rueda de amigos, después de varias copas, relataría las peripecias de la boda y la forma en que él solo, con sus encantos de hombre probo y de ley, no había despertado la menor sospecha en funcionarios, pueblerinos y compañeros circunstanciales.
Cuando el barco zarpó, finalmente, la lluvia que caía sobre Colonia formaba una sólida cortina gris que opacaba el blanco resplandor de los altos focos del muelle. Sin moverse del sitio, impertérrito como un soldado, Baumeister contempló por última vez al barco que se alejaba y creyó identificar, entre las hebras de agua y las penumbras propias del mar a aquella hora, a la figura del doctor Mengele observándolo desde la cubierta. Entonces, con una amplia sonrisa y temblando por algo parecido al orgullo, elevó el brazo derecho mientras golpeaba sus talones. Luego, con lentitud y sin volverse, caminó hacia la protección de los altos techos de la terminal.
Texto: Martín Bentancor
Ilustraciones: Sergio Langer
Publicado en Revista Lento N° 6 (setiembre, 2013)