Entre las grandes obras de Roberto Bolaño – Estrella Distante, Los detectives salvajes y, especialmente, 2666 – Monsieur Pain parece una obra menor y no sólo por su extensión. Esa cualidad engañosa del texto, abonada por factores como que en el prólogo el propio autor asegure que la escribió con el objetivo de ganar concursos literarios (a los que la presentó con diversos títulos) y la gestión de cierta crítica que, sin mayores razones, la relegó a un sitio secundario dentro del corpus del autor, no le ha permitido ocupar el sitio que en verdad merece.
Monsieur Pain es una novela que va creciendo o, mejor dicho, va mutando página tras página. El desconcierto inicial da paso a la tristeza, el asunto ligeramente policial de la trama central se difumina en la revelación epifánica. La novela, finalmente, termina siendo otra cosa y – oh, odioso lugar común – el autor que cierra el libro ya no es el mismo.
Como sea. Monsieur Pain intenta contar – porque en realidad la historia va por otro lado – la cura que el personaje del título debe practicar sobre el hipo que se ha apoderado del moribundo poeta peruano César Vallejo. Corre el año 1938 y Vallejo (pobre de fama y de fortuna) está muriéndose en una clínica parisina. Ese es el punto de partida. Y de final. Porque, en definitiva, el argumento deja de importar y Monsieur Pain – discípulo de Franz Anton Mesmer y próximo especialista en cartomancia, quiromancia, magia roja y otras disciplinas por lo menos dudosas – se come a la historia y la novela se convierte en el relato de sus fobias, sus virtudes (escasas) y sus fracasos.
La mejor escena del libro transcurre en el interior de un cine. Afuera llueve y adentro se proyecta una película llamada Actualidad. Monsieur Pain entra al cine siguiendo a un extraño personaje que puede ser un asesino o un farsante, o ambas cosas. Bolaño apela en esas páginas a un recurso muy trillado pero efectivo: narrar lo que ocurre en el interior del cine de forma paralela a lo que pasa en la pantalla:
(…) “Michel está repantigado en un sillón, en un ángulo poco iluminado del cuarto, sin hacer comentarios. Al cabo, se levanta y se dirige al ventanal. Sólo entonces comprendo que está solo en la biblioteca y que la ventana se abre sobre un acantilado. Es de noche y la cámara desciende desde el rostro preocupado de Michel, con morosidad, hasta sus zapatos. Con la punta de éstos golpetea el suelo y el único sonido que se oye entonces es el de las olas. La impaciencia nos va a matar a todos, pensé.
Seguido por un espectador titubeante, el acomodador volvió a aparecer. ‘Mi vida, mi carrera, mis propiedades están en sus manos.’ Es Michel quien confiesa lo anterior, de perfil, estudiando algo que no se ve en la pantalla. Al fondo, una mujer rubia lo mira fijamente. Al volver pasillo arriba el acomodador carraspeó al pasar junto a mí, como si pretendiera advertirme de algo fuera de lo normal. La mujer rubia se llevó las manos a la cabeza. No cabía imaginar ningún peligro, sin embargo me volví; el acomodador estaba detrás, semicubierto por las cortinas, lo que le confería aspecto de noble romano, fuera del tiempo, indiferente a los desasosiegos y seducciones de la pantalla. ‘Nos casaremos, por supuesto’, dice Michel con una sonrisa melancólica, ‘pero tendremos que aceptar las decisiones del destino.’ Miré hacia delante: sólo se veía, otra vez, la playa interminable debajo del cielo color de nieve, por donde se acercaban hacia los espectadores las dos figuras imprecisas. Me levanté. El acomodador había desaparecido y en el lugar antes ocupado por su sombra ahora sólo quedaba un débil temblor de cortinas…”
Ah, sí. Hay un momento en que la realidad atraviesa la propia pantalla y se apodera de la sala en penumbras, del apesadumbrado Monsieur Pain y de los lectores.
Monsieur Pain es una novela que va creciendo o, mejor dicho, va mutando página tras página. El desconcierto inicial da paso a la tristeza, el asunto ligeramente policial de la trama central se difumina en la revelación epifánica. La novela, finalmente, termina siendo otra cosa y – oh, odioso lugar común – el autor que cierra el libro ya no es el mismo.
Como sea. Monsieur Pain intenta contar – porque en realidad la historia va por otro lado – la cura que el personaje del título debe practicar sobre el hipo que se ha apoderado del moribundo poeta peruano César Vallejo. Corre el año 1938 y Vallejo (pobre de fama y de fortuna) está muriéndose en una clínica parisina. Ese es el punto de partida. Y de final. Porque, en definitiva, el argumento deja de importar y Monsieur Pain – discípulo de Franz Anton Mesmer y próximo especialista en cartomancia, quiromancia, magia roja y otras disciplinas por lo menos dudosas – se come a la historia y la novela se convierte en el relato de sus fobias, sus virtudes (escasas) y sus fracasos.
La mejor escena del libro transcurre en el interior de un cine. Afuera llueve y adentro se proyecta una película llamada Actualidad. Monsieur Pain entra al cine siguiendo a un extraño personaje que puede ser un asesino o un farsante, o ambas cosas. Bolaño apela en esas páginas a un recurso muy trillado pero efectivo: narrar lo que ocurre en el interior del cine de forma paralela a lo que pasa en la pantalla:
(…) “Michel está repantigado en un sillón, en un ángulo poco iluminado del cuarto, sin hacer comentarios. Al cabo, se levanta y se dirige al ventanal. Sólo entonces comprendo que está solo en la biblioteca y que la ventana se abre sobre un acantilado. Es de noche y la cámara desciende desde el rostro preocupado de Michel, con morosidad, hasta sus zapatos. Con la punta de éstos golpetea el suelo y el único sonido que se oye entonces es el de las olas. La impaciencia nos va a matar a todos, pensé.
Seguido por un espectador titubeante, el acomodador volvió a aparecer. ‘Mi vida, mi carrera, mis propiedades están en sus manos.’ Es Michel quien confiesa lo anterior, de perfil, estudiando algo que no se ve en la pantalla. Al fondo, una mujer rubia lo mira fijamente. Al volver pasillo arriba el acomodador carraspeó al pasar junto a mí, como si pretendiera advertirme de algo fuera de lo normal. La mujer rubia se llevó las manos a la cabeza. No cabía imaginar ningún peligro, sin embargo me volví; el acomodador estaba detrás, semicubierto por las cortinas, lo que le confería aspecto de noble romano, fuera del tiempo, indiferente a los desasosiegos y seducciones de la pantalla. ‘Nos casaremos, por supuesto’, dice Michel con una sonrisa melancólica, ‘pero tendremos que aceptar las decisiones del destino.’ Miré hacia delante: sólo se veía, otra vez, la playa interminable debajo del cielo color de nieve, por donde se acercaban hacia los espectadores las dos figuras imprecisas. Me levanté. El acomodador había desaparecido y en el lugar antes ocupado por su sombra ahora sólo quedaba un débil temblor de cortinas…”
Ah, sí. Hay un momento en que la realidad atraviesa la propia pantalla y se apodera de la sala en penumbras, del apesadumbrado Monsieur Pain y de los lectores.