martes, 24 de noviembre de 2009

Cine con Roberto Bolaño

Entre las grandes obras de Roberto Bolaño – Estrella Distante, Los detectives salvajes y, especialmente, 2666Monsieur Pain parece una obra menor y no sólo por su extensión. Esa cualidad engañosa del texto, abonada por factores como que en el prólogo el propio autor asegure que la escribió con el objetivo de ganar concursos literarios (a los que la presentó con diversos títulos) y la gestión de cierta crítica que, sin mayores razones, la relegó a un sitio secundario dentro del corpus del autor, no le ha permitido ocupar el sitio que en verdad merece.
Monsieur Pain es una novela que va creciendo o, mejor dicho, va mutando página tras página. El desconcierto inicial da paso a la tristeza, el asunto ligeramente policial de la trama central se difumina en la revelación epifánica. La novela, finalmente, termina siendo otra cosa y – oh, odioso lugar común – el autor que cierra el libro ya no es el mismo.
Como sea. Monsieur Pain intenta contar – porque en realidad la historia va por otro lado – la cura que el personaje del título debe practicar sobre el hipo que se ha apoderado del moribundo poeta peruano César Vallejo. Corre el año 1938 y Vallejo (pobre de fama y de fortuna) está muriéndose en una clínica parisina. Ese es el punto de partida. Y de final. Porque, en definitiva, el argumento deja de importar y Monsieur Pain – discípulo de Franz Anton Mesmer y próximo especialista en cartomancia, quiromancia, magia roja y otras disciplinas por lo menos dudosas – se come a la historia y la novela se convierte en el relato de sus fobias, sus virtudes (escasas) y sus fracasos.
La mejor escena del libro transcurre en el interior de un cine. Afuera llueve y adentro se proyecta una película llamada Actualidad. Monsieur Pain entra al cine siguiendo a un extraño personaje que puede ser un asesino o un farsante, o ambas cosas. Bolaño apela en esas páginas a un recurso muy trillado pero efectivo: narrar lo que ocurre en el interior del cine de forma paralela a lo que pasa en la pantalla:

(…) “Michel está repantigado en un sillón, en un ángulo poco iluminado del cuarto, sin hacer comentarios. Al cabo, se levanta y se dirige al ventanal. Sólo entonces comprendo que está solo en la biblioteca y que la ventana se abre sobre un acantilado. Es de noche y la cámara desciende desde el rostro preocupado de Michel, con morosidad, hasta sus zapatos. Con la punta de éstos golpetea el suelo y el único sonido que se oye entonces es el de las olas. La impaciencia nos va a matar a todos, pensé.
Seguido por un espectador titubeante, el acomodador volvió a aparecer. ‘Mi vida, mi carrera, mis propiedades están en sus manos.’ Es Michel quien confiesa lo anterior, de perfil, estudiando algo que no se ve en la pantalla. Al fondo, una mujer rubia lo mira fijamente. Al volver pasillo arriba el acomodador carraspeó al pasar junto a mí, como si pretendiera advertirme de algo fuera de lo normal. La mujer rubia se llevó las manos a la cabeza. No cabía imaginar ningún peligro, sin embargo me volví; el acomodador estaba detrás, semicubierto por las cortinas, lo que le confería aspecto de noble romano, fuera del tiempo, indiferente a los desasosiegos y seducciones de la pantalla. ‘Nos casaremos, por supuesto’, dice Michel con una sonrisa melancólica, ‘pero tendremos que aceptar las decisiones del destino.’ Miré hacia delante: sólo se veía, otra vez, la playa interminable debajo del cielo color de nieve, por donde se acercaban hacia los espectadores las dos figuras imprecisas. Me levanté. El acomodador había desaparecido y en el lugar antes ocupado por su sombra ahora sólo quedaba un débil temblor de cortinas
…”

Ah, sí. Hay un momento en que la realidad atraviesa la propia pantalla y se apodera de la sala en penumbras, del apesadumbrado Monsieur Pain y de los lectores.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Obituario: Héctor Umpiérrez (1915-2009)

Parado en la sobretarde espero caiga mi noche
que ha de ser cuando la prensa, en viejas letras de molde,
publique la fin la noticia, con mi foto y con mi nombre:
“Se fue un viejo payador para ese pago de donde
no se vuelve con la piedra que hacia el vacío se arroje”

Y empezarán mis recuerdos y mis versos como hojas
a rodar de pago en pago, donde tanto se me nombra.
Y no faltará el colega que repitiendo mis coplas
llevará el recuerdo mío rodando de doma en doma.
No me han de dejar morir los que repitan mis cosas

HÉCTOR UMPIÉRREZ

Era el payador más viejo de la vieja guardia de payadores uruguayos. Profundo admirador de la vida y la obra de Carlos Gardel, solía contar como, el mismo día que cumplió veinte años, caminando por una calle montevideana, las pocas radios que habían en el país transmitieron – como un coro – la notica del accidente en Medellín y pudo ver a un río de gente, llorando con sus pañuelos, pululando por las aceras como almas en pena. Admiraba, también, al gran payador canario Juan Pedro López, del que se decía su discípulo y que fue, en los hechos, quién lo introdujo en el arte payadoril y de quien heredó, como el más preciado tesoro, una de sus guitarras.
Con una prodigiosa memoria y una voz pausada que, ocasionalmente, prolongaba algunas vocales para darle un efecto más teatral a lo que estaba cantando o contando, Umpiérrez llegó a los noventa y cuatro años con una lucidez envidiable y un bagaje de recuerdos que ningún libro de memorias pudo atesorar y que está condenado a perderse como se pierden, indefectiblemente, páginas de la historia y la cultura de un país.
Absolutamente ninguno de los diarios de tirada nacional publicó “en letras de molde” la noticia de la muerte del nonagenario payador. Las páginas de espectáculos de los tabloides, más preocupadas por reseñar los recientes estrenos cinematográficos o la última riña de la vedette argentina de turno, guardaron un silencio cerrado sobre su deceso. No importaron sus decenas de años como relator oficial de jineteadas en la Rural del Prado, ni la gesta que emprendió en 1978, a caballo, recorriendo el mismo camino que llevó a Artigas a su exilio definitivo en Paraguay. No importó el hecho de que se tratara del último payador de la vieja guardia que expandió y profesionalizó el arte de la payada, quitándolo de cierto ghetto autoimpuesto para alcanzar una mayor difusión en los medios a la vez que un público más amplio.
Con Héctor Umpiérrez muere una parte importante de la historia más rica de la música popular uruguaya, en particular, y de la cultura nacional en su conjunto. Muchos no le perdonaron su fama internacional y, especialmente, ciertos episodios oscuros como cuando, durante un viaje a Chile en la década del setenta, cantó ante el dictador y genocida Augusto Pinochet. Supo protagonizar un tristemente célebre duelo con el payador Carlos Molina, duelo que se inició sobre el escenario y se continuó en una contienda a facón limpio. El episodio acabó con Umpiérrez al borde de la muerte.
Como delicado observador de las costumbres y el modo de vida campesino, Héctor Umpiérrez no limitó su creación al ámbito del canto repentista sino que forjó una importante obra escrita que se encargó de interpretar en los más variados escenarios. Muchos de sus textos alcanzaron mayor repercusión al incorporarse al repertorio de un sinfín de artistas uruguayos y argentinos. Su libro Vida y muerte de Yuyei y su tutor, exageradamente tildado por algunos como la “Biblia Gaucha” es una suerte de reescritura del mito de Martín Fierro y, si bien se encuentra lejos del alcance literario del texto de José Hernández, constituye una importante obra de reflexión sobre el mundo rural.
Coleccionista de guitarras y de aperos criollos, el lema que saludaba a todo viajero que llegaba a su casa era “La patria se hizo a caballo”. El animal, prolongación casi natural del gaucho desde su aparición en el desarrollo histórico del país, no sólo estuvo presente en la materia que conformaba a sus célebres relatos de jineteadas, sino que fue tema central de muchas de sus obras.
La muerte de Héctor Umpiérrez viene a cerrar un ciclo dentro del arte de la payada y la propia historia del Payador. Su figura de patriarca, que solía congregar a su alrededor a gran cantidad de cultores de la improvisación o simples degustadores de su arte, ha adquirido ahora un manto de leyenda. Como su querido Juan Pedro López, con el que debe haberse encontrado, sea donde sea el lugar hacia el que todos seremos transportados, Umpiérrez ha comenzado la última payada, la más extensa, la definitiva.

Fragmentos de Vida y muerte de Yuyei y su tutor de Héctor Umpiérrez

Dende que era muy pichón
Yuyei con el brasilero
se repartían los cueros
pa ´dormir en el galpón.
Cuantas noches, en el fogón
le dijo con voz sentida,
en esas noche perdidas.
estando solos los dos:
“Yo quiero que quede en vos
Lo que yo aprendí en la vida”.

Nunca vayas a sacar
las botas a un caballo muerto
Sin antes saber de cierto
de que murió pa´ cueriar,
Que es fácil de contagiar
el carbunclo, el grano malo.
primeramente oservalo:
mal de pajarilla o mancha
le deja la jeta ancha
y las patas como palo.

Si hay peligro microbiano
hasta después de la muerte
el chimango te lo alvierte
al dejarle el ojo sano.
En esos casos, hermano,
resulta muy conveniente
lo quemés urgentemente
no dejando ni el recuerdo;
si murió pa´l lao izquierdo
y la cabeza al naciente.