Treinta y ocho años de vida le alcanzaron a Thomas Wolfe para forjar una de las obras más importantes de la literatura estadounidense; una obra difícil y repetitiva, tormentosa y sublime, que antecede –aunque casi convive temporalmente- a las mejores creaciones de John Steinbeck y William Faulkner, por mencionar sólo a dos de los escritores marcados por su influjo y su concepción estilística de la novela. Al morir Wolfe, en 1938, Faulkner –que ya había publicado Mientras agonizo y Santuario- lo definió como el escritor más grande de su generación, apresurándose a señalar que él mismo era el segundo. Declaración sincera o baladronada aparte, el autor de El sonido y la furia no pudo escapar de la poderosa marca que Thomas Wolfe le propinó a la narrativa estadounidense, una marca tan fuerte que casi un siglo después, sigue viva, inalterable, ejerciendo su autoridad sobre nuevos escritores.
Del tiempo y el río, acaso su mejor novela, es un libro que fluye por cauces azarosos –en ocasiones nítidos y, por momentos, con la fetidez del agua estancada y barrosa- y que tiene en su propio desborde (más de 700 páginas de minúscula letra en la edición española y plagada de erratas de la editorial Montesinos) acaso su mayor virtud. El río que corre en la novela no es otro que el río Mississippi, esa herida fluvial que atraviesa la cara de Norteamérica como una cicatriz en perpetuo movimiento y que oficia de mudo testigo de los hechos más importantes en la vida de Eugene Gant, el protagonista. Gant es un muchacho pueblerino que quiere trascender la brutalidad de sus mayores y la mala fortuna de su entorno –un hermano subnormal, un padre que agoniza de cáncer, una sucesión de familiares entrometidos y molestos- para convertirse en un autor dramático de renombre. Wolfe conduce a Gant desde su Catawba natal hasta Nueva York y desde allí a Europa –Londres y Paris- para regresarlo, maduro y descreído, a su terruño. Los personajes aparecen y desaparecen de forma caprichosa; por momentos Wolfe le dedica capítulos enteros a uno de ellos para despacharlo sin más por el resto de la novela. Hay un tono arbitrario en la narración que cuestiona el modelo tradicional: de a ratos, el propio Eugene Gant parece olvidado por el autor. Sin embargo, el río Mississippi es una figura omnipresente a lo largo de todo el libro y cuando el protagonista deja Norteamérica para establecerse en Europa, será el Sena el que asuma el rol de líquido observador de los hechos de los hombres.
El desborde de Del tiempo y el río no es únicamente argumental; la prosa de Wolfe está cargada de adjetivos, de larguísimas descripciones que, cuando tienden a caer en la mera repetición rumbo al hartazgo, son rescatadas por figuras certeras que revelan al gran estilista que fue su autor. El patetismo de los personajes hunde sus raíces en la vida misma, de forma tal que el libro no cuenta grandes acciones sino el encadenamiento de hechos, más o menos azarosos, que le toca vivir a Eugene Gant en unos cuantos años. Profundamente realista en su reproducción del mundo de los hombres y los objetos, Del tiempo… se vuelve poética en los pasajes oníricos de Gant o en sus eternas reflexiones sobre su papel en el mundo. El viaje por el río de la novela es, también, un viaje hacia la complejidad del mundo; los naturalistas capítulos iniciales (Eugene Gant dejando su pueblo) se tornan sórdidos (la llegada de Gant a Nueva York), recaen en la epifanía y el tono cuasi religioso (Gant ante la agonía de su padre), adoptan un mesurado tono de ensayo (Gant como docente universitario) y se recubren de un aire existencialista (Gant en Europa).
“Mientras miraba a sus alumnos le acudió a la mente el recuerdo horrible de un gran pez que había pescado en alta mar, no lejos del puerto de Boston. Nuevamente podía sentir el pesado tirón, la vitalidad ondulante curvando la caña, y luego el aparejo húmedo resbalando ásperamente entre sus dedos, mientras jubilosamente sacaba el pez a la superficie. Luego recordaba la sensación de pérdida, disgusto y horror cuando lo vio: se retorcía con dificultad en sacudidas de protesta moribunda, en una lobreguez de agua verdosa; la cabeza llevaba adherida una horrorosa forma marina de unos treinta centímetros de largo, una serpiente repugnante, una pura boca desprovista de cabeza y cerebro, que succionaba ciega, intensamente, pegada de manera implacable, entre una espuma sanguinolenta, la cabeza del enorme pez moribundo. En sus tentativas de liberación, el pez se había herido, no supo cómo, hasta sangrar, golpeándose contra algún borde afilado, o contra los corales del mar bullente. Aquel recuerdo lo había acosado miles de veces en abominables visiones nocturnas, para perseguirlo con su horror mudo y ciego; ahora volvía a perseguirlo como un oscuro deseo insaciable.”
“Sin embargo, hasta en su muerte, las manos de su padre daban la impresión de que seguirían viviendo, de que no morirían. Y el recuerdo de aquellas manos lo impresionó entonces, y lo perseguiría siempre. Por eso, cuando trataba de rememorar a su padre muerto, en el ataúd, sólo recordaba con precisión las líneas esculturalmente poderosas y la simetría de sus enormes manos cruzadas sobre el pecho. Las grandes manos que habían tenido una pétrea, escultural, y todavía fuerte vitalidad, como si Miguel Ángel las hubiera esculpido. Parecían descansar allí, sobre el aseado, desconsolado y vacío horror del cadáver, con una especie de terrible realidad, como si hubiera en la muerte alguna energía vital que no muere, algún elemento de la vida del hombre que debe persistir y que resume en un rasgo único de su vida el fondo y la esencia de su personalidad.”
“Para la gente de la oficina, el anciano era siempre un enigma; al principio habían observado sus peculiaridades de lenguaje e indumentaria, la excentricidad de su conducta y las variaciones repentinas, violentas y complicadas de su temperamento, con sorpresa y extrañeza; luego, con risa y burla; y ahora con aceptación pasiva y llena de incomprensión. Ya no les sorprendía nada de lo que decía o hacía; no entendían, pero tampoco tenían curiosidad por entender; lo aceptaban ya como un hecho consumado en el curso anodino de sus vidas. Su reacción para con él estaba siempre matizada por una especie de burla protectora, expresada en el intercambio de guiñadas de superioridad y en confabulaciones para gastarle pequeñas bromas. En todo esto había algo de bajo e innoble, porque el anciano era mucho mejor que cualquiera de ellos.”
-De Del tiempo y el río (Of Time and The River, 1935), en traducción de Maruja Gómez Segalés para Editorial Montesinos, España, 1971.