Al atravesar el patio
que lo lleva desde la casa al galpón, siente el crudo viento de invierno que viene
desde el suroeste. Llega desde las hondonadas de Las Brujas, desde la arenosa
costa del Río Santa Lucía, más allá de los campos dormidos en la oscuridad de
la noche, dejando atrás a un cielo sin estrellas y al ganado inquieto en los
potreros.
El hombre atraviesa
el portón guiándose por la débil llama del farol, de continuo atacada por los
golpes de viento que se filtran entre las chapas. Allá, en el fondo, su padre
ordeña la última vaca. La posición del cuerpo sobre el banco de madera y el
movimiento de las manos alrededor del balde revelan el dominio absoluto de la
labor. El hombre avanza hacia su padre y lo ayuda con el tarro de leche.
¿Cómo está?, pregunta
el más viejo.
Ahora se durmió.
Parece que está más tranquila, responde.
Mejor así.
Entre los dos llevan
el tarro hacia la salida del galpón. Al cobijo de una vieja pared de bloques
está el caballo con el carro prendido y con otro tarro de leche encima. El más
joven sube al carro, acomoda y ata la carga en un único movimiento. Luego, toma
las riendas y se sienta sobre los mismos tarros antes de hacer avanzar al
caballo.
Andá despacio, le dice
su padre, mirá que se larga a llover en cualquier momento.
El hombre sobre el
carro asiente, contempla por unos segundos el manto de nubes que avanza desde
la costa y apura al caballo. Atraviesa el patio, pasa junto a la casa y sale al
camino.
Está abriendo la
portera cuando caen las primeras gotas. Pausadas, con desgano al principio,
pronto se convierten en un chaparrón cerrado que hiende el aire por sobre el
ruido del viento. El hombre golpea con las riendas el lomo del caballo y
emprende el viaje carretera arriba. La lluvia, al darle de costado en el
rostro, lo hace volverse hacia la izquierda. Como todas las noches, ve la luz
de un candil en el rancho de Santos Pontón.
El caballo ahoga un
bufido cuando atraviesa el puente sobre el arroyo. Las pesadas gotas del
chaparrón provocan un ruido seco, cortante, al dar de lleno sobre el agua
estancada. Sobre el carro, el hombre se acomoda encima de los tarros y, sin
soltar las riendas, se arregla el abrigo. La lluvia inicial le ha dado paso a
un aguacero persistente que el viento de la costa barre con fuerza. Allá
adelante, en la curva del camino, el faro de una moto comienza a agrandarse
hasta que máquina y conductor son visibles entre la cortina de lluvia. El de la
moto saluda con la mano al pasar junto al carro y el hombre devuelve el gesto alzando
las riendas por encima de la cabeza.
Como todas las
noches, los perros de Baccino le ladran al paso del carro. El viento y la
lluvia no los doblega y sus ladridos, que bajo el ruido del agua parecen querer
ahogarse, sobresalen por momentos hasta que de golpe se apagan.
El hombre sobre el
carro siente cómo el agua moja el frente del pantalón y se desliza por las
piernas hasta detenerse en las ligazones que le provocan las botas. Es tanto lo
que se ha mojado en sus treinta y dos años –tropeando ganado, rejuntando a las
vacas para ordeñarlas, realizando este mismo viaje nocturno en el carro tirado
por el caballo– que ya no lo sorprende esta dura lluvia que cae. Lo inquieta,
sí, lo que pasará en los días próximos, mañana o esta misma noche. Al tomar la
primera curva de la carretera piensa en ella y al imaginarse al que está por
venir, sonríe.
Ahora la lluvia le da
en la espalda y se desliza por el rotoso pilot
que parece una capa. Las gotas producen pequeños estampidos sobre los tarros de
leche. El hombre cede un poco la presión de las riendas y el caballo afloja
apenas la marcha, levantando la cabeza. Algunos días atrás ha descubierto a la
yegua tostada que recorre con andar lento el potrero de Aníbal Cernada. El
hombre vuelve a sonreír. Al tomar la segunda curva, se aclara la voz y canta.
Es
de noche, pasa
rezongando
el viento
que
duebla los sauces
cuasi
contra el suelo.
Y
en el fondo oscuro
de
mi rancho viejo
tirao
sobre el catre
de
lecho de tientos
aguanto
las horas
que
han de tráirme el sueño.
Y
las horas pasan,
y
yo no me duermo,
ni
duerme en la costa
del
bañao el tero,
que
ocasiones grita
no
sé qué lamento
que
el chajá repite
dende
allá muy lejos…
¡Pucha
que son largas
las
noches de invierno!
Deja de cantar cuando
los perros de doña Ana, en un desparejo coro emanado de la lluvia y de las
sombras, elevan hacia el aire sus ladridos, mezcla de recelo y tristeza. El
hombre les gritaría un “fuira”, como hizo las primeras veces, pero siente que sería
un acto sin sentido. Los perros parecen entender su pensamiento porque se
callan de golpe. Pese a la lluvia que cae de frente, el hombre atisba hacia la
silueta ominosa que conforman la casa y los árboles que la rodean. Que triste es
una casa sin gurises, piensa, y vuelve a sonreír al imaginarse al que está por
llegar.
Está enderezando el
caballo sobre el terraplén al final de la carretera, cuando el camión lechero
toma la curva de lo Peissino. El chofer baja las luces que, atravesando la
lluvia que cae de frente, alumbran al caballo detenido en su sitio como una
estatua y al hombre parado junto a los dos tarros.
Se largó con todo, saluda
el camionero mientras trepa por la baranda con una agilidad aprendida a fuerza
de costumbre. Cuando el del camión le alcanza los dos vacíos, el hombre bajo la
lluvia eleva el primer tarro lleno. El camionero lo acomoda con los demás y se
vuelve para recibir el otro.
Vaya nomás, hombre. Me
parece que va a estar así todo el día, dice.
El hombre sobre el
carro y bajo la lluvia sonríe. El camionero salta y avanza hacia la cabina.
Antes de subir, pregunta:
¿Novedades?
Capaz que viene hoy.
Pero no pasa de esta noche, me parece.
¿Nervioso?
¿Qué te parece?
El camionero levanta
la mano derecha a modo de despedida, abre la puerta y se cuela en la cabina.
El hombre bajo la
lluvia hace girar al caballo y emprende el camino de regreso. Una luz
blanquecina, como de leche aguada, comienza a extenderse por detrás de los
durazneros y los montes de eucaliptos; una luz pálida que se filtra entre las
nubes como pidiendo permiso; una luz de junio invernal y fría como son todas
las luces a esta altura del año, es lo que ve el hombre bajo la lluvia cuando
regresa en el carro hacia la casa.
Cuando llega ve cómo
las vacas que su padre ha soltado tras el ordeñe se refugian de la lluvia en el
monte de talas junto al arroyo. Desprende el carro, suelta al caballo junto al
ombú y camina hacia la casa.
Se detiene bajo el
porche para quitarse las botas y la ropa mojada. Entra. El dormitorio permanece
silencioso. La respiración pausada de su esposa le indica que todo está bien.
Avanza en puntas de pie, levanta las frazadas y se acuesta. Antes de dormirse,
deja que sus manos acaricien la piel que oculta a la criatura que está por
venir. Allí dentro, adormecido por la profundidad y el misterio de la vida y
sintiendo el calor de las manos de mi padre, yo me aprontaba para salir al
mundo.
Martín
Bentancor
NOTA 1: Las estrofas
que aparecen en el texto pertenecen al poema ‘Insomnio’, de José Alonso y
Trelles, El Viejo Pancho.
NOTA 2: Vaya este
texto como homenaje a Lauro Bentancor (1947-2009), quien supo ser tambero,
alambrador, tractorista, chacarero y una variedad de oficios, y de quien se cumplen hoy siete años de su fallecimiento.