DIA DE LA INDEPENDENCIA 4 de julio de 2008. El viejo que camina con la bolsa de supermercado por la acera desolada, en realidad, no es tan viejo. Su vejez se ha acelerado notoriamente y sus sesenta y ocho años se han vuelto más de ochenta. Una serie de calamidades han encorvado su cuerpo - una masa gigantesca que supera con creces los cien kilos - y lo han vuelto mucho más serio y más callado. La muerte del hombre con quien vivió varias décadas, el incendio de su apartamento y la pérdida total de su frondosa biblioteca son los responsables de su acelerada vejez. Cada día, deja su pieza y camina por las calles cercanas con desazón, pateando algún residuo y contemplando las complejas formas de las nubes que atraviesan el cielo de Nueva York, una ciudad fragmentada que algún día imaginó y en la que colocó a algunos de sus personajes. Cada día, camina hacia el mercadillo de los japoneses dos cuadras más abajo, compra el diario frente a la estación del subte y, generalmente, cruza hacia la casa de videojuegos en mitad de la manzana, se sienta frente a una computadora y actualiza su blog. En la última entrada - escrita del 2 de julio - se lee: "
Estoy asombrado por cómo ha subido el precio de un almuerzo económico. La televisión ofrece una porción de pizza a cinco dólares como algo natural. No veo cómo un adolescente puede alimentarse con esos precios, salvo que venda droga". Luego de escribir su último texto - que parecía adelantar la crisis económica que unos meses después se cebaría con el país y con el mundo entero - volvió a su apartamento. Al abrir, encontró debajo de la puerta una nueva nota del casero amenazándolo con desahuciarlo.
El último día de la independecia de Estados Unidos, el avejentado hombre gordo no salió del apartamento. Escuchó los ecos de una banda militar en una plaza cercana, escuchó a la gente pasando por la calle, escuchó algún grito, sirenas y unos disparos que terminó identificando como fuegos artificiales. Después, buscó el pequeño revolver que guardaba en un cajón de su escritorio y se disparó un tiro en la cabeza.
El suicida se llamaba Thomas Michael Disch y es uno de los escritores más importantes de la narrativa norteamericana, sitial al que accedió con una obra densa, de no fácil aceso pero iluminadora en más de un sentido. Si bien muchos reseñistas lo han relegado a un rincón de la ciencia ficción - la CF blanda o la "new age" - Disch fue mucho más que un autor de libros del género; pateó el tablero del rubro de las invasiones extraterrestres con
Los genocidas, donde una gigantescas plantas cosechadas por habitantes de otro planeta dominan la tierra; escribió sobre los experimentos alucinógenos en el seno de una tecnocracia militar en
Campo de concentración y reelaboró el trillado tema de los viajes espaciales con
Eco alrededor de sus huesos. A años luz de Heinlen y de Asimov, más cercano al primer J.G. Ballard y al último Phillip K. Dick, Thomas M. Disch no es un autor demasiado leído e incluso, dentro de la propia ciencia ficción, suele ser bastante ninguneado. Situación que debía importarle bien poco y que, en
Campo de concentración, resumió: "
Todos están patéticamente enterados de lo corto que es su tiempo. Todos pueden ver la flecha del Tiempo vibrando en su blanco".
EL EDIFICIO 334 es la obra cumbre de Thomas M. Disch; el libro con el que se distancia de cualquier corriente dentro de la ciencia ficción y con el que funda su propio país dentro del género. Escrita en 1972,
334 es la historia de un puñado de personajes que habitan el edificio del título en la Nueva York del año 2021. No hay viajes espaciales allí, ni complejos sistemas virtuales y hasta los propios adelantos tecnológicos no parecen ser nada del otro mundo. Disch cuenta el día a día de esas personas, analiza sus pequeños conflictos cotidianos, sus miserias y sus virtudes. Los ecos de un estado policíaco se pueden atisbar en el ambiente; la descendencia está controlada por un test al que deben someterse todas las personas interesadas en tener hijos y la televisión que ven los personajes es el perfeccionamiento de la actual basura que prolifera en la pantalla chica. Para superar sus problemas, la gente recurre al psicoanálisis o al consumo de un arsenal de drogas, particularmente la morbihanina, un potente regulador de los sueños que permite acceder a un universo controlado por las propias reglas del que lo imagina, determinando así el control del libre albedrío. En el relato
La vida cotidiana en los últimos tiempos del Imperio Romano, un ama de casa vive dos existencias: como anodina empleada en una oficina estatal y como hija de un patricio romano en los años previos a la caída de la ciudad. "
Quien toma Morbihanina descubre que una vez transcurrido el período inicial de 'ajuste' el paisaje en el que habita no resulta mucho más maleable que el del mundo cotidiano, pero es consciente de que incluso el acto más insignificante que lleve a cabo dentro de ese paisaje es una elección libre y espontánea determinada por su libertad. La Morbihanina hizo posible soñar de una forma responsable". Thomas M. Disch no vivió para contemplar su Nueva York imaginada en la tercera década del presente siglo pero se valió de un sucedáneo de la Morbihanina para regular su destino y escribir su propio y radical final.