jueves, 29 de mayo de 2008

Esperanza López Mateos

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De todos los misterios que rodean a la Literatura, un capítulo especial (por su complejidad y su riqueza) merece la Literatura Mexicana. Y especialmente, la que conforman aquellos autores extranjeros que escribieron sobre México, que adoptaron su suelo y sus misterios como propios o que se mimetizaron de tal forma con su pasado y sus costumbres que leerlos no provoca el temor al cliché o el lugar común; escritores extranjeros que escribieron sobre México con respeto y conocimiento, no con la mirada puesta en la guía Michelin o las bondades del paquete turístico. Graham Greene, D. H. Lawrence y Malcom Lowry son tres ejemplos reconocidos por el alcance de su obra y los sitiales (opuestos sin enfrentarse) que ocupan dentro de la Literatura.
Con “El Poder y la Gloria”, Graham Greene construye un personaje tan poderoso que amenaza con tragarse la propia trama del libro; su sacerdote perseguido en el infierno de las selvas mexicanas es un bosquejo ante ese magnífico estudio político, cultural y demográfico llamado “Caminos sin ley”. En ese libro fundamental, a medio camino entre el diario de viaje y la crónica periodística, Greene observa a México y termina constatando una imponente realidad: la imposibilidad de entenderlo.
En “La serpiente emplumada”, D. H. Lawrence dispone de todos los elementos para convertir su libro en una aberración pseudofolklórica: las amplias haciendas, los toros, el machote mexicano, los sombreros charros, etc. Pero es la potencia de la pluma de Lawrence lo que evita hundir a sus personajes en el color local y el pintoresquismo para ofrecer un México salvaje, un resabio anterior a la llegada de Hernán Cortés que se palpita a lo largo de todo el libro. La historia, claro está, transcurre en el siglo XX.
En “Bajo el volcán”, Malcom Lowry escribe la novela sobre el infierno mexicano y da un paso más en la senda de los textos de Graham Greene. En su libro, Lowry ve a México a partir del Día de los Muertos; un viaje al corazón de los temores religiosos y a los demonios del alcohol a través de uno de los personajes más contundentes de la novelística del pasado siglo: el Cónsul Geoffrey Firmin.
En definitiva, grandes escritores escribiendo bajo el influjo de un país misterioso, tan ecléctico política, social y culturalmente como, seguramente, son todos los países del mundo. Pero a la hora de leer a México desde los ojos de un foráneo, ninguna pluma iguala a la de Bruno Traven.

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Bruno Traven, alias Hermann Albert Otto Max Feige, alias Traven Torsvan, alias Ret Marut , alias Hal Croves. Alias the man who wasn't there. Un misterio blindado en el corazón del suelo mexicano, un secreto tan bien guardado que cientos de investigadores golpean sus cabezas contra las paredes de sus estudios sin poder apresarlo, sin poder sujetar sus datos biográficos con la equivalente existencia de un ser de carne y hueso. Exceptuando su primera novela – “El barco de la muerte” – todas las obras de Traven se desarrollan en México. Sus protagonistas pueden ser codiciosos buscadores de oro atravesando la selva a lomo de mula (“El Tesoro de la Sierra Madre”), viejos indios en conflicto con magnates petroleros (“La Rosa Blanca”) o gringos que viven entre indios mexicanos como antropólogos que olvidaron su cometido (“Puente en la selva”). Todas las biografías que lo refieren hablan de un sujeto nacido en Alemania en 1882 y muerto en México en 1969. Desde las reseñas que circulan por Internet hasta el libro que le dedicó Gerd Heideman (quien ocupó parte de su vida en estudiar a Traven), el autor enamorado de México se diluye en una maraña de imprecisiones, ausencia de datos o, al revés, superabundancia de los mismos que, en muchos casos, confunden fechas, lugares y datos históricos volviendo al propio biografiado en un ente mucho más fantasmal. (Heideman supuestamente lo entrevistó, entró a su casa y lo grabó durante horas pero su testimonio tiende a volverse dudoso cuando uno se entera que, muchos años después, el mismo Heideman le vendió a la importante revista alemana Stern, unos diarios de Hitler que resultaron ser falsos)
La única forma de leer a Traven en español es a través de la vieja Compañía General de Ediciones S. A., concretamente, dentro de su colección ‘Ideas, Letras y Vida’. Esa magnífica colección de libros con soberbias tapas de color marrón y texto negro, supo publicar (a principios de la década del cincuenta) la casi totalidad de la obra novelística de Traven. Obviamente, la forma de localizar éstos ejemplares es a través de un trabajo arqueológico en librerías de viejo y con el añadido de una serie de factores: la ignorancia del librero, la piedad del polvo y la humedad, la paciencia del comprador para, posteriormente, entregarse a un trabajo de rearmado del ejemplar que incluya el uso de plumero, pegamento y una cubierta de nylon (esta última se puede comprar o improvisar de forma casera). Una vez cumplida esa parte del proceso, el lector está en condiciones de abrir el tomo y cautivarse con la contundencia de un párrafo como éste:

“Los harapos eran regalados a quienes los mendigaban. En este mundo no hay pantalón, camisa o par de zapatos lo bastante viejos para que no exista algún ser humano que al verlos exclame: “Démelos; mire usted como ando. ¡Muchas gracias, señor!” La existencia de un hombre pobre va acompañada siempre de la de uno más pobre aún.”

La posibilidad de leer a Traven en español (el escritor utilizó su lengua materna, el alemán, para desarrollar toda su obra) se le debe a la gestión y dedicación de una única persona. Una mujer. Esperanza López Mateos.

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Esperanza López Mateos fue hermana del presidente mexicano Adolfo López Mateos y prima del director cinematográfico Gabriel Figueroa. Mujer de increíble cultura, Esperanza López Mateos fue una de las primeras personas en interesarse en la obra de Traven. Algunas crónicas sitúan su primer encuentro en 1941, en un pueblo de Michoacán. Esperanza López Mateos tradujo, por su cuenta y sin conocimiento de Traven, su novela “Puente en la selva”. Aparentemente, el escritor se maravilló con su trabajo y, desde ese momento, Esperanza López Mateos se convirtió en una suerte de secretaria a distancia, traductora oficial de toda su obra y su representante (la cara visible de Traven para negociar sus regalías, atender a los periodistas y defender sus derechos de autor en las peligrosas junglas del mundo editorial). También habría sido ella la responsable de presentarle a John Huston (quien se encontraba en México rodando su adaptación de la novela de Traven “El tesoro de la Sierra Madre”) a un tal Hal Corves, una especie de asesor en asuntos mexicanos. El enigmático Corves habría acompañado a Huston y su equipo durante todo el rodaje no siendo otro que el mismísimo Traven. Como sea, fue gracias a Esperanza López Mateos que Bruno Traven fue volcado al español donde cosechó a su mayor franja de adeptos; lectores tan dispares como responsables de publicaciones de alta cultura hasta indios semianalfabetos de Centroamérica. Ahora bien, en octubre de 1951 Esperanza López Mateos se suicidó. Su muerte fue llorada y su nombre homenajeado por toda la nación mexicana y el propio Traven se volvió más ilocalizable al desaparecer de la tierra la persona que oficiaba como nexo con su público. La teoría más disparatada - aunque tratándose de Traven y su casi fantasmagórica biografía, se constituye en una de las lecturas más evidentes – es la que sostiene que nunca existió un escritor alemán que, un buen día, decidió emigrar a México y adoptar al país como su patria definitiva. No hubo viaje en barco, ni pasaporte, ni casa construida entre las sierras, ni obra escrita en alemán para luego ser traducida al español. Según ésta teoría, Bruno Traven no sería otro que Esperanza López Mateos, la eficaz y erudita traductora a quien se le debe, entre otras cosas, esas bonitas ediciones de la Compañía General de Ediciones S. A que, al levantarlas del estante, parecen querer desintegrarse entre los dedos como los filamentos en el ala de una mariposa.
Ahora que todos los protagonistas de esta historia están muertos y enterrados entre toneladas de papel impreso, fragmentos de recuerdos traicioneros y el impasible y triunfante paso de los años, sólo le queda a la Literatura develar éstos misterios. O enterrarlos como esos tesoros – o fantasmas de tesoros – escondidos en las entrañas del dormido monstruo del Tiempo.

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Primer fotografía: Esperanza López Mateos.
Segunda fotografía: Tim Holt, Humprey Bogart y Walter Huston en un fotograma de "The tresaure of Sierra Madre" (John Huston, 1948)

domingo, 18 de mayo de 2008

El amor según Constance Chatterley



A David Herbert Lawrence (1885-1930), la sociedad de su tiempo no le perdonó un montón de cosas. No le perdonó que escribiera sobre un tema tan espinoso como el adulterio o que describiera en sus libros una visión del sexo que acercaba el acto a la vida cotidiana, despojándolo de todo pudor y puritanismo. Esa sociedad pacata y reprimida, tan atenta a encontrar el desliz en la pluma de un artista, fue la misma que pretendió cubrir a la obra de Lawrence con un manto de indiferencia y silencio, ignorando que el poder de sus libros podía superar cualquier escollo interpuesto por los defensores de las buenas costumbres.
Hoy en día, D.H. Lawrence no es un autor que se lea con intensidad; sus obras no son reeditadas ni vueltas a reseñar y es difícil encontrar en librerías algunos de sus textos capitales. En una sociedad tan mediatizada y voyeurística, donde el sexo es una mercancía que se ofrece con la prontitud de un delivery de pizza, las páginas de Lawrence pueden sonar obsoletas, hasta ridículas en sus pretensiones. Sumarse a esa corriente, sería desconocer el inmenso poder de su escritura. Resumir su obra a una única novela – El amante de Lady Chatterley, escrita en 1928 – es otro frecuente error de enciclopedistas y reseñistas que, acotados por el espacio, despachan una carrera literaria extensa a un único título. Novelas como La serpiente emplumada o Canguro son, sin duda, narrativamente más poderosas que Chatterley y han sobrevivido con mayor fuerza el paso de los años. Sin embargo, el gran mérito de la última novela escrita por D.H. Lawrence es el de la creación del personaje del título: Constance Chatterley. Casada con un millonario paralítico y viviendo en una zona minera en la que no encuentra diversión ni mayores encantos, Constance sueña con dejar atrás ese universo rudimentario para sentirse completamente realizada. El medio más cercano, y al mismo tiempo más peligroso, es el de un amante. Sólo un amante puede mostrarle a Constance, por intermedio del sexo, el vasto mundo sensorial del que se siente, irremediablemente, apartada. En una de las páginas más poderosas del libro, Constance (su espíritu o cuerpo astral) se aleja del coito que está practicando y, a la forma de una cámara cinematográfica realizando una crane shot o toma de grúa, se contempla a sí misma ente los brazos y las piernas de su amante. Y lo que ve, para su desazón, no es otra cosa que el Amor; esa cosa abstracta referida por los poetas, cantada por los juglares, idealizada por los pintores.
Cita del texto:

“Permanecía allí, las manos inertes posadas sobre el cuerpo del hombre en movimiento; y, por más que hizo, no pudo impedir que su espíritu contemplara fríamente, desde lo alto, lo que ocurría; y el movimiento pujante de sus caderas le parecía ridículo, y risible esa especie de frenesí del pene encarnizado en obtener su pequeña crisis de evacuación. Sí: ese era entonces el amor, ese ridículo salto de las nalgas y ese desfallecimiento del pene, insignificante y húmedo. ¡Ese era el divino amor! Después de todo, los modernos tienen razón para despreciar esa comedia; porque no era más que una comedia. ¡Que gran verdad era la dicha por los poetas! El Dios que creó al hombre debió de tener un humor siniestro al hacer una criatura razonable y obligarla al mismo tiempo a esa postura ridícula y empujarla ciegamente a ejecutar esa estúpida comedia. Hasta un Maupassant juzgaba el amor como una caída humillante.”

miércoles, 7 de mayo de 2008

¿Quién lee a Juan Torora?



Juan Gualberto Escayola Méndez no integra el canon de la literatura uruguaya ni, mucho menos, es citado por otros autores, referenciado por estudiosos de la literatura o por lectores pasionales que se acercan a los libros con la mezcla exacta de pasión y voracidad. Juan Escayola escribió algunos textos con el seudónimo de 'El Caballero de la Noche' pero el nombre con el que dio a conocer la mayor parte de su obra fue con el de Juan Torora. Dentro de la poesía gauchesca (corriente tan variada y, por eso mismo, generalmente relegada), el nombre de Juan Torora es una nota al pie de otras entradas más ilustes como Carlos Roxlo, Yamandú Rodríguez o Fernán Silva Valdés. Algunos olvidados historiadores se valieron de su apellido original para rastrear una posible relación con Carlos Gardel. Luis Alberto Martínez lo menciona al pasar en su "Cardos sonoros", un hermoso poema que oficia como índice temático de la poesía gauchesca rioplatense (Mayuri, Damián, Nestor Feria, Serafín J. García, etc.). Como sea, no es Juan Torora un nombre de la Academia, la referencia bibliográfica o la Wikipedia. ¿Quién lee a Juan Torora? La respuesta es única: nadie.
En su obra "Volcao", Juan Torora se vale de cuarenta versos (repartidos en cuatro estrofas de diez lineas o formato décima) para realizar un pormenorizado análisis de la condición humana. Los giros deformadores del habla del gaucho no alcanzan a ocultar la potencia de una visión sobre el hombre que estremece por su cercanía. Leyendo "Volcao", subyace una visión pesimista sobre el hombre frente a su propia existencia, un giro nietzscheano ante esa sucesión de momentos que constituyen una vida.
A continuación, Juan Torora:

"VOLCAO"

Yo vide un bagual juyendo
puert´ajuera de un corral,
y a un gaucho taura, de un pial,
dejarlo como durmiendo.
Y vide al hombre corriendo
al impulso del tirón,
dírsele de sopetón
al bruto, con tal presteza,
que le apretó la cabeza
sobre´l mesmo revolcón.

Y pensé yo: "Si a la yegua
de la suerte la topara,
cuando por mi lao cruzara
en una juida sin tregua;
si al colegirle, a la legua,
su malévola intención,
en un diestro revolcón
sujetarla yo pudiera,
talvez mansa la tuviera
siempre a mi disposición.

Pero es al ñudo aguaitar
ese momento propicio,
pues cuando más lo acaricio
más distante lo he de hayar.
Talvez lo yegue a topar
cuando de esperarlo hastiao,
m´encuentre desalentao
y sin voluntá pa nada,
charlando con la pelada
mano a mano y entregao.

Pucha la vida!... Hay que dirla
yevando dale que dale,
y todita eya no vale
ni el trabajo de vivirla.
Nunca pretendí rendirla
al placer que me jué´esquivo;
pues siempre sobra motivo
pa que la suerte, sin tregua,
se me niegue... como yegua
cuando patea el estribo! (*)

(*) - Se ha respetado la ortografía del texto original.
Nota complementaria: La imagen que acompaña éste texto es obra del pintor argentino Florencio Molina Campos.