A David Herbert Lawrence (1885-1930), la sociedad de su tiempo no le perdonó un montón de cosas. No le perdonó que escribiera sobre un tema tan espinoso como el adulterio o que describiera en sus libros una visión del sexo que acercaba el acto a la vida cotidiana, despojándolo de todo pudor y puritanismo. Esa sociedad pacata y reprimida, tan atenta a encontrar el desliz en la pluma de un artista, fue la misma que pretendió cubrir a la obra de Lawrence con un manto de indiferencia y silencio, ignorando que el poder de sus libros podía superar cualquier escollo interpuesto por los defensores de las buenas costumbres.
Hoy en día, D.H. Lawrence no es un autor que se lea con intensidad; sus obras no son reeditadas ni vueltas a reseñar y es difícil encontrar en librerías algunos de sus textos capitales. En una sociedad tan mediatizada y voyeurística, donde el sexo es una mercancía que se ofrece con la prontitud de un delivery de pizza, las páginas de Lawrence pueden sonar obsoletas, hasta ridículas en sus pretensiones. Sumarse a esa corriente, sería desconocer el inmenso poder de su escritura. Resumir su obra a una única novela – El amante de Lady Chatterley, escrita en 1928 – es otro frecuente error de enciclopedistas y reseñistas que, acotados por el espacio, despachan una carrera literaria extensa a un único título. Novelas como La serpiente emplumada o Canguro son, sin duda, narrativamente más poderosas que Chatterley y han sobrevivido con mayor fuerza el paso de los años. Sin embargo, el gran mérito de la última novela escrita por D.H. Lawrence es el de la creación del personaje del título: Constance Chatterley. Casada con un millonario paralítico y viviendo en una zona minera en la que no encuentra diversión ni mayores encantos, Constance sueña con dejar atrás ese universo rudimentario para sentirse completamente realizada. El medio más cercano, y al mismo tiempo más peligroso, es el de un amante. Sólo un amante puede mostrarle a Constance, por intermedio del sexo, el vasto mundo sensorial del que se siente, irremediablemente, apartada. En una de las páginas más poderosas del libro, Constance (su espíritu o cuerpo astral) se aleja del coito que está practicando y, a la forma de una cámara cinematográfica realizando una crane shot o toma de grúa, se contempla a sí misma ente los brazos y las piernas de su amante. Y lo que ve, para su desazón, no es otra cosa que el Amor; esa cosa abstracta referida por los poetas, cantada por los juglares, idealizada por los pintores.
Cita del texto:
“Permanecía allí, las manos inertes posadas sobre el cuerpo del hombre en movimiento; y, por más que hizo, no pudo impedir que su espíritu contemplara fríamente, desde lo alto, lo que ocurría; y el movimiento pujante de sus caderas le parecía ridículo, y risible esa especie de frenesí del pene encarnizado en obtener su pequeña crisis de evacuación. Sí: ese era entonces el amor, ese ridículo salto de las nalgas y ese desfallecimiento del pene, insignificante y húmedo. ¡Ese era el divino amor! Después de todo, los modernos tienen razón para despreciar esa comedia; porque no era más que una comedia. ¡Que gran verdad era la dicha por los poetas! El Dios que creó al hombre debió de tener un humor siniestro al hacer una criatura razonable y obligarla al mismo tiempo a esa postura ridícula y empujarla ciegamente a ejecutar esa estúpida comedia. Hasta un Maupassant juzgaba el amor como una caída humillante.”
Hoy en día, D.H. Lawrence no es un autor que se lea con intensidad; sus obras no son reeditadas ni vueltas a reseñar y es difícil encontrar en librerías algunos de sus textos capitales. En una sociedad tan mediatizada y voyeurística, donde el sexo es una mercancía que se ofrece con la prontitud de un delivery de pizza, las páginas de Lawrence pueden sonar obsoletas, hasta ridículas en sus pretensiones. Sumarse a esa corriente, sería desconocer el inmenso poder de su escritura. Resumir su obra a una única novela – El amante de Lady Chatterley, escrita en 1928 – es otro frecuente error de enciclopedistas y reseñistas que, acotados por el espacio, despachan una carrera literaria extensa a un único título. Novelas como La serpiente emplumada o Canguro son, sin duda, narrativamente más poderosas que Chatterley y han sobrevivido con mayor fuerza el paso de los años. Sin embargo, el gran mérito de la última novela escrita por D.H. Lawrence es el de la creación del personaje del título: Constance Chatterley. Casada con un millonario paralítico y viviendo en una zona minera en la que no encuentra diversión ni mayores encantos, Constance sueña con dejar atrás ese universo rudimentario para sentirse completamente realizada. El medio más cercano, y al mismo tiempo más peligroso, es el de un amante. Sólo un amante puede mostrarle a Constance, por intermedio del sexo, el vasto mundo sensorial del que se siente, irremediablemente, apartada. En una de las páginas más poderosas del libro, Constance (su espíritu o cuerpo astral) se aleja del coito que está practicando y, a la forma de una cámara cinematográfica realizando una crane shot o toma de grúa, se contempla a sí misma ente los brazos y las piernas de su amante. Y lo que ve, para su desazón, no es otra cosa que el Amor; esa cosa abstracta referida por los poetas, cantada por los juglares, idealizada por los pintores.
Cita del texto:
“Permanecía allí, las manos inertes posadas sobre el cuerpo del hombre en movimiento; y, por más que hizo, no pudo impedir que su espíritu contemplara fríamente, desde lo alto, lo que ocurría; y el movimiento pujante de sus caderas le parecía ridículo, y risible esa especie de frenesí del pene encarnizado en obtener su pequeña crisis de evacuación. Sí: ese era entonces el amor, ese ridículo salto de las nalgas y ese desfallecimiento del pene, insignificante y húmedo. ¡Ese era el divino amor! Después de todo, los modernos tienen razón para despreciar esa comedia; porque no era más que una comedia. ¡Que gran verdad era la dicha por los poetas! El Dios que creó al hombre debió de tener un humor siniestro al hacer una criatura razonable y obligarla al mismo tiempo a esa postura ridícula y empujarla ciegamente a ejecutar esa estúpida comedia. Hasta un Maupassant juzgaba el amor como una caída humillante.”
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