viernes, 9 de diciembre de 2016

Las Brujas, junio de 1979


Al atravesar el patio que lo lleva desde la casa al galpón, siente el crudo viento de invierno que viene desde el suroeste. Llega desde las hondonadas de Las Brujas, desde la arenosa costa del Río Santa Lucía, más allá de los campos dormidos en la oscuridad de la noche, dejando atrás a un cielo sin estrellas y al ganado inquieto en los potreros.
El hombre atraviesa el portón guiándose por la débil llama del farol, de continuo atacada por los golpes de viento que se filtran entre las chapas. Allá, en el fondo, su padre ordeña la última vaca. La posición del cuerpo sobre el banco de madera y el movimiento de las manos alrededor del balde revelan el dominio absoluto de la labor. El hombre avanza hacia su padre y lo ayuda con el tarro de leche.
¿Cómo está?, pregunta el más viejo.
Ahora se durmió. Parece que está más tranquila, responde.
Mejor así.
Entre los dos llevan el tarro hacia la salida del galpón. Al cobijo de una vieja pared de bloques está el caballo con el carro prendido y con otro tarro de leche encima. El más joven sube al carro, acomoda y ata la carga en un único movimiento. Luego, toma las riendas y se sienta sobre los mismos tarros antes de hacer avanzar al caballo.
Andá despacio, le dice su padre, mirá que se larga a llover en cualquier momento.
El hombre sobre el carro asiente, contempla por unos segundos el manto de nubes que avanza desde la costa y apura al caballo. Atraviesa el patio, pasa junto a la casa y sale al camino.
Está abriendo la portera cuando caen las primeras gotas. Pausadas, con desgano al principio, pronto se convierten en un chaparrón cerrado que hiende el aire por sobre el ruido del viento. El hombre golpea con las riendas el lomo del caballo y emprende el viaje carretera arriba. La lluvia, al darle de costado en el rostro, lo hace volverse hacia la izquierda. Como todas las noches, ve la luz de un candil en el rancho de Santos Pontón.
El caballo ahoga un bufido cuando atraviesa el puente sobre el arroyo. Las pesadas gotas del chaparrón provocan un ruido seco, cortante, al dar de lleno sobre el agua estancada. Sobre el carro, el hombre se acomoda encima de los tarros y, sin soltar las riendas, se arregla el abrigo. La lluvia inicial le ha dado paso a un aguacero persistente que el viento de la costa barre con fuerza. Allá adelante, en la curva del camino, el faro de una moto comienza a agrandarse hasta que máquina y conductor son visibles entre la cortina de lluvia. El de la moto saluda con la mano al pasar junto al carro y el hombre devuelve el gesto alzando las riendas por encima de la cabeza.
Como todas las noches, los perros de Baccino le ladran al paso del carro. El viento y la lluvia no los doblega y sus ladridos, que bajo el ruido del agua parecen querer ahogarse, sobresalen por momentos hasta que de golpe se apagan.
El hombre sobre el carro siente cómo el agua moja el frente del pantalón y se desliza por las piernas hasta detenerse en las ligazones que le provocan las botas. Es tanto lo que se ha mojado en sus treinta y dos años –tropeando ganado, rejuntando a las vacas para ordeñarlas, realizando este mismo viaje nocturno en el carro tirado por el caballo– que ya no lo sorprende esta dura lluvia que cae. Lo inquieta, sí, lo que pasará en los días próximos, mañana o esta misma noche. Al tomar la primera curva de la carretera piensa en ella y al imaginarse al que está por venir, sonríe.
Ahora la lluvia le da en la espalda y se desliza por el rotoso pilot que parece una capa. Las gotas producen pequeños estampidos sobre los tarros de leche. El hombre cede un poco la presión de las riendas y el caballo afloja apenas la marcha, levantando la cabeza. Algunos días atrás ha descubierto a la yegua tostada que recorre con andar lento el potrero de Aníbal Cernada. El hombre vuelve a sonreír. Al tomar la segunda curva, se aclara la voz y canta.

Es de noche, pasa
rezongando el viento
que duebla los sauces
cuasi contra el suelo.
Y en el fondo oscuro
de mi rancho viejo
tirao sobre el catre
de lecho de tientos
aguanto las horas
que han de tráirme el sueño.
Y las horas pasan,
y yo no me duermo,
ni duerme en la costa
del bañao el tero,
que ocasiones grita
no sé qué lamento
que el chajá repite
dende allá muy lejos…
¡Pucha que son largas
las noches de invierno!

Deja de cantar cuando los perros de doña Ana, en un desparejo coro emanado de la lluvia y de las sombras, elevan hacia el aire sus ladridos, mezcla de recelo y tristeza. El hombre les gritaría un “fuira”, como hizo las primeras veces, pero siente que sería un acto sin sentido. Los perros parecen entender su pensamiento porque se callan de golpe. Pese a la lluvia que cae de frente, el hombre atisba hacia la silueta ominosa que conforman la casa y los árboles que la rodean. Que triste es una casa sin gurises, piensa, y vuelve a sonreír al imaginarse al que está por llegar.
Está enderezando el caballo sobre el terraplén al final de la carretera, cuando el camión lechero toma la curva de lo Peissino. El chofer baja las luces que, atravesando la lluvia que cae de frente, alumbran al caballo detenido en su sitio como una estatua y al hombre parado junto a los dos tarros.
Se largó con todo, saluda el camionero mientras trepa por la baranda con una agilidad aprendida a fuerza de costumbre. Cuando el del camión le alcanza los dos vacíos, el hombre bajo la lluvia eleva el primer tarro lleno. El camionero lo acomoda con los demás y se vuelve para recibir el otro.
Vaya nomás, hombre. Me parece que va a estar así todo el día, dice.
El hombre sobre el carro y bajo la lluvia sonríe. El camionero salta y avanza hacia la cabina. Antes de subir, pregunta:
¿Novedades?
Capaz que viene hoy. Pero no pasa de esta noche, me parece.
¿Nervioso?
¿Qué te parece?
El camionero levanta la mano derecha a modo de despedida, abre la puerta y se cuela en la cabina.
El hombre bajo la lluvia hace girar al caballo y emprende el camino de regreso. Una luz blanquecina, como de leche aguada, comienza a extenderse por detrás de los durazneros y los montes de eucaliptos; una luz pálida que se filtra entre las nubes como pidiendo permiso; una luz de junio invernal y fría como son todas las luces a esta altura del año, es lo que ve el hombre bajo la lluvia cuando regresa en el carro hacia la casa.
Cuando llega ve cómo las vacas que su padre ha soltado tras el ordeñe se refugian de la lluvia en el monte de talas junto al arroyo. Desprende el carro, suelta al caballo junto al ombú y camina hacia la casa.
Se detiene bajo el porche para quitarse las botas y la ropa mojada. Entra. El dormitorio permanece silencioso. La respiración pausada de su esposa le indica que todo está bien. Avanza en puntas de pie, levanta las frazadas y se acuesta. Antes de dormirse, deja que sus manos acaricien la piel que oculta a la criatura que está por venir. Allí dentro, adormecido por la profundidad y el misterio de la vida y sintiendo el calor de las manos de mi padre, yo me aprontaba para salir al mundo.
Martín Bentancor



NOTA 1: Las estrofas que aparecen en el texto pertenecen al poema ‘Insomnio’, de José Alonso y Trelles, El Viejo Pancho.
NOTA 2: Vaya este texto como homenaje a Lauro Bentancor (1947-2009), quien supo ser tambero, alambrador, tractorista, chacarero y una variedad de oficios, y de quien se cumplen hoy siete años de su fallecimiento. 




viernes, 23 de septiembre de 2016

‘Lo íntimo. Lejos del ruidoso Amor’, de François Jullien

El Afuera y el Otro


¿Se acuerda, lector, cuándo acarició a alguien por primera vez? ¿Y cuándo fue acariciado por alguien, por primera vez? ¿Puede reconstruir, acaso, la sensación que recorrió a sus terminaciones nerviosas el momento que unos dedos se deslizaron por su mejilla, por entre sus propios dedos o por sus llamadas ‘partes íntimas’?
La semiótica de los gestos, que nos ha provisto de un arsenal de opciones para demostrarle a los demás cólera, alegría o tristeza, e incluso para fingir cólera, alegría o tristeza, nos ha dejado desarmados para enfrentar el gesto íntimo, la construcción gestual y sensorial mediante la cual le trasmitimos al otro una información que trasciende las palabras, aunque hay frases íntimas, claro, como las que se pronuncian durante el llamado acto sexual. Sin embargo, esas palabras que brotan durante los prolegómenos, la concreción y el apaciguamiento del coito, forjadas en una retórica propia que pautan las circunstancias de la acción y la intensidad del relacionamiento con el otro, necesitan para desplegar su significado de una materialidad corporal que las resignifique, las haga creíbles, precisas como una sentencia.
La existencia de lo íntimo requiere, para ser tal, de la visualización de un Afuera y de la interacción con el Otro. De esa forma, al disponer a la individualidad en relación con otras individualidades, en el marco de un vínculo que acerca a los dos seres, es que la intimidad adquiere consistencia y se legitima. Se trata, sin dudas, de un tema difícil de aprehender, sobre el que la filosofía ha dado muchas vueltas, intentando cercarlo para avanzar en el conocimiento del ser humano o para explicar otros fenómenos como el amor, la sexualidad y la muerte. La empresa de describir y desglosar lo íntimo es tan compleja que en un momento inicial de su libro, François Jullien se pregunta si no hubiese sido una mejor idea escribir una novela sobre el tema.
‘Lo íntimo. Lejos del ruidoso Amor’, el nuevo libro de Jullien –versátil y reconocido filósofo y sinólogo francés, con una amplia obra mayoritariamente traducida al español– emprende la tarea de cercar y contar lo íntimo a través de la literatura. Para ello se convierte en una suerte de detective que sigue una serie de pistas a través de un puñado de obras de diversos autores y épocas, intentando comprender cómo el concepto de lo íntimo se fue forjando en la literatura europea, aunque las pesquisas no son excluyentes de aquel continente.



Ni Shakespeare, ni Sade ni D. H. Lawrence; al momento de comenzar el viaje para inquirir la conformación y el relato de lo íntimo, Jullien opta por una novela publicada en 1961 por Georges Simenon, el prolífico escritor belga, padre del comisario Maigret: El tren. El momento inicial para enfrentar lo íntimo se ubica el 10 de mayo de 1940, cuando los alemanes invaden Francia y los vagones de un tren de pasajeros se desenganchan. Una familia que viaja en el tren se ve separada por el accidente: de un lado quedan la madre-esposa y los hijos y, del otro, el padre-esposo. Este personaje conocerá en el vagón atestado a una mujer que acaba de salir de prisión. El tren que Simenon hace avanzar entonces, y al que se sube como atento polizón François Jullien, es el del conocimiento de la intimidad, el avance en el contacto hacia el interior de la pareja, la definición de un Afuera común pautado por el conocimiento y el deseo del Otro.
La investigación de Jullien se dispara a partir de ese punto y son varios los textos y los autores a los que recurre en procura de la marca y el sustento de lo íntimo: de las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau a La princesa de Cléves, de Madame de La Fayette; de los Seis relatos de la vida flotante, de Shen Fu a Rojo y negro y la inconclusa Lucien Leuwen, de Stendhal. Por el camino hay un viaje intenso tras lo íntimo hacia Homero y, aunque el autor subraya la fuerza demoledora del Canto VI de la Ilíada, con el encuentro de Héctor y Andrómaca en las murallas de Troya y la captación del juego necesario de las expectativas y las reacciones en una pareja, concluye que no existió lo íntimo griego.  
Digresivo, iconoclasta y ameno, en su libro sobre lo íntimo, François Jullien arma un discurso que no se cansa de apilar respuestas para preguntas tan amplias como anodinas, o tan profundas y efímeras como un juramento de amor.
Martín Bentancor



‘Lo íntimo. Lejos del ruidoso Amor’, de François Jullien. Traducción: Silvio Mattoni. 189 páginas. Editorial El Cuenco de Plata. Buenos Aires, 2016.


Publicado en el semanario Brecha el 09/IX/2016.

‘El ruido del tiempo’, de Julian Barnes

¿A quién pertenece el arte?


“¿Para qué sirve el arte? Famosa pregunta pelotudísima: ¿Para qué sirve el arte? Te lo voy a decir: el arte sirve para que funcione todo lo otro. Para eso sirve el arte. Sencillamente”, dijo de forma categórica, algunos años atrás, el escritor argentino Alberto Laiseca durante una entrevista para el Canal Encuentro.
El tema de la utilidad del arte –desde el cuadro de un consagrado Maestro colgado en un museo a la efímera performance de un clown en una ignota plazoleta barrial– ha generado millares de papers, coloquios y hasta carreras universitarias enteras, no pudiendo desligarse de otra pregunta tanto o más pertinente: ¿A quién pertenece el arte?
El problema tiende a complicarse cuando el artista se ve obligado a crear bajo una presión extrema, entendiéndose por tal no las acuciantes problemáticas de llegar con el estómago lleno a fin de mes o de contar con un plazo de entrega, sino la de vivir bajo un régimen totalitario, donde sobre el arte campea la censura y el sentido unidireccional de lo que se expresa.
Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, o Iósif Stalin, como lo registra la terrible historia del siglo veinte, fue uno de los tiranos que más leña hizo del asunto del arte bajo un régimen autoritario, como el que encabezó a través de largos y dolorosos años. Allí están, para corroborarlo, las penurias y los destinos de creadores como el poeta Ósip Mandelshtam, que murió enfermo tras su deportación a Kolymá, en 1938, o del escritor Isaak Bábel, fusilado en 1940, entre muchísimos otros. Pero también estuvieron los artistas que, manteniéndose bajo el régimen, siguieron creando con las consignas del Partido, para no caer en desgracia, alentando un arte servil y con un mensaje claro, que les permitía llevar la comida a la mesa familiar y, al mismo tiempo, permitir que los que se sentaban a esa mesa siguiesen viviendo. Hay un caso emblemático en esta coyuntura, por la propia relación que entabló con Stalin: el del escritor y dramaturgo Mijaíl Bulgákov, el autor de una de las grandes novelas del siglo pasado, como es El Maestro y Margarita, que escribía con el NKVD (el tristemente célebre Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) respirándole en la nuca y que, aun así, se las ingenió para dispararle acerados dardos al tirano y su devastador séquito de aduladores y matones. Otro caso de artista creando bajo el tufo de Stalin es el del compositor Dmitri Shostakóvich (1906-1975), protagonista de la nueva novela del inglés Julian Barnes, El ruido del tiempo.
Toda la obra de Dmitri Shostakóvich, así como su peripecia vital, sus amores, sus viajes y sus reconocimientos deben ser leídos –porque en los hechos fueron intervenidos– por la égida del régimen soviético, para el que fue un creador de renombre y, de acuerdo a sus posibilidades y posturas, también un disidente. Julian Barnes elige algunos episodios representativos de la biografía del compositor –la representación de su Lady Macbeth de Mtsensk, el 26 de enero de 1936, en el Bolshói de Moscú, a la que asiste el mismísimo Stalin; su viaje a Nueva York, en 1949, para participar en la Conferencia Cultural y Científica por la Paz Mundial, y algunos otros– para elaborar un retrato complejo de su protagonista, matizado con variadas reflexiones sobre el paso del tiempo, la libertad del acto creativo y la lucha de la individualidad con la opresión del aparato colectivo a manos de un estado policiaco.



A diferencia de El loro de Flaubert (1984), aquella tercera novela del premiado escritor británico, con la que comenzó a ser conocido por estas tolderías, en la que desplegaba una serie de interesantes recursos técnicos, desmontando la vida del autor de la frase “Madame Bovary soy yo”, en El ruido del tiempo, al momento de ficcionalizar   sobre las complejidades de otro gran creador, Barnes opta por una construcción más clásica, entendiéndose por esto un encadenamiento de episodios biográficos, pertinentemente documentados, pero poco intervenidos por la zarpa de la ficción.
Sobre el final, hay que destacar la labor del traductor Jaime Zulaika, responsable de verter al español libros de Ian McEwan y Raymond Carver, entre otros, que además de no incluir ninguno de los clásicos españolismos que tanto alteran a los lectores latinoamericanos, logra mantener el pulso introspectivo y lírico de la prosa de Julian Barnes, prosa por la que es considerado uno de los grandes autores de la lengua inglesa.
Martín Bentancor



‘El ruido del tiempo’, de Julian Barnes. Traducción: Jaime Zulaika. 199 páginas. Editorial Anagrama. Barcelona, 2016.

   

  Publicado en el semanario Brecha el 02/IX/2016.

La obra del escritor argentino Juan Filloy

Cómo hacer cosas con palabras

Enclaustrada por largo tiempo en la torre de las rarezas de la literatura argentina, la obra de Juan Filloy (1894-2000) ha logrado romper los barrotes impuestos por cierta crítica miope y reduccionista, sumando lectores con el paso de los años, las ediciones y las reediciones. Los libros de Filloy son verdaderos prodigios del idioma, particulares construcciones de la forma y el lenguaje que llevan al castellano a sitios donde pocos autores llegaron. La tarea es más que loable para alguien que se propuso, en su escritura, emprender “una revancha contra tantos siglos de analfabetismo familiar”. 

Martín Bentancor


En algún momento de la década del treinta del pasado siglo, el escritor cordobés Juan Filloy le envió por correo a su colega Jorge Luis Borges, un ejemplar de su primera novela, ¡Estafen!, publicada en 1931. En la primera página de aquella edición de autor, Filloy escribió “Con afecto” y su nombre. Muchos años después, en una de las pocas ocasiones que salió de Río Cuarto –la ciudad donde vivió durante sesenta y cuatro años–, debió trasladarse a Buenos Aires por unos días y aprovechó la ocasión para visitar las librerías de la calle Corrientes. Entre una montaña de libros de segunda mano encontró un ejemplar de su primera novela, lo que no dejó de llamarle la atención: sus libros eran ediciones limitadas, que solo circulaban entre amigos. Cuando abrió el volumen, descubrió que se trataba del mismo ejemplar que le había obsequiado al autor de Historia universal de la infamia. Compró el ejemplar por unos pocos pesos y cuando regresó a Córdoba, lo ensobró y volvió a enviárselo a Borges. Esta vez, debajo de la primera dedicatoria, escribió: “Con renovado afecto, Juan Filloy”.
La anécdota, referida por un muy anciano Filloy al periodista Hernán Casciari, ilustra algunos rasgos de la obra y la vida de este jurista devenido escritor ante la creación: su especial sentido del humor (una corriente que atraviesa todos sus libros), su persistencia ante el material impreso y su propia posición en el mapa de la literatura argentina, en el que por muchas décadas permaneció ignorado, como un accidente que los cartógrafos observan pero no registran en el trazado.




El Balzac argentino
Cuando Juan Filloy falleció, el 15 de julio del año 2000, a los 105 años de edad, la mayoría de los obituarios dieron cuenta de su longevidad como un valor en sí mismo, repitiendo la inexactitud de que era uno de los pocos seres humanos que había pasado por tres siglos. Y aunque las notas necrológicas le hincaron al diente a la obra del cordobés, muchas también redujeron la impronta de su literatura al costado más lúdico, repitiendo hasta el hartazgo la particularidad de que todos sus libros tienen títulos de siete letras (Ignitus, Gentuza, Caterva, La potra, Balumba, Tal Cual y unos setenta volúmenes más, varios de ellos inéditos) y que están atravesados por la destreza de Filloy para el arte de la palindromía. Y si bien las dos cosas son ciertas, no están ni por asomo en el centro del proyecto literario de este escritor que fue una referencia explícita para Rayuela de Julio Cortázar, y que llegó a cartearse con el mismísimo Sigmund Freud.
Los libros de Juan Filloy son ejemplares únicos, que desarrollan un estilo que no tiene antecedentes en el idioma castellano y que, por su particularidad de composición, sintaxis y orfebrería en el uso de las palabras, es imposible de imitar. Quizás por su ubicación geográfica o por la propia extrañeza de su materia literaria (extrañeza pautada por el mercado, la crítica y el sistema de difusión de los libros), su obra demoró en llegar al gran público, adquiriendo cierta visibilidad su nombre en los años finales, cuando comenzaron a llegar las entrevistas, las monografías y los homenajes. Esa tardanza no deja de sonar injusta en el contexto de la literatura argentina, tal como en su momento expresó el escritor Mempo Giardinelli: “Uno de los crímenes más inexplicables de la cultura fue ignorar a este hombre al que podríamos llamar el Balzac argentino”.
Cuando en el año 1931 publicó su primera novela, ¡Estafen!, en una cuidada edición pagada de su bolsillo, el abogado Juan Filloy era un activo ciudadano de Río Cuarto, una apacible ciudad ubicada al sur de Córdoba, vinculado a diversas organizaciones sociales y deportivas, colaborador del periódico local y entusiasta lector que gustaba, además, de la conversación y el buen comer. En el año 1930 había emprendido un viaje de dos meses por la costa del Mar Mediterráneo, que convertiría en el material de su primer libro, Periplo, una crónica de viaje donde ya despunta la erudición al servicio del relato y una finísima capacidad de observación. Sin embargo, es por ¡Estafen! la obra por la que los estudiosos de Filloy prefieren comenzar el viaje por su extensa bibliografía.
La primera novela de Juan Filloy relata las peripecias de El Estafador, un delincuente recluido por cinco meses en una cárcel provincial que decide compartir con los compañeros de penurias, sus amplios conocimientos en el mundo de la estafa. El Estafador, del que nunca conocemos el nombre y que interactúa con otros personajes presentados por su función en el lugar (El Comisario, El Auxiliar, El Magistrado), evidencia las mejores cualidades del ser humano ante una circunstancia adversa: solidaridad, sentido de la justicia y apoyo al más débil. Soy consciente de que reducir de esta forma el argumento del libro va contra el propio asunto de la obra, pues la maestría de Filloy no se queda en la anécdota, en el relato de las acciones de los personajes, sino que cuenta la historia a través de una tercera persona que, continuamente, interrumpe el relato y reflexiona sobre asuntos tan variados como la vida en reclusión, las creencias religiosas, las artimañas de los leguleyos y las particularidades del sistema democrático.
Además de fundar los cimientos de la torre novelística y cuentística que, en las siguientes décadas, elaboraría libro tras libro, ¡Estafen! incorpora una de las preocupaciones idiomáticas a las que el autor le dedicó mucho tiempo: la construcción de palíndromos. El escritor cordobés siempre se jactaba de haber batido el record en creación de frases que se leen con el mismo sentido en cualquier orden, superando a su antecesor, el emperador León Vl de Bizancio, que llegó a publicar 27. Filloy, en cambio, escribió más de diez mil. En ¡Estafen!, presenta algunos ejemplos en la voz (o la escritura) de su protagonista:

AMIGO NO GIMA
A TU ACOSO, CAUTA
EL DA MAS; AMADLE
LA DIVA AMA A VIDAL
NO LO CASES A COLON
¡SOÑAD SOLO LOS DAÑOS!
A LA MANIA, COCAINA MALA
SE BRUTAL O NO LA TURBES
ACUDE EL AVE Y EVA LA EDUCA
A TI NOTARON, ELENOR, ATONITA
ALLI SALE DON ELENO DE LA SILLA
YO SOLO, DIRA MI MARIDO, LO SOY
LA MANEJA, ALUMNO CON MULA AJENA, MAL
SACO PESADO TE DOY YO, DE TODAS EPOCAS
OIRAS LA FLAUTA: MAS AMA TÚ AL FALSARIO

Cincuenta y siete años después de la publicación de ¡Estafen!, en 1988, Juan Filloy volvió sobre el tema con la edición de Karcino, un tratado de palindromía en el que, además de realizar un completo estudio histórico a modo de introducción sobre el tema, presenta “fillogramas” de entre dos y diecisiete palabras. En este curioso libro, bellamente reeditado por El Cuenco de Plata en 2005, Filloy realiza una cruzada por la identidad y la pertinencia de la palabra como unidad de sentido que, engarzada en una construcción más amplia, puede decir una cosa u otra, dependiendo de su ubicación, resignificando una frase: “Niego que la frase palíndroma tenga equivalencia entre las maravillas del lenguaje. Es única. Basta que la locución conserve límpidos sus perfiles ortográficos, para que la fluidez responda con vocablos distintos la propia escritura del pensamiento original. Porque, congeniando el sentido conceptual con el gramatical, la palindromía es un espejo que repite de vuelta su imagen”.
O sea que, con su trabajo arqueológico y reorganizador con las palabras, que trasciende el mero aspecto lúdico para internarse en la densa materia del idioma, Juan Filloy subraya la riqueza de una lengua, reafirmando lo que alguna vez dijo en una entrevista y que, a la luz de estos tiempos atravesados por el entramado virtual de las redes sociales, que muta para mal a los convencionalismos del idioma, suena más que vigente: “Si tenemos un idioma de unas setenta mil palabras, ¿por qué nos vamos a conformar sólo con usar 800?”.


La imaginación en el centro
Propongo ahora a los lectores de este artículo, a sabiendas de que tratándose de la obra de Juan Filloy todo lo que se escriba, al margen del espacio de la propia sección del semanario, va a sonar limitado, reducido, sobrevolar algunos de los libros de este escritor cordobés que, a casi dieciséis años de su muerte, empieza a dejar de ser un autor de culto, leído por unos pocos, para copar los intereses de un público más amplio.
Publicada en 1934, Op Oloop, la segunda novela de Juan Filloy despliega, al igual que su antecesora, toda la arborescencia del lenguaje al servicio de una historia de ribetes delirantes, constituyéndose en una suerte de versión del Satiricón de Petronio atravesada por un realismo minucioso y un humor que, aunque no da tregua al momento de referir las mil y una situaciones que en su último día de soltería vive el protagonista, nunca se presenta como un golpe de efecto sino como un elemento constitutivo del propio entramado del libro. A pesar de su nacionalidad danesa, Op Oloop, el meticuloso estadígrafo que protagoniza la novela, merece un lugar destacado en la galería de honor de caracteres protagónicos de la literatura argentina, junto a Silvio Astier, Adán Buenosayres o Juan Dahlmann.
Hay cierto consenso en la crítica –consenso que está ahí, en realidad, para ser cuestionado, dinamitado– en señalar a Caterva, la tercera novela de Filloy, publicada en 1937, como su mejor libro. Ambientada en la década del treinta del pasado siglo, la historia sigue a siete linyeras que se mueven a lo largo y ancho de la provincia de Córdoba, viajando de garrón en trenes cargueros y discutiendo sobre la vida, los amores, la política y la muerte. Hay cierto tono grotesco, en extremo estrafalario, al presentar las conversaciones entre los linyeras sobre temas tan variados como el esoterismo o la criptografía en un contexto lúgubre. Esa aparente disonancia le permite a Filloy, desplegar en boca de sus protagonistas una especial capacidad de observación que, al volcarse en la escritura, en el relato en sí, no pierde nunca el sustrato humorístico: “Los cascarudos poseen todo un prurito de curiosidad. No se avienen, como tantos usureros, a vivir en el hueco donde apenas caben con su mezquindad. Emergen de lugares recónditos, con la idea fija de atalayar la vida en torno, para juzgar si vale la pena de convertirse en hombre en la próxima metempsicosis. Parten, no obstante, de una premisa falsa. Creen que la humanidad es lo más alto que hay. Por eso, ni bien uno se sienta, escalan la rampa de las pantorrillas, hacen un leve descanso en la meseta de los muslos y se encaraman, audaces, por el recto parapeto de la espalda. Han llegado, por fin, a la cumbre de los hombros. Allí se solazan con la perspectiva. Agitan sus élitros de charol como la capota de una limousine. Y se disponen a la ventura máxima: saber si el hombre o la mujer usan perfumes superiores al suyo”.
Mucho antes que el OuLiPo (acrónimo de la expresión francesa ‘Ouvroir de littérature potentielle’, ‘Taller de literatura potencial’) fuera fundado en París, en 1960, por el escritor Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais, en Córdoba, el jurista Juan Filloy dinamitaba las formas convencionales de la escritura al servicio de su propia obra. Pero no fue a lo único que se adelantó Filloy: en su ensayo Aquende, publicado en 1935 como una ‘Geografía poética de la Argentina’, el escritor cordobés creó la expresión “realismo mágico”, mucho antes de que la crítica la empleara para referirse a la literatura del Boom latinoamericano, ese fenómeno editorial inflado por el mercado y que ha envejecido a pasos agigantados. En Aquende, una miscelánea de conceptos e ideas solo posible en el universo Filloy, pueden leerse pasajes tan iconoclastas como este: “Si hubiera una heráldica autóctona, ¡cuántos apellidos veríamos con los timbres de esa gloria ancestral! ¡Y qué bellos escudos! ‘Sobre pampas sinoples una hacienda orejana y un toro rampante. En la cimera, entre picanas y boleadoras, una vincha y su lema: ¡Ay juna!’… ‘Encerrado en una orla de alambres de púa un campo de sable. Arriba, las cuatro estrellas argénteas de la Cruz del Sur. Abajo, la cruz de plata de un facón cuereador”.
Luego de la publicación de Caterva, a finales de la década del treinta, Filloy se sumió en un silencio editorial de varias décadas, aunque siguió escribiendo de forma constante, apilando manuscritos, muchos de los cuales permanecen inéditos. En 1975, la publicación de la novela Vil & Vil (subtitulada ‘La gata parida’) enfrentó al autor con el estamento militar, siendo víctima, a sus ochenta años, de varios interrogatorios a punta de metralleta, y al secuestro y la prohibición del libro. Un diálogo transcurrido en uno de los interrogatorios, citado luego por Filloy en una entrevista, parece arrancado de una de sus propias obras: “‘¿Cómo ha escrito usted este libro?’ ‘¿Y cómo no lo voy a escribir si soy escritor?’ ‘Mire lo que dice acá’ ‘Lo dice el personaje, coronel, son ideas de él.’ ‘Pero usted le presta ideas,’ ‘Yo no le presto ideas a mis personajes; son las ideas de ellos.’”. Lo que molestó a las autoridades militares no fue, claro está, la inusual estructura del libro, son sus tres niveles de relato, sino la historia narrada por Filloy: un colimba seduce a la esposa de un general golpista. Con un tono picaresco, que nunca reduce o limita el oscuro asunto de la trama, Vil & Vil cuestiona el sentido de masculinidad en el estamento de las Fuerzas Armadas al tiempo que subraya la inutilidad del servicio militar obligatorio.
En 1987, entrevistado por Mempo Giardinelli, a los noventa y tres años, Juan Filloy planteó una suerte de credo que, a la luz de toda su obra publicada y de su trabajo con la escritura, evidencia una coherencia que impresiona: “Un artista sin imaginación es igual a cero. Uno necesita una imaginación de contrabandista de drogas, experto en burlar aduanas de todo el mundo. Baudelaire decía que el trabajo es una forma desesperada de divertirse y eso es verdad. Trabajando se presentan las ideas y se estimula la imaginación. Sin imaginación no hay escritor. La imaginación es la gran matriz proveedora de argumentos, de estructuras, de estilos. Es una especie de mayéutica, un parto diario. El escritor tiene embarazos constantes, perennes. Por eso digo que me interesa el libro que está por nacer; me preocupa la preñez. Y como para mí la inspiración no existe, trabajo todos los días. Soy un sistemático, y si no escribo cada día, me abotargo. Hay un manicomio dentro de un escritor… Si uno tuviera una población de hombres correctos, sería un escritor insoportablemente monótono, porque la vida correcta es lo más estúpido que hay”. De la destrucción de la corrección en el estilo, la estructura y el lenguaje, pero también de la realidad y de la percepción de la misma, tratan los libros de Juan Filloy, un escritor que a pesar de la muerte y del ostracismo del mercado, tiene mucho para seguir contando todavía.


 Publicado en el semanario Brecha el 23/VI/2016.


viernes, 27 de mayo de 2016

El poeta Juan L. Ortiz visto por sus amigos

Una tenue voz aislada

Juan José Saer lo definió como el más grande poeta argentino del siglo veinte. Jorge Luis Borges lo despreció y fingió ignorarlo. Juan L. Ortiz (1896-1978), que alguna vez contó sobre su deslumbramiento inicial con la obra de Leopoldo Lugones, encontró a un maestro en el hoy olvidado Juan Ramón Jiménez, pero también en Li-Po y en John Keats. El mejor retrato de este poeta genial, irrepetible, lo trazaron un puñado de amigos que lo frecuentaron en su ancianidad junto al río Paraná.

Martín Bentancor


El poeta entrerriano Juan L. Ortiz tenía setenta y cuatro años cuando, en 1970, la Biblioteca Constancio C. Vigil de Rosario publicó En el aura del sauce, los tres volúmenes que compilaban toda su poesía editada, además de varias obras inéditas. Hasta aquel momento, los libros de Juanele habían visto la luz en ediciones de autor, con tiradas de pocos ejemplares, circulando siempre de forma azarosa, al margen de los vericuetos de la industria editorial argentina y, por supuesto, de cualquier corriente, canon o camarilla.
Títulos como El agua y la noche, su primer libro, publicado en 1933, o El ángel inclinado, de 1938, o incluso alguno más cercano en el tiempo, como El alma y las colinas, de 1956, eran inconseguibles en librerías y las pocas personas que atesoraban algún ejemplar, lo conservaban con orgullo y determinación, con ese justificable egoísmo que desata el preciado material impreso.
Luego de jubilarse de su cargo de juez de paz, Juan L. Ortiz se estableció en la ciudad de Paraná, en una modesta casa cercana al río. Allí, en compañía de su esposa Gerarda y de un puñado de galgos, tan flacos como él, el poeta contemplaba por largas horas la corriente del río Paraná, auscultando en sus remolinos, especialmente intensos a la altura de Bajada Grande, la bravura líquida de la naturaleza, sustento, tema y motivo central de su obra. Y allí, en ese mismo lugar, cercado por una vegetación variada, alejado del bullicio del centro de la ciudad, Juanele escribía, fumaba en unas larguísimas boquillas y recibía a sus amigos, un puñado de escritores, músicos y pintores más jóvenes que él, con quienes se vinculaba a través de la inquietud artística, cuasi ontológica, pero nunca, jamás, con la pose de un maestro o sabio venerado.

Oficio de miniaturista
La obra y la actitud ante el hecho poético, ante la creación, por parte de Juan L. Ortiz, aparece referida y glosada varias veces en la obra del escritor santafecino Juan José Saer (1937-2005): en El concepto de ficción le dedica el entrañable texto ‘Juan’ y en el reciente Ensayos, de la serie Borradores inéditos, el autor de El limonero real reconstruye sus primeros encuentros con Juanele, entre mates y asados. Sin embargo, es en El río sin orillas (1991), ese libro inclasificable, un volumen solo concebible en el universo Saer, donde se encuentra la mejor semblanza del poeta de Paraná.
Juan L. no debía pesar más de 45 kilos. Más bien bajo de estatura, no daba sin embargo para nada la impresión de fragilidad. Cuando yo lo conocí, a mediados de los años cincuenta, en una librería de Santa Fe, ya estaba llegando a los sesenta años, y tenía un aspecto venerable, que incitaba al respeto que se cree deber a un estereotipo de Maestro, pero que ocultaba su verdadera personalidad, puesto que nada le repugnaba más que las poses pontificales”, escribe Saer. La estampa incluye varios de los rasgos físicos identificables en las fotos de Juanele, pero incorpora un elemento central de la personalidad del poeta: su humildad. Lejos de adoptar la actitud de la sabiduría que dan los años y rodearse del aura que le daba su propia obra, Juanele cultivaba una horizontalidad sin miramientos, llevando en ocasiones el hilo de la conversación y convirtiéndose, en otros casos, en atento escucha de las preocupaciones, anécdotas y derroteros creativos de sus jóvenes visitantes. Pienso, al escribir ahora esta líneas, cuánto debe haber influido en las búsquedas formales de escritores como Paco Urondo, Hugo Gola y el propio Saer, aquel contacto sostenido con Ortiz, al que iban a visitar desde Santa Fe, cruzando en una lancha que los dejaba en la ribera de enfrente, donde los esperaba el delgadísimo poeta.
En uno de sus poemas más conocidos y citados, ‘Ah, mis amigos, habláis de rimas…’, aparecido en el libro De las raíces y del cielo (1958), Juanele enuncia lo más parecido a un mandato que puede encontrarse en su obra, un llamado a los poetas que buscan, incansables, el surgimiento del poema entre los motivos, las formas y las palabras y que constituye, según los testimonios dejados por sus amigos, uno de los temas de diálogo en aquellos años de conversaciones en la casa junto al río Paraná: “Oh, yo sé que buscáis desde el principio el secreto de la tierra, / y que os arrojáis al fuego, muchas veces, para encontrar el secreto… / Y sé que a veces halláis la melodía más difícil / que duerme en aquellos que mueren de silencio, / corridos por el padre río, ahora, hacia las tiendas del viento… / Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía / igual que en un capullo... / No olvidéis que la poesía, / si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva, / es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin, / cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin / y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor…”. (Lo he citado así, reconociendo que se pierde la particular disposición de los versos de Ortiz, prefiriéndolo en cambio a los cortes que debería realizar el diagramador al acomodar las líneas en el sistema de columnas de esta publicación).
En Juan L. Ortiz, el proceso de escritura de su poesía se inscribe dentro de un ritual que fue consolidándose con los años y que lo llevó, al valerse exclusivamente del trabajo con ediciones de autor, a atender cada una de las etapas de la elaboración del libro, más allá de la propia escritura. “Durante cuarenta años, Juan L. fue su propio editor, su propio diagramador y su propio distribuidor. Cuando comenzó la preparación de sus obras completas, su escritura diminuta fue el infierno de editores, tipógrafos y correctores, pero Juan afirmaba que su gusto por la escritura y la tipografía microscópicas le venían de su juventud, en la que para ganarse la vida había tenido que aprender el oficio de miniaturista; pintando paisajes con la ayuda de una lupa, en cabezas de alfiler y otras superficies igualmente reducidas”, escribe Saer.
Sobre finales de la década del sesenta, cuando la prestigiosa Biblioteca Constancio C. Vigil, de Rosario, se propuso realizar una colección de poesía llamada ‘Homenaje’, dedicada a autores del interior argentino que contasen con una obra consolidada, el nombre de Juan L. Ortiz fue el primero en aparecer. Ruben Naranjo, al frente de la institución, ha dejado un testimonio fundamental para conocer el vínculo de Juanele con la confección de sus propios libros y el trabajo que significó, para editores y autor, la publicación de En el aura del sauce, los tres volúmenes que compilan toda la obra del poeta entrerriano. “No pudimos comenzar con él la colección ‘Homenaje’ porque Juan era un hombre muy exigente, que quería saberlo todo. El proceso de las pruebas de imprenta fue muy largo. Además, mucho material se perdió, por la propia forma de trabajo de Juan. Empezamos a trabajar con él alrededor de 1967 y el libro no se publicó hasta 1970”, dice Naranjo en el documental Homenaje a Juan L. Ortiz (1994), dirigido por Marilyn Contardi y producido por la Universidad Nacional del Litoral.
Fue así que recién con más de setenta años, Juan L. Ortiz pudo desvincularse, económica y técnicamente, de la edición. Atrás quedaba el estrambótico proceso del que se valía el poeta para difundir sus libros una vez impresos, y que fue referido por el poeta santafecino Hugo Gola, uno de sus amigos más cercanos, en el citado documental de Contardi: “Había encontrado un mecanismo muy original: hacía imprimir unos talonarios con diez números, repartía esos talonarios entre algunos amigos que vendían los números, le enviaban el dinero y cuando el libro estaba terminado, Juan le remitía a cada uno de los compradores un ejemplar. Claro que esta manera de editar era muy particular, ya que los libros no aparecían nunca en librerías e iban a destinatarios fijos que casi siempre eran los mismos”.





Reconocimiento y despedida
Cuando en 1970 aparece En el aura del sauce, Juan L. Ortiz llevaba alrededor de diez años sin publicar. Varios inéditos, entre ellos el impresionante El Gualeguay, un extenso poema de 2.639 versos dedicado al río homónimo, habían permanecido dormidos en alguna gaveta. Sin embargo, aunque la publicación de sus obras completas en la Biblioteca Vigil puede haber llamado la atención de un público que, hasta el momento, no había accedido a la obra de Ortiz, el hecho no significó ningún cambio para el poeta anciano, existencial ni material, ya que seguiría viviendo en su humilde morada, ajeno al devenir de las letras argentinas con mayúsculas. “En Juan no había demasiada preocupación por publicar y, además, nunca las editoriales argentinas se preocuparon mucho por su poesía. Fue siempre un poeta marginal, aislado, reconocido por alguna gente del país pero desconocido por lo que se llama el ‘mundo cultural oficial’. Juanele no recibió nunca en su vida un premio o cualquier tipo de distinción, de beca o de valoración especial de su obra”, relata Hugo Gola en el documental de Contardi.
Para reforzar el aislamiento de la obra de Juan L. Ortiz en la cultura argentina de aquellos años, el destino actuaría de la peor forma, bajo la brutalidad y la ignorancia que son marcas ostensibles de cualquier dictadura militar. En febrero de 1977, la Biblioteca Constancio C. Vigil fue intervenida, se paralizaron todos los servicios educativos que ofrecía y Ruben Naranjo, su gran impulsor, fue separado del cargo. La saña interventora se aplicó especialmente con la editorial de la Biblioteca, de cuyo depósito desaparecieron ochenta mil libros, la mayoría de ellos quemados por las noches en el propio horno de la institución. En esa brutal y sostenida quemazón se fue una parte importante de la edición de En el aura del sauce, a saber, el remanente de la tirada de cinco mil ejemplares que la editorial había realizado en 1970.
Poco más de un año iba a vivir Juan L. Ortiz luego de la desaparición de los últimos ejemplares de sus obras completas. Un cuarto tomo de En el aura…, cuyos originales llegó a ver Naranjo en una visita al poeta en Paraná y que, originalmente, era del interés de la Biblioteca Vigil publicar, nunca vio la luz. Hasta el final, Ortiz seguiría escribiendo su particularísima poesía, atada a un puñado de motivos que, según expresa Juan José Saer en El río sin orillas, es solamente uno: “El tema casi exclusivo de su poesía era el escándalo del mal y del sufrimiento que perturban necesariamente la contemplación de un mundo que es al mismo tiempo una fuente continua e inagotable de belleza, tema que no difiere en nada del dilema capital planteado por Theodor Adorno después de Auschwitz. En casi setenta años de trabajo poético, Juan L. retomó una y otra vez ese tema, aplicando la combinación de lo ‘invariante’ y de lo ‘fluido’, que para Basho, el maestro del haiku, constituyen la oposición complementaria de todo trabajo poético”.
Cuando Juan L. Ortiz falleció, el 2 de setiembre de 1978, casi todos sus amigos estaban fuera de Argentina (Gola en Londres, Saer en París) y algunos, incluso, fuera de este mundo, como es el caso de Francisco ‘Paco’ Urondo, asesinado en Mendoza en junio de 1976 por las fuerzas militares. En sus meses finales, el ominoso aire que respiraba la Argentina por aquellos años también se había estacionado en el apacible paisaje de Juan  L. Ortiz, rodeando la humilde casa frente al río Paraná.
En la conferencia inaugural del Congreso de Literatura de Santa Fe, en 2007, Hugo Gola realizó un viaje por la vida y la obra de Juan L. Ortiz, indisolublemente unidas. En uno de los pasajes más emotivos de la lectura, refirió a los presentes las horas finales de Juanele: “Se aproximaba a la muerte sin sobresaltos, como si ese cambio de estado debiera hacerse suavemente, sin estridencias ni lamentaciones. Una tarde, me contó un amigo, la última de su vida, compartió todavía una conversación con algunos jóvenes que lo acompañaban. Gerarda, su mujer, algo menor que él, asistió, como siempre solía hacerlo, a esta última charla. En un momento de la tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, le dijo: ‘Ya es hora de acostarte, Juan’. Sin oponer resistencia, esta vez Juan aceptó la orden de Gerarda, saludó a los presentes y se retiró a su cuarto. Se recostó por un momento y luego, haciendo un último esfuerzo, se levantó de su cama para, con la cortesía acostumbrada, despedirse de sus amigos ausentes. ‘Bueno Paco’, dijo, ‘bueno Saer, bueno Hugo, bueno Mario…’. Luego regresó a su cama y unos minutos después su vida había terminado. Imperceptiblemente cambió de estado; con un último gesto cordial se despidió de la vida, serenamente, como había vivido, como siempre quiso que fuera ese pasaje”.
Después de la muerte, claro está, sobrevino un parcial descubrimiento, las lecturas académicas y el reconocimiento de cierta crítica literaria dormida, demasiada centrada en la industria editorial de Buenos Aires y en las novedades que llegan de otras partes del mundo, de la obra de Juan L. Ortiz. Los nuevos lectores se enterarían, así, de los vínculos juveniles de Juanele con el anarquismo y el socialismo, de su viaje a China y a la Unión Soviética en 1957, de su extremada delgadez (que se contagiaba a todo su ambiente, llegando a diseñar un sillón para él de la misma constitución), de su adoración por la obra de Claude Debussy y de sus traducciones de algunos poetas franceses, italianos y chinos.
Para terminar esta semblanza a varias voces de Juan L. Ortiz, citaré unos versos de su poema ‘Un canto solo’, donde el poeta observa a una minúscula criatura nocturna y lo interroga, se interroga, nos interroga a los que lo leemos. A la luz de lo que dejaron escrito aquellos que lo conocieron, que lo trataron, que compartieron con él conversaciones, cigarrillos, mates y silencios, no puedo dejar de leer estos versos como una descripción autobiográfica de aquel hombre de apariencia tan frágil, llamado a convertirse en uno de los poetas más grandes del siglo veinte:

Un grillo, sólo, que late el silencio.
¿A su voz se fijan
los resplandores
errátiles
de las estrellas
que tienden hilos vagos
al desvelo
de las flores, las hierbas, los follajes ?
¿O es una tenue voz aislada
junto al arpa que forman esos hilos
y que hace cantar la noche
con su último canto
secreto ?
No oigo
ya
el grillo.
Vibra un canto
sutilísimo, profundo,

¿hasta cuándo?



Publicado en el semanario Brecha el 22/IV/2016.

viernes, 29 de abril de 2016

El escritor Darío Canton y la saga ‘De la misma llama’

La vida entera

Sociólogo y poeta, Darío Canton (Nueve de Julio, Provincia de Buenos Aires, 1928) se ha valido de las peripecias de su propia vida, contadas al detalle y con abundante y variada documentación, para conformar una obra única, una saga que atraviesa ocho décadas de historia y que abreva en la poesía, la política, los vínculos familiares, el espacio geográfico y la comunicación entre otros muchos, muchísimos, temas.


En 1972 aparece en Buenos Aires un pequeño libro publicado por Siglo Veintiuno dentro de su colección ‘Mínima’. Se llama La Mesa y no consigna en ninguna parte el nombre del autor. Se trata de un extenso poema de más de dos mil seiscientos versos en los que el poeta le canta a la mesa, a varias mesas, a todas las mesas. Dividido en dieciocho cantos, el autor repasa los usos posibles y probados de una mesa, su etimología y sus patologías, su presencia en el refranero popular, su psicología, la historia de las mesas célebres, las representaciones artísticas, la filosofía y la mística que rodea a ese mueble de cuatro patas tan banal y tan necesario.
El autor de este curioso libro (‘Tratado poeti-lógico’, reza el subtítulo) se llama Darío Canton, tiene, en 1972, cuarenta y cuatro años, y además de trabajar como sociólogo, ha  publicado algunos libros de poesía. Aquel volumen de color anaranjado, que abre con un epígrafe del Libro Primero de El Capital y cierra, en la contratapa, con un aviso de La Especial de Muebles, contiene la clave del trabajo que el autor comenzará a desarrollar algunos años más tarde en su monumental saga De la misma llama (siete tomos publicados y uno en preparación), a saber, la precisión en los detalles al momento de describir un determinado fenómeno, el soporte documental, el humor y el cuidado manejo del lenguaje. La diferencia: en vez de centrar la atención en un mueble lo hará en su propia existencia.  

Oficio de poeta
Paralelamente a su labor poética, sobre finales de la década del sesenta y la primera mitad de la del setenta, Darío Canton se consagró, en su condición de sociólogo, al estudio de diversos fenómenos sociales, como puede rastrearse en los títulos de los libros que publicó durante el período: El Parlamento Argentino en épocas de cambio: 1890, 1916 y 1946 (1966), Materiales para el estudio de la Sociología Política en la Argentina (1968, dos tomos), La política de los militares argentinos 1900-1971 (1971), Pequeño censo de 1927 (1971, en colaboración con José Luis Moreno), Gardel, ¿a quién le cantás? (1972) y Elecciones y partidos políticos en la Argentina 1900-1966 (1973).
El primer libro de poesía de Canton puede provocar, por su nombre, cierta confusión con su desempeño como sociólogo, confusión que se diluye al leer los textos incluidos en el breve volumen. La saga del peronismo, publicado por la editorial Áncora en 1964, fue escrito en Estados Unidos, en la Universidad de Berkeley, donde el poeta estuvo becado entre 1960 y 1963. En los siete poemas de La saga…, Canton reconstruye la historia del movimiento que se constituye en eje central de la historia política argentina.
Cuatro años pasarían hasta la aparición de su segundo libro de poesía. Corrupción de la naranja es una sucesión de poemas que describen, justamente, la corrupción de tres naranjas durante un lapso de dos meses: cómo las tres frutas colocadas sobre una mesa van cambiando a medida que pasa el tiempo, alterando su proporción, su forma y su color, corrompiéndose. Los sesenta y dos poemas que integran Poamorio, aparecido en 1969, parecen querer escaparse del volumen, alterando el orden y la organización a través de las páginas: el poema número 29 aparece en la propia tapa y recién nos enteramos del autor y del pie de imprenta en las páginas centrales, desde donde se avanza hacia el poema número 28, impreso en la contratapa.
La aparición de La mesa en 1972, representó una suerte de bestseller y, a pesar de no consignar en ninguna parte del volumen el nombre del autor, posicionó al poeta Darío Canton en la escena literaria de Buenos Aires, posicionamiento que no deja de ser, hasta el presente, problemático. El libro es un buen ejemplo del humor del poeta, una constante que de forma subrepticia, subterránea, acompañará la imponente saga que empezará a redactar algunos años después. En la hagiografía de las mesas, por ejemplo, leemos versos como estos: “De la larga / lista de mesas / que incluye el santoral / -ninguna de ellas afectada / por la depuración  / más reciente- / mencionaremos algunas / para edificación / de nuestros lectores / remitiéndolos / para otros datos / a las obras / de la bibliografía…”.
El libro Poemas familiares apareció en 1975, el mismo año que Darío Canton emprendió el proyecto poético Asemal, al que me referiré un poco más adelante. En una breve reseña de los Poemas familiares aparecida en La Gaceta de Tucumán, Raúl Gustavo Aguirre da una clave de la posición que el poeta Canton ocupaba entonces (y ocupa ahora, agrego) en el mapa de la literatura argentina: “Estamos ante una presencia poética muy peculiar, muy personal, muy original, a la que, fuera de analogías fáciles, no encontramos antecedentes en nuestra literatura (tal vez algo, sí, en alguna parte de la obra del chileno Nicanor Parra)”.
El siguiente libro, aparecido dos años después, es otro satélite solo posible en la galaxia Canton: Abecedario Médico Canton Vademedicumnemotecnicusabreviatus, un manual con ochocientas entradas como ‘Calcistín’ ‘Coatín’ y ‘Supresín’, cargado de humor y en que el autor revela (o a esta altura de su obra arroja más evidencia) su amplio conocimiento de la lengua.





La mesa al revés
Entre 1975 y 1979, Darío Canton publicó la revista Asemal (‘La mesa’ al revés), una de esas empresas notables que atraviesan la larga historia de la literatura argentina, no exenta de quijotadas a la hora de difundir, con cierta asiduidad, la producción en versos. Quizás deban pasar varias décadas para que algún académico entusiasta acometa la labor de estudiar a fondo la historia y el alcance de Asemal, una particular publicación de autor que está en la base de la gran obra de Canton, De la misma llama.
En los hechos, Asemal fue una revista unipersonal, gratuita, que el propio autor remitió a diferentes corresponsales durante cuatro años. Así, a través del sistema de correo postal, las creaciones de Canton viajaron a diversos destinos dentro de Argentina y en otras partes del mundo. Hay que leer la aventura de Asemal (sobre la que Canton volvió en el año 2000 al publicar La historia de Asemal y sus lectores, el cuarto tomo de De la misma…) a la luz –o las tinieblas– de los convulsionados tiempos políticos de Argentina en aquellos años y de un ambiente editorial poco propicio a la publicación de poesía. En los veinte números de Asemal, Canton desafía y vence los vericuetos de la trama histórica y las diversas formas de la censura, y establece un diálogo abierto, epistolar, con una gran cantidad de corresponsales.
En Asemal, el poeta juega, subvierte, crea y explora diversos estilos y formatos, yendo desde el haiku hasta las formas muertas de algunas vanguardias, creando siempre algo original y nuevo, presentando a veces varias versiones de un mismo poema. La creación no se agota en el carácter lúdico, sino que conforma un estilo, una poética propia, alcanzando momentos impresionantes, como lo demuestra este FELIS BER / TOcaba en salones de pueblo / con aspiraciones culturales / bajo los auspicios / de Sociedades de Fomento / Comités Patrióticos / y similares: / algunas tablas del escenario / siempre crujían / y nunca encontró su ley / por más que las miraba / atento / estudiando el camino hasta el piano / antes de lanzarse a él. / Les tiraba preludios / polonesas / danzas del fuego / algo apagadas / parelisas / belabartoks si cuadraba / y siempre sentía / también soñaba / que tocaba en pleno campo / para los animales / reunidos en una gran platea / vacas, muchas vacas / algunos bueyes / pocos toros / nunca caballos –no iban a los conciertos / le asombraba– / ovejas, muchas ovejas / que balaban y balaban. Cuando todo terminaba / salía / saludaba a promotores / trataba de cobrar / buscaba algún perro / para hacerle una caricia / se iba a comer a la fonda.

El cuento del poema
La génesis de De la misma llama, esa saga compuesta por unos libros enormes, bellamente editados, con profusión de material documental, que Darío Canton comenzó a publicar en el año 2000, hay que ubicarla veinticuatro años atrás, en 1976, en las páginas del número 16 de Hispamérica, la impresionante revista de poesía que, bajo la dirección de Saúl Sosnowski, cumplió este año la nada despreciable edad de cuarenta y cinco años.
Allí publiqué una especie de credo poético que ilustré con la descripción de cómo escribí dos poemas. El tema reaparece –públicamente, diría, porque puertas adentro había seguido trabajando mucho con él–, en los tres últimos números de Asemal (18 a 20), con los que llamé ‘Cuentos de poemas’. Eran pequeñas narraciones con el origen, desarrollo y versión final de un texto determinado, junto con el registro de las vacilaciones, dudas y certezas del autor a lo largo de su trabajo”, me escribe Darío Canton desde Buenos Aires.
En 1978, el poeta constató que contaba con unos setenta “cuentos de poemas”, en los que describía con variedad de detalles el proceso de creación de cada texto, lo que lo motivó a presentar el proyecto en la Fundación Guggenheim con el título El trabajo de escribir poesía: un testimonio personal. La propuesta no fue aceptada y, en abril de 1979, cuando Canton escribe el “Balance y despedida” de Asemal, anuncia que se dedicará a otro proyecto: la escritura de un libro en el que el relato de la escritura de algunos poemas le permitirá escribir una suerte de biografía intelectual. “Razones económicas y de trabajo sociológico forzaron una interrupción hasta 1986. Allí, a lo largo de cuatro años de tarea ininterrumpida, escribí unas mil quinientas páginas tamaño oficio, a máquina, a un espacio, con los seis volúmenes que alcanzó la obra. También hice acopio de material fotográfico”, dice Canton.
Sobre finales de 1989, cuando el autor acometió la tarea de publicar el extenso volumen escrito en los años previos, diversos avatares de la economía argentina del momento se lo impidieron. Durante diez años, Canton intentó sin éxito publicar algunos fragmentos del libro, que tras bambalinas seguía creciendo, ya que el autor no dejó nunca de acopiar material documental y fotográfico. “En 1999, cansado de dar vueltas, decidí publicarlo por mi cuenta. Apareció en el año 2000 La historia de Asemal y sus lectores y con posterioridad, en los años 2004, 2005, 2006, 2008 y 2012, cinco volúmenes que cubren la redacción original. Habían pasado veintitrés años para verla impresa”, cuenta.

Vida de Canton
Los volúmenes que conforman De la misma llama problematizan, por el tamaño, la cantidad de páginas y la variedad de temas que tratan, el signo fragmentario de muchos lectores actuales. Contra la brevedad y liviandad de los libros de estación, la escasez de palabras de Twitter y el caos textual de Facebook, por ejemplo, los tomos de la obra maestra de Canton parecen llegados de otro tiempo, construidos con minucioso cuidado en lo formal y dedicándole una importante cantidad de páginas a temas que, en el caos frenético del presente, pueden parecer menores o irrelevantes (el detalle de los gastos comunes de un apartamento en el que vivió el autor, la disposición de los muebles en una estancia determinada, los pormenores de una operación en los ojos y un amplio etcétera). Al mismo tiempo, hay en toda la saga un cuidado empleo de diversos materiales gráficos y documentales: además de una gran cantidad de fotos, con su correspondiente detalle, pueden hallarse desde la reproducción facsimilar completa de un Refranero criollo (De la misma llama Tomo V. Malvinas y después) a un volumen de la colección de Ramón Sopena, ‘Cuentos ilustrados para niños’, Los monos bailarines (De la misma llama Tomo VI. Nue-Car-Bue. De hijos y padres), así como copias de facturas, notas manuscritas y una gran cantidad de dibujos realizados por los hijos del autor en su niñez.
Los ocho tomos de la saga, que comenzó a publicarse en el año 2000 y que deberá concluir el año próximo, abarcan la vida entera de Darío Canton, desde su nacimiento en 1928 hasta el año 2014. En poco tiempo, saldrá a la luz el tomo final, La yapa. Segunda parte (2007-2014), que oficiará de cierre de la obra y que será el único volumen presentado cronológicamente. Sobre este punto, conviene realizar una aclaración. En los quince años de edición, los diversos tomos no fueron apareciendo ordenados, lo que le agrega un nuevo nudo de complejidad a la saga, al tiempo que parece indicar que el proyecto de contar toda una vida no debe cumplir, necesariamente, un orden pautado por el calendario. La historia de Asemal y sus lectores, que reproduce la totalidad de la revista despachada por correo junto a una variada correspondencia entre el autor y algunos de sus corresponsales, y que ocupa los años 1975-1978, fue el primer volumen en aparecer, en el año 2000, aunque cronológicamente se trata del cuarto tomo de la saga. Nue-Car-Bue. De hijo a padre, uno de los libros más voluminosos del conjunto, que comienza con el nacimiento de Darío Canton en Nueve de Julio y que abarca la vida del autor desde 1928 a 1960, previo a su ingreso a la Universidad de Berkeley, apareció en el año 2008, ocho años después de iniciada la publicación de la saga, convirtiéndose en el sexto tomo. Berkeley (1960-1963), que cronológicamente debería continuar al tomo antes comentado, había aparecido cuatro años antes, constituyéndose en el primer volumen de la serie.
Los cortes temporales de la obra tienen que ver con mi vida. La narración empieza con una estadía en Berkeley (1960–1963), adonde fui becado para estudiar sociología. Esos años cambiaron mi vida. Fue, para mí, el lugar de mi “graduación poética” con La saga del peronismo y muchos poemas incluidos en publicaciones posteriores. Allí terminé mi primer libro de sociología y escribí artículos que luego aparecieron en revistas especializadas a mi vuelta a la Argentina. El color azul de la tapa evoca el cielo de California”, me escribe Canton. El volumen siguiente, Los años en el Di Tella (1963-1971), refieren al tiempo en que el autor trabajó como investigador en el Instituto Torcuato Di Tella, época en la que aparecieron sus primeros libros en el ámbito de la sociología y también, como referí al principio, sus primeros poemarios. El tono naranja en la portada refiere al color de las publicaciones de sociología de la institución, a diferencia de la tonalidad opaca del volumen siguiente, De plomo y poesía (1972-1979). Ese tomo cubre un período rico en lo personal, con el nacimiento de dos nuevos hijos, e intelectual, con la publicación de varios libros y un trabajo sociológico por amor al arte, en medio de un terrorismo de estado inédito. De ahí el color gris de la tapa”, dice el autor.

La vida entera de un escritor puede leerse como una novela, parece ser la clave central de De la misma llama, certeza aplicable a cualquier existencia, en realidad. El arte no está solo en saber vivirla sino, y especialmente, en saber contarla. 
                                                                                                                                        Martín Bentancor


-Publicado en BRECHA, el 12/XI/2015.