martes, 30 de junio de 2009

Evocación de Héctor Umpiérrez (*)


El pasado miércoles 24 de junio, el payador Héctor Umpiérrez cumplió 94 años. Con una lucidez envidiable, el viejo payador recibió en su casa a amigos y colegas que celebraron la constancia de una vida dedicada por completo al difícil arte de ensamblar estrofas improvisadas al ritmo de una guitarra. Umpiérrez es el último payador vivo de una generación de cultores del canto repentista que, a excepción de un puñado de programas radiales y una breve y discontinua bibliografía, se ha ido perdiendo, desdibujándose inevitablemente con el devenir de los años.
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El propio papel del payador en el desarrollo de la historia del Uruguay se remonta a la labor pionera de Bartolomé Hidalgo y Eusebio Valdenegro – suerte de cronistas o juglares del ciclo artiguista – y recorre la segunda mitad del siglo XlX (de forma algo errática y, debido a la ausencia de soporte tecnológico, imposible de registrar) para consolidarse definitivamente en el siglo XX. El arte de la payada define su alcance, temática y posicionamiento frente a la realidad del país y del mundo a lo largo de todo el territorio del Uruguay y Argentina, si bien es un fenómeno que también se genera en Brasil y Chile (bajo la forma de “paya”). En el Uruguay, un intento de índice de payadores debe incluir, necesariamente, nombres como Juan Pedro López, Ramón López, Florentino Callejas, Clodomiro Pérez, Braulio Césaro, Pelegrino Torres, Pedro Medina, Luis Alberto Martínez, Victoriano Nuñez, Omar Vallejo, Angel Orestes Giacoy, Pedro Leoni, Aramis Arellano, Carlos Molina, Raúl Montañez y, claro está, Héctor Umpiérrez. El nonagenario payador supo actuar (y en el contexto de una payada a contrapunto, actuar significa enfrentarse verbalmente con el otro) con la mayoría de los antes mencionado y, en el caso de Carlos Molina, el enfrentamiento trascendió el escenario y cambió guitarras por facones en un episodio que acabó con Umpiérrez al borde de la muerte. Es comprensible, entonces, que Héctor Umpiérrez se constituya en una suerte de Memoria Viva de la historia del arte payadoril a lo largo del siglo XX y, desde esa posición, además de “enfrentar” a duros oponentes, pudo ver como la disciplina profundiza en sus raíces, se volvía ideológicamente más compleja y, en las últimas décadas y en determinados espacios, mutaba en un arte “for export”, como a nivel más masivo ha ocurrido con el tango.


UNA ENTREVISTA
En enero del 2000, el autor de este artículo visitó al payador Héctor Umpiérrez en su casa “El Tacuaral”, cercana al río Santa Lucía, con motivo de una entrevista para un medio de prensa montevideano. Fue una jornada particular: entre los efluvios del alcohol y el asado que un amigo del dueño de casa diligentemente preparara, Umpiérrez ofició de Virgilio en un particular viaje hacia el pasado del arte payadoril. A continuación, algunos fragmentos de la entrevista en cuestión.

Si tuviera que explicarle a alguien que lo desconoce por completo quién es un payador, ¿qué le diría?
Le diría que el payador es un elemento capaz de decir cantando a cualquiera lo que no le diría hablando. Yo pertenezco a una pléyade de payadores muy distinta a la de ahora, porque antes las circunstancias eran otras. Hoy en día, todos los payadores poseen un gran refinamiento intelectual; a cualquiera de ellos que visites no podés entrar porque está lleno de libros. Y antes no había tiempo para esas cosas. Yo, nomás, soy analfabeto. Ahora, cuando vas a actuar a un lugar, estás anunciado por los medios de comunicación. Antes no era así. Llegabas a las pulperías de campo y daba la coincidencia de que había otros cantores para actuar primero y, de pronto, con unas copas de más, alguno de ellos se propasaba con el dueño, o con su señora, o con las hijas y ya no querían a los cantores por nada. Entonces vos, que no tenías más dinero y habías llegado hasta allí, no te podías ir y comenzabas a mirar la pared, los parejeros, buscando alguna cosa para encontrar la debilidad del hombre y comenzar a improvisar a favor de él y el hombre se convencía que eras diferente a los demás y te permitía quedarse. Llegaban las nueve de la noche, la gente jugaba al truco y vos tenías que hacer plata. ¿Y cómo hacías? Venías junto a los truqueros que estaban jugando y comenzaas a mirarle las manos; si las tenía sucias de cal era albañil, si tenía un callo en un pulgar era tambero. Entonces subías al escenario y comenzabas a cantar sobre el tambero y el albañil que había hecho tantas casas y, tal vez no tenía una para él. Y así comenzabas a tocarle el alma y se daban vuelta de la mesa para escucharte. Primero tenías que ganarle el aplauso y después el peso para seguir andando. Entonces tenías que tener un gran poder psicológico, lo que no ocurre ahora. Antes el payador cantaba para la gente; los payadores de ahora cantan para los payadores. Todos quieren asombrar con sus metáforas, con lo mucho que han leído. Todos quieren ser maestros pero no vale eso. ¿Por qué de que sirve que yo venga acá y te hable de la historia del mundo y te asombre con lo que sé pero no hable nada de vos. En cambio, si yo te devuelvo tu vida hecha verso, si le canto a tu sacrificio, a tu lucha, a tus cosas, vos me das hasta el alma. Esa es la diferencia.

¿Cómo fueron sus inicios?
Esto de ser payador me lo despertó la sensibilidad. Yo soy canceriano, soy extremadamente sensible, todo llega a mi corazón. Mi padre murió a los 25 años y, siete años después, mi madre se volvió a casar y yo conocí al hermano de mi padrastro, un hombre muy bueno. Ese tío nos hablaba, a mi hermana y a mí, del amor, la vida y también nos imitaba el canto de los pájaros. Yo pensaba: “¡Que lindo sería en la vida decirle a la gente cantando todas estas cosas!”. Desde que tengo 21 años, nunca supe hacer otra cosa que andar siempre con mi guitarra y en contacto con el campo, con el yeguarizo y, principalmente, con el hombre jinete. Además, siempre pensé que esto de improvisar es como un don. Parece muy fácil pero no lo es. Fernán Silva Valdés decía que él, que era el mejor poeta nativo, quería improvisar y no podía.

Un episodio fundamental en su vida y en su obra fue el viaje que emprendió, en 1978, hacia Paraguay siguiendo el camino que realizó Artigas en su exilio voluntario. ¿Cómo lo recuerda?
Partimos en un grupo que se llamaba “La Patrulla Oriental” y cuando llegamos al sitio (en Paraguay) donde Artigas vivió 25 años como chacarero, descubrimos que el avance de la selva ha borrado todo vestigio y sólo queda un montículo de tierra que, se supone, serían las paredes del rancho y un hundimiento en redondo en el suelo, sería el pozo. Pero hay dos troncos inmensos, de ñandubay o de lapacho, que están cortados y que son de la época porque los tocás y se hacen harina entre los dedos. Y hay un naranjero inmenso como un ombú que dicen que son rebrotes de aquel tiempo. En este momento, si llevan a un hombre y lo dejan solo en ese sitio, se muere por el calor, los mosquitos y porque todavía hay tigres. En ese lugar, Artigas se te cala hasta los huesos. Y por eso escribí:

Cuando fuimos al paraje
-Paraje Curuguatí-
Todo tenía para mí
Del Jefe Oriental la imagen.
La encontraba en el ramaje
De la añosa selva amiga,
Aquella selva que abriga
Recuerdos que veneramos.
Los patrulleros besamos
La tierra que araba Artigas.

Guarda el sitio montaraz
Dos troncos semiocultos
Como muertos sin sepulcros
De quién sabe cuanto atrás
Son vestigios nada más,
Vestigios de antigua ruina,
Por su cáscara cetrina
Que al tocarlo se hace migas,
Seguro que han visto a Artigas
Amarguiando con Ansina.

Nuestras voces adquirían
Un tono particular
Para no deshabitar
El silencio que allí había.
Dos naranjeros tenía
Un tamaño extraordinario
Por mi patrio relicario
Un gajito les corté;
Por oriental profané
El selvático santuario.

Usted conoció y actuó con los viejos payadores como Luis Alberto Martínez, Clodomiro Pérez, Pedro Medina y Juan Pedro López. ¿Cuánto los marcaron en su carrera y de quiénes reconoce influencias?
Mi maestro fue Juan Pedro López. La primera vez que canté con él –yo era muy joven- fue en mi barrio y después de actuar uno del público me gritó: “¿Qué hacés che? ¿Te pusiste de payador? Este es un carnicero. Yo lo conozco. Es un carnicero que se puso de payador.”. Y Juan Pedro, cuando lo escuchó, lo llamó y le dijo: “Venga, amigo, escuche. Usted está confundido. Este no es un carnicero que se puso de payador. Era un payador que estaba de carnicero” (Risas).

¿Se anima a improvisar algún verso para esta ocasión?
Mirá…Soy payador
De viejo cuño uruguayo
Pero hermano, si me hallo
Sin mi sonoro instrumento
Inofensivo me siento
Como un pampa sin caballo.

Y ahora que estoy viejo, por entregar las lonjas, siempre digo que:

Parado en la sobretarde espero caiga mi noche
Que ha de ser cuando la prensa, en viejas letras de molde
Publique la fin la noticia, con mi foto y con mi nombre:
“Se fue un viejo payador para ese pao de donde
No se vuelve con la piedra que hacia el vacíos e arroje”

Y empezarán mis recuerdos y mis versos como hojas
A rodar de pago en pago, donde tanto se me nombra.
Y no faltará el colega que repitiendo mis coplas
Llevará el recuerdo mío rodando de doma en doma.
No me han de dejar morir los que repitan mis cosas.
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(*) - Publicado originalmente en La Onda Digital, el 29/06/2009.

sábado, 20 de junio de 2009

Una sinestesia Cheever



En la obra narrativa de John Cheever se encuentran algunos de los mejores momentos de la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Cheever cuenta en sus historias (sobretodo en una veintena de cuentos excepcionales y en sus tres o cuatro grandes novelas), básicamente, la vida en los suburbios de las grandes ciudades y destaca bomo ninguno en la disección del american way of life y en las escasas virtudes y los muchos defectos de la clase media. En Bullet Park, novela de 1969, Cheever construye una interesante sinestesia para introducir en la historia a uno de sus protagonistas. La variante formal que adopta Cheever para su recurso retórico es la del universo cristiano, específicamente en su variante católica (con todo lo que esto implica para el propio autor que supo tener, ante la religión emanada de Roma, posturas muy variables a lo largo de su complicada existencia). Para complicar más el recurso, Cheever no lo presenta o lo escribe como parte del discurso del narrador ommipresente de la novela sino que lo refleja a través de su personaje. He aquí la sinestesia cristiana-temporal-existencial de John Cheever:


" Sagrada Comunión. Domingo de Sexágesima. Nailles oyó un grillo en la sacristía y un tamborileo metálico por los desagües de la lluvia mientras rezaba sus plegarias. Su concepción del calendario religioso estaba más asociado al clima que a las revelaciones de los Santos Evangelios. San Pablo significaba tormentas de hielo. San Mateo, el deshielo. Para las bodas de Caná y la purificación de los leprosos, la caldera del sótano de la iglesia seguía encendida, pero ya debían abrirse los ventiletes de los vitrales para que entrara un poco de áspero aire primaveral. Abstenerse de fornicar. Honrar el receptáculo que nos fue conferido. Jesús se alejaba de la costa de Tiro y Sidón cuando terminaba la temporada de esquí. Para la Crucifixión, un trineo abandonado en un lecho de violetas iba cubriéndose con los primeros brotes florales. En Pascua aparecían las primeras truchas por el río. Para Pentecostés y el milagro de las lenguas ya se podía nadar. San Jorge y las Revelaciones anunciaban los primeros calores del verano..."