jueves, 26 de abril de 2018

El misterioso escritor B. Traven


Máquina de escribir en la selva

Frente a B. Traven, los promocionados grandes autores “ocultos” de la ficción del siglo XX, Thomas Pynchon y J. D. Salinger, son meros bromistas de domingo. Ningún escritor hizo tanto para borrar las pistas de su contingencia humana como este novelista que tecleó toda su obra en medio de la selva mexicana. Son muchos los investigadores que se han lanzado tras la pista de B. Traven, los mismos que al creer apresarlo en la cómoda parcela de una biografía, han visto cómo, irremediablemente, se difuminaba.
Martín Bentancor

En el año 1925, Ernst Preczang, editor del Büchergilde Gutenberg, un gremio literario y club del libro para obreros fundado por un sindicato de impresores de Alemania, quedó maravillado por una serie de relatos acerca de México, aparecidos en la revista socialista Vorwärts y firmados por un tal B. Traven. Localizó al autor escribiéndole a un número de apartado postal a la ciudad portuaria de Tampico, en el estado mexicano de Tamaulipas, y le solicitó los derechos para reproducir los textos en forma de libro. Traven le respondió de inmediato, aceptando la propuesta y proponiéndole, a su vez, publicar antes una novela que había escrito en inglés y que él mismo traduciría al alemán. La novela, que se llamaba Das Totenschiff (El barco de la muerte), fue publicada por Preczang en abril de 1926, convirtiéndose en un suceso inmediato. De pronto, B. Traven pasó a ser el autor más leído de Alemania, comenzando a labrar el misterio que permanece abierto hasta la actualidad.

Feige/Marut
Entre los años 1917 y 1921, un tal Ret Marut publicó en Munich la revista Der Ziegelbrenner, definida como una publicación “anarcopacifista y anarcoindividualista”, inspirada en la legendaria Die Fackel de Karl Kraus (1874-1936). En su revista, que redactaba, editaba y distribuía él mismo, Marut enfrentaba a los charlatanes que escribían en los diarios y apelaba a que el lector descifrara la verdadera noticia oculta detrás de la noticia, afirmando que solo el socialismo podría destruir al Estado y barrer con el sistema capitalista. En su revista, Marut no se andaba con sutilezas: cuando debía atacar a un político corrupto, directamente lo llamaba “hijo de puta”, cuando se refería a ciertos industriales, hablaba de “raza de víboras” y a algunos lectores que, furibundos, le escribían para quejarse de determinados artículos, los designaba como “inmundicia humana”.
Ret Marut había nacido, en realidad, bajo el nombre de Otto Feige, desempeñándose durante años como montador mecánico y como secretario de sindicato, con fuertes ideas anarquistas. En 1907, a los veinticinco años, Feige decidió convertirse en Ret Marut y, valiéndose de su predisposición al histrionismo, logró algunos trabajos como actor en espectáculos populares. Su cambio de nombre vino de la mano de un cambio de nacionalidad, pues a partir de entonces, comenzó a afirmar que había nacido en San Francisco, el 25 de febrero de 1882, y que, lamentablemente, todos sus papeles de nacimiento se habían destruido en el gran terremoto de 1906 en la ciudad norteamericana. Así, de a poco, el operario manual anarquista se convirtió en el editor de uno de los medios de prensa más inquietos de aquella Alemania que salía de la Gran Guerra y comenzaba a acomodarse en el consiguiente periodo de posguerra.
En uno de los últimos artículos que Ret Marut publicó en Der Ziegelbrenner, antes de cerrar la revista, se refería a los escritores norteamericanos más leídos en su propio país. Allí, entre varios nombres, mencionaba a Upton Sinclair, Jack London, Mark Twain, Theodore Dreiser y a un tal B. Traven, a quien nadie conocía en Alemania.
El siguiente paso de Otto Feige, aquel antiguo operario manual anarquista, fue desprenderse de la personalidad de Ret Marut, enterrando al incendiario gacetillero de Munich. En algún momento del año 1924, Otto Feige, alias Ret Marut, cruzó el Océano Atlántico, desembarcó en México y se convirtió en el novelista B. Traven.



El novelista
Volvamos al principio. Cuando en abril de 1926, Ernst Preczang editó en Alemania el libro de B. Traven El barco de la muerte, convirtiéndose en automático bestseller, nadie recordaba el nombre del ignoto novelista que, algunos años atrás, Ret Marut había señalado como uno de los autores norteamericanos más leídos. El público, ávido de más Traven, exigió la aparición de nuevas obras de aquel estadounidense que vivía en México y escribía en alemán. En setiembre de 1926 apareció la novela Los pizcadores de algodón, protagonizada por el mismo narrador de El barco de la muerte, y en 1927 vería la luz otra novela, El tesoro de la Sierra Madre, que a la postre se convertiría en el libro más famoso de Traven, a raíz de la adaptación cinematográfica que veinte años después realizara John Huston. 
En 1928, Traven publicó en Alemania dos nuevas obras: la colección de cuentos Der Busch y su única obra de no ficción, la crónica de viaje Land des Frühlings, que incluía 64 páginas de fotografías tomadas por el propio autor, seguidas en 1929 por las novelas Puente en la selva y La rosa blanca. Tras la aparición de estos libros, hubo un silencio editorial de dos años y, a partir de 1931, comenzó la publicación de lo que se llamó “el ciclo de la caoba”, integrado por las novelas La carreta (1931), Gobierno (1931), La marcha dentro del reino de la caoba (1933), La troza (1936), La rebelión de los colgados (1936) y El General. Tierra y libertad (1940).
Luego del “ciclo de la caoba”, B. Traven no volvió a publicar durante diez años. En 1950 apareció Macario, un largo cuento fantástico que es, en realidad, un refrito de los relatos ‘El padrino’ y ‘El padrino Muerte’, de los hermanos Grimm, y una década después, en 1960, fue el turno de Aslan Norval, unánimemente considerada una obra menor.
Es interesante apuntar que la fama editorial de B. Traven se labró a espaldas de Estados Unidos, país donde presuntamente había nacido. En B. Traven. Una introducción, Michael L. Baumann cuenta que el legendario editor Alfred A. Knopf, que sería el primero en publicar a Traven en inglés, no se enteró de su existencia hasta un viaje que realizó a Alemania en 1932. Cuando dos años después, El barco de la muerte fue editada en Estados Unidos, apenas vendió unos pocos ejemplares. Una suerte similar corrieron Puente en la selva y El tesoro de la Sierra Madre. Recién cuando la adaptación de El tesoro…, realizada por John Huston y protagonizada por Humprey Bogart, Tim Holt y Walter Huston, fue estrenada en 1948, el público lector estadounidense comenzó a interesarse por B. Traven.

Croves/Torsvan
Cuando en 1946, John Huston comenzó a filmar El tesoro de la Sierra Madre en México, el primer día de rodaje apareció en el set un tal Hal Croves, que se presentó como un traductor residente en Acapulco. Croves le entregó a Huston una carta escrita de puño y letra por B. Traven, en la que el escritor afirmaba que el portador conocía al dedillo toda su obra, solicitando que fuera tenido en cuenta para cualquier consulta técnica, argumental e histórica sobre el libro. Croves siguió a Huston y a su equipo por los distintos lugares donde se desarrolló el rodaje, a saber, Michoacán, Tampico y San José Purúa, solo intercambiando unas pocas palabras con el director, hasta que en algún momento de la filmación, desapareció.
Cuando la película se estrenó, en enero de 1948, un indignado Hal Croves atomizó la sección de ‘Cartas al director’ de Life y Time con encendidos ataques al cineasta. “Nunca más tendrá John Huston la oportunidad de dirigir una película basada en otro de los 14 libros de Traven. Traven no necesita a Huston”, dice en una de las correspondencias. Y en otra: “John Huston nunca será un gran escritor porque es un mal observador”. Es verdad que la película no capta la atmósfera densa de la novela (en la que, a la mitad, el protagonista muere degollado) y que los personajes mexicanos son presentados de una forma por demás ridícula, pero Huston logró uno de sus mejores filmes al presentar un estudio desolador sobre la codicia. Las cartas de Croves a la prensa tenían un espíritu más propagandístico de la obra de B. Traven que de genuina molestia por la película de Huston.
Como habrá adivinado el sagaz lector que llegó hasta acá, el traductor y furibundo corresponsal Hal Croves, que se mezcló en el rodaje de El tesoro… para desaparecer de golpe, como tragado por la propia selva, no era otro que el mismísimo B. Traven, alias Ret Marut, nacido Otto Feige.
En 1948, el joven periodista mexicano Luis Spota se propuso averiguar quién se escondía detrás del misterioso escritor B. Traven. Durante meses, siguió el rastro del presunto traductor Hal Croves, descubriendo que todas las pistas llevaban a un mismo lugar: Acapulco. En la ciudad portuaria, el incansable Spota hurgó y hurgó hasta interceptar una liquidación de regalías que el agente literario Joseph Wieder le enviaba a Traven desde Suiza. Lo curioso es que el cheque no iba a nombre de B. Traven ni de Hal Croves, sino de un tal F. Torsvan. Cuando Spota dio con Torsvan y le enrostró el hecho de que él era el escritor B. Traven, el imputado, un ingeniero retirado que vivía en un barrio residencial, lo negó categóricamente, cerrándole la puerta en la cara. Poco tiempo después, el novelista Upton Sinclair le envió un paquete de libros a B. Traven. Como el novelista norteamericano no sabía de qué forma contactar a su colega, remitió el paquete a Ciudad de México, a nombre de Esperanza López Mateos, quien unos años antes se había convertido en la traductora al español de B. Traven. López Mateos recibió el paquete y lo despachó hacia Acapulco, a nombre de F. Torsvan.
Puestos a averiguar quién era F. Torsvan, Spota y otros investigadores se lanzaron a la búsqueda de los datos biográficos de quien, según las pistas antes señaladas, no era otro que el mismísimo B. Traven. Hallaron, así, que el nombre de F. Torsvan apareció oficialmente en México en 1926 (el mismo año que Ernst Preczang publicaba en Alemania El barco de la muerte, la primera novela de Traven), como el de un ingeniero que acompañó una expedición arqueológica dirigida por Enrique Juan Palacios por el estado de Chiapas. En un momento del periplo por la selva, como antes lo hiciera el operario Otto Feige en 1907, Ret Marut en Munich, en 1924, y, años más tarde, Hal Croves durante el rodaje de El tesoro de la Sierra Madre, F. Torsvan había desaparecido abruptamente.



Esperanza
Durante muchos años, la única forma de leer a B. Traven en español fue a través de la vieja Compañía General de Ediciones S.A., dentro de su colección ‘Ideas, Letras y Vida’, que publicó gran parte de la obra novelística de Traven. La traductora Esperanza López Mateos no solo fue la encargada de verter al español la prosa del esquivo autor, sino que poseyó el copyright de la obra, en un interesante caso de autoría intelectual.
Esperanza, hermana de Adolfo López Mateos, quien fuera presidente de México entre 1958 y 1964, y prima del legendario director de fotografía Gabriel Figueroa, es una pieza clave en la historia de B. Traven y, especialmente, en el mantenimiento del misterio y el vínculo del escritor con México. Algunas crónicas afirman que el autor y la traductora se encontraron por primera vez en Michoacán, en 1941. Esperanza López Mateos es la responsable de haber convertido al español la prosa profundamente descriptiva de B. Traven, que no se detiene solo en el registro de paisajes y contingencias geográficas sino que explora al detalle los tipos humanos, especialmente de los indígenas, no cayendo jamás en el pintoresquismo ni el retrato de brocha gorda.
En un momento de la búsqueda, los investigadores que iban tras los pasos de B. Traven, constataron que los rastros se diluían al llegar a la traductora. Solo Esperanza López Mateos se carteaba con el autor; solo ella conocía el proceso creativo del novelista; solo ella compartía los derechos de la obra del inalcanzable escritor. Y fue uno de esos investigadores, anclado una medianoche en alguna cantina del sur mexicano, quien comenzó a preguntarse si en verdad hubo alguna vez un ingeniero recorriendo Chiapas, un traductor asesorando a un cineasta, un novelista aporreando una máquina de escribir debajo de un mosquitero en el trópico. ¿Y si B. Traven no era otro que Esperanza López Mateos?, se preguntó.
Cuando en 1951, Esperanza López Mateos se suicidó, a los cuarenta y cuatro años, no solo se llevó a la tumba la teoría elaborada por aquel trasnochado rastreador, sino todo lo que conocía del auténtico B. Traven, con quien se había carteado durante años. Cuando el 26 de marzo de 1969, murió en Ciudad de México Hal Croves, hubo cierta coincidencia en la prensa mundial en señalar que el muerto era B. Traven. La disposición testamentaria indicaba que sus cenizas fueran esparcidas en el río Jataté, en Chiapas, no solo para permanecer en una zona que le había sido muy querida al escritor, sino también para no dejar rastros tras de sí, para que en el futuro nadie tuviera que reducir el cadáver, estableciendo la conexiones posibles entre Otto Feige, Ret Marut, Hal Croves, F. Torsvan y B. Traven.





Los libros
El barco de la muerte, la primera novela de Traven, presenta los grandes temas del autor: la confraternidad entre desclasados, las relaciones de poder entre poderosos y subordinados y una concepción de la vida teñida por la presencia insoslayable de la muerte. Gerard Gales, narrador que reaparece en Los pizcadores de algodón y Puente en la selva, se suma a la tripulación del Yorikke, un “barco de la muerte” integrado por marineros indocumentados que trabajan como esclavos. Gales dice haber nacido en Nueva Orleans, pero al haber perdido todos sus papeles de identificación se ve obligado a vagar sin rumbo por los puertos en busca de un barco que lo acepte, sabiendo que no puede quedarse en ningún país.
Puente en la selva reencuentra a Gales varios años después, convertido en cazador de pieles de cocodrilo en México, en un periplo que lo lleva a detenerse en un decrépito pueblo en la selva, levantado a la sombra de un yacimiento de petróleo. El puente del título, una inestable construcción de madera, sin barandas, sobre unas aguas amarillas y traicioneras por las que desaparece un niño, se convierte en un personaje más de la trama, a cuyo alrededor Traven despliega una comedia humana que le da voz a los desposeídos. El libro fue llevado al cine en 1971 por Pancho Kohner y protagonizado por John Huston, quien no tuvo esta vez a ningún Hal Croves que desde la prensa cuestionara su labor actoral. 
Cerremos este brevísimo repaso por algunas obras de Traven mencionando a La carreta, la primera entrega del “ciclo de la caoba”, publicada en 1931, un libro que en Alemania fue prohibido por los nazis. En él, Traven analiza con dotes de antropólogo las relaciones de poder de los indígenas mexicanos insertos en lo que podría llamarse una sociedad de consumo. Se trata de uno de los libros más originales del autor, que mezcla en su historia el rescate de ciertas leyendas con la voz de los eternos desclasados, como cuando el narrador reflexiona: “Los harapos eran regalados a quienes los mendigaban. En este mundo no hay pantalón, camisa o par de zapatos lo bastante viejos para que no exista algún ser humano que al verlos exclame: “Démelos; mire usted como ando. ¡Muchas gracias, señor!”
B. Traven es un autor que ha sido copiosamente publicado y que goza de una buena salud editorial. Sus novelas, especialmente las que escribiera en la segunda mitad de la década del veinte, han sido traducidas a más de cuarenta idiomas. El 2009 fue considerado el Año Internacional Traven y el año pasado, el Museo de Arte Moderno de México presentó la exposición más completa jamás montada sobre el enigmático escritor: cartas, fotos, material fílmico y todas las ediciones posibles de su obra le dieron forma a una muestra copiosamente visitada. En Uruguay, hace algunas semanas Ediciones de la Banda Oriental, en su colección Lectores, publicó una selección de sus Cuentos mexicanos, que acerca a los lectores de este suburbio del mundo una muestra más que representativa de las ideas, el estilo y la impronta de este gran escritor.



-Publicado en el semanario Brecha, el 11/VIII/2017.

domingo, 8 de abril de 2018

Veinte años de ‘El traductor’, de Salvador Benesdra


Historia turbulenta(*)

Aparecida en 1998, un par de años después de la muerte de su autor, la novela El traductor se viene labrando un particular camino dentro de la literatura argentina, sumando lectores con cada nueva edición y manteniendo el carácter de ‘libro de culto’ con que fue publicado, dos décadas atrás.

Martín Bentancor

Al principio, los hechos. Salvador Benesdra, escritor, periodista, docente y psicólogo, se suicidó el 2 de enero de 1996. Había nacido en Buenos Aires, cuarenta y tres años atrás, en una familia de origen judío sefaradí, y a pesar de no haber pronunciado una palabra hasta los tres años, llegó a dominar con soltura siete idiomas. Fue docente de epistemología genética en la Universidad de Buenos Aires; fue bicho de redacciones (La Voz, La Razón, integrante del equipo original de Página/12), especializándose en el tratamiento de temas internacionales, y escribió un curioso manual de autoayuda llamado El camino total, publicado por la editorial Eterna Cadencia dieciséis años después de su muerte. Pero si por algo ha entrado Salvador Benesdra en la historia de la literatura argentina en particular, y en la historia de la literatura a secas, es por su novela El traductor, un extrañísimo artefacto que desacomoda cánones, estilos y cuanta cómoda etiqueta esgrime la crítica literaria.



El libro
"Me dije que tal vez era cierto después de todo de que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta. El sol volcaba su fiesta de distinciones sobre todos los objetos de esa esquina, pero yo sentía que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación que por primera vez no lograba despertarme miedo". El que habla, el que escribe, es Ricardo Zevi, único traductor en planta de la editorial izquierdosa Turba y así comienza El traductor.
El escenario es Buenos Aires, la época: los primeros años noventa. El Muro de Berlín ha caído algunos años atrás, la Unión Soviética acaba de disolverse y, en Argentina, la primera presidencia de Carlos Saúl Menem ya dispersa en el aire la nefasta jedentina que iría adensándose con el paso de la década. La editorial Turba persiste en su prédica de izquierda, con la publicación y distribución de materiales de variado tenor (libros, revistas, folletos) y, al inicio de la novela, sin saber a ciencia cierta por qué, Ricardo Zevi se encuentra traduciendo a Ludwig Brockner, un filósofo ultraderechista alemán que en su discurso mastica, con ironía y resentimiento, a Nietzsche y a Lacan. Con el paso de las páginas y el desglose de la historia, el lector se irá enterando de que la editorial izquierdosa no lo es tanto (su funcionamiento fordiano fagocita los acuerdos salariales y las negociaciones sindicales) y que Ricardo Zevi no tiene las cosas tan claras: ni su posición en la empresa, ni sus convicciones ideológicas, ni su estabilidad mental ni su historia de amor con Romina, una salteña adventista que se convierte en el motor central de toda la novela.
La prosa de Salvador Benesdra es densa pero atravesada por un humor particular, que comienza por reírse con el protagonista del propio protagonista, al tiempo que interpela continuamente al lector y cambia el foco de la historia: a los prolegómenos de un encuentro amatorio y su concreción, le sigue la descripción detallada de una asamblea gremial donde aparecen alianzas y rencillas en cada página; a una transcripción de la farragosa prosa del reaccionario Brockner, continúa una disquisición personal de Zevi sobre su condición de judío sefaradí, que está en el centro mismo de su profesión de avezado traductor, por “la misma obstinación de aceptar como única cultura útil para ser tolerada en la ‘buena familia’ los idiomas, ese poliglotismo que en los Balcanes le podía salvar la vida a cualquiera, porque no había mil metros cuadrados de superficie donde se hablaran menos de cinco idiomas. Al punto que uno podía haber conocido en Buenos Aires el eco gigantesco que provocan las paredes de una casa acomodada sin un miserable libro y haber tenido sin embargo profesora de inglés y de francés desde los siete años”.
Cierta propensión a la locura, al desborde, pero sin abandonar nunca el realismo, emparenta a Ricardo Zevi con otros personajes protagónicos de la literatura argentina, como el narrador sin nombre de El silenciero (1964), de Antonio di Benedetto, dedicado a construir estrambóticos sistemas para evadir el ruido de la ciudad o el Mario Gageac de El desierto y su semilla (2001), de Jorge Barón Biza (otro suicida con una única novela, como Benesdra), que relata el periplo que emprende junto a su madre para que le reconstruyan a ésta su rostro desfigurado en una clínica italiana. Y por sobre todos ellos, gravita la presencia fantasmagórica de Remo Augusto Erdosain, el inolvidable protagonista de Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931), de Roberto Arlt, invocado por el propio Zevi en alguna página de El traductor.
La novela es, además, una radiografía de Buenos Aires, de la ciudad nocturna y caminada, un ensamblaje de bares y de zaguanes, de portones, plazas y depósitos, de almacenes portuarios y calles mal iluminadas. Uno de los momentos más líricos, y en Benesdra esto siempre es engañoso, ocurre cuando Zevi se larga a caminar sin rumbo por Barrio Norte hasta San Telmo, horadando su propia existencia con el filo de los recuerdos de las épocas estudiantiles: “Dejé que todos sus rincones me penetraran por los poros para que salieran de mi mente para siempre. No paseaba, caminaba a paso acelerado, el paso de los locos. No miraba, no grababa en la retina. Incorporaba a los huesos, a las articulaciones exigidas por el taconeo recurrente, a los músculos sacudidos por la marcha enceguecida cada esquina, cada clima, cada mito”.



La edición
Hace veinte años, Ediciones de la Flor publicó la novela El traductor. La edición fue financiada por una beca de la Fundación Antorchas y por la familia de Salvador Benesdra. En el año 2012, Eterna Cadencia, reeditó el libro con un prólogo de Elvio E. Gandolfo, convirtiéndose en uno de los títulos más vendidos del catálogo de la editorial hasta la fecha.
El propio Gandolfo relata en el prólogo el derrotero que siguió el manuscrito que Benesdra no llegaría a ver publicado: presentada al Premio Planeta Argentina en 1995, certamen donde Gandolfo formaba parte del jurado de preselección, la novela quedó entre las diez finalistas (Sucesos argentinos, de Vicente Battista, sería el libro ganador).
Cuando la noticia trascendió en la prensa, Benesdra contactó a Gandolfo para que lo asesorara sobre qué pasos seguir para lograr la publicación. Gandolfo, que había acarreado el pesado manuscrito durante algunos viajes entre Buenos Aires y Montevideo y que, desde el principio, consideraría que aquella novela era por demás “premiable”, le sugirió a Benesdra probar con Ediciones de la Flor, al tiempo que recomendó el libro a la beca de la Fundación Antorchas.
Todo esto ocurrió en los meses finales de 1995, con los tiempos propios que suelen desplegar los diversos actores del mundo editorial, por los que Salvador Benesdra no estaba dispuesto a aguardar. Aquellas fiestas navideñas, el escritor las pasó en un balneario de la costa rochense, redactando su segunda novela; luego volvió a Buenos Aires y, el segundo día del año 1996, saltó del décimo piso del edificio donde vivía. Luego, lo que se sabe: la beca fue aceptada, el libro fue publicado póstumamente y el nombre de Salvador Benesdra comenzó a circular por el mundillo de las redacciones y los suplementos culturales.
Es verdad que es muy difícil para un libro, y por descontado para su autor, máxime si está muerto, escapar del rótulo de “obra de culto”, que no deja de tener una connotación de cerrado, de algo gravado como un impuesto y grabado como un sello, para lo que parecen estar exentas las consideraciones críticas, positivas o negativas. En veinte años, El traductor ha sabido abrirse camino en la frondosa selva de la literatura argentina con paso firme y seguro, multiplicando lectores y resignificando sentidos dispersos en la trama. La invitación queda planteada.


(*) -Publicado en el semanario BRECHA el 28/III/2018.