Invitado a una decapitación (1936) es una de las novelas más crudas de Vladimir Nabokov – entendiendo aquí por “crudeza” no el tratamiento del asunto que el Gran Maestro Ruso despliega con su habitual ingeniería formal, sino la materia humana que late debajo de la trama – escrita durante su “período ruso” (en Alemania) y que dialoga, sobretodo por ciertos temas y por el destino de su protagonista, con Barra siniestra (1947) escrita ya en su “período inglés” (en Estados Unidos).
Cincinnatus C., el desgraciado protagonista de Invitado…, está confinado en una enorme prisión aguardando el día en que habrán de cortarle su cabeza por el más despreciable de los crímenes. Sin embargo, Cincinnatus no siente que su muerte cercana sea el peor castigo que ha recibido por sus actos sino que ve, en la negativa de sus guardianes a decirle el día exacto de su ejecución, el verdadero castigo. Solitario en su celda, Cincinnatus contempla durante horas el minúsculo retazo de cielo que le dejan ver los altos barrotes de la ventana y recibe las ocasionales visitas de su guardián (que alimenta con la propia comida del condenado a una gigantesca araña que mora en el techo), del director de la prisión-fortaleza y de la adolescente hija de éste, empecinada en proponerle un estrambótico plan de fuga. Para matar el tiempo – triste destino de Cincinnatus – lee la novela Quercus, la biografía de un roble contada en tres mil páginas.
El componente humorístico de esta novela está desperdigado en una serie de recursos grotescos que contribuyen a darle cuerpo al verdadero motor del relato de los últimos días de Cincinnatus C.: la farsa. En un procedimiento que remeda al Kafka de El castillo y, especialmente, al de El proceso, Nabokov presenta a las instituciones (tribunales, cárceles, jurados) como un conjunto de fuerzas superiores al débil control de los hombres; aparatos de tecnocracia que ejercen un control brutal y que reducen a los ciudadanos a simples números o fichas en un demencial archivador. El aparato legal que le da consistencia al sistema que ha juzgado a Cincinnatus ha prohibido la guillotina por lo que el verdugo debe valerse de un hacha para desprender la cabeza del condenado del tronco; el condenado a muerte debe tomar su última cena con las fuerzas vivas de la ciudad sin derecho a permanecer callado y a no participar en la fiesta. El régimen brutal y totalitario que describe Nabokov en esta novela tiene mucho que ver con el régimen del que él mismo había escapado unos años atrás pero, lejos de actuar como alegoría de la decadencia de su patria o de los estragos del gobierno de un tirano, Invitado a una decapitación proyecta su asunto hacia el futuro volviendo todo el juego (que a esta altura ya deja de ser divertido) en una inquietante posibilidad.
"-Y, sin embargo, he sido formado con tanto esfuerzo –pensó Cincinnatus mientras lloraba en la oscuridad-. La curvatura de mi columna vertebral fue tan bien y misteriosamente calculada. Siento en mis pantorrillas estrechamente acumuladas todas las millas que podría correr todavía en el curso de mi vida. Mi cabeza es tan cómoda…”
Cincinnatus C., el desgraciado protagonista de Invitado…, está confinado en una enorme prisión aguardando el día en que habrán de cortarle su cabeza por el más despreciable de los crímenes. Sin embargo, Cincinnatus no siente que su muerte cercana sea el peor castigo que ha recibido por sus actos sino que ve, en la negativa de sus guardianes a decirle el día exacto de su ejecución, el verdadero castigo. Solitario en su celda, Cincinnatus contempla durante horas el minúsculo retazo de cielo que le dejan ver los altos barrotes de la ventana y recibe las ocasionales visitas de su guardián (que alimenta con la propia comida del condenado a una gigantesca araña que mora en el techo), del director de la prisión-fortaleza y de la adolescente hija de éste, empecinada en proponerle un estrambótico plan de fuga. Para matar el tiempo – triste destino de Cincinnatus – lee la novela Quercus, la biografía de un roble contada en tres mil páginas.
El componente humorístico de esta novela está desperdigado en una serie de recursos grotescos que contribuyen a darle cuerpo al verdadero motor del relato de los últimos días de Cincinnatus C.: la farsa. En un procedimiento que remeda al Kafka de El castillo y, especialmente, al de El proceso, Nabokov presenta a las instituciones (tribunales, cárceles, jurados) como un conjunto de fuerzas superiores al débil control de los hombres; aparatos de tecnocracia que ejercen un control brutal y que reducen a los ciudadanos a simples números o fichas en un demencial archivador. El aparato legal que le da consistencia al sistema que ha juzgado a Cincinnatus ha prohibido la guillotina por lo que el verdugo debe valerse de un hacha para desprender la cabeza del condenado del tronco; el condenado a muerte debe tomar su última cena con las fuerzas vivas de la ciudad sin derecho a permanecer callado y a no participar en la fiesta. El régimen brutal y totalitario que describe Nabokov en esta novela tiene mucho que ver con el régimen del que él mismo había escapado unos años atrás pero, lejos de actuar como alegoría de la decadencia de su patria o de los estragos del gobierno de un tirano, Invitado a una decapitación proyecta su asunto hacia el futuro volviendo todo el juego (que a esta altura ya deja de ser divertido) en una inquietante posibilidad.
"-Y, sin embargo, he sido formado con tanto esfuerzo –pensó Cincinnatus mientras lloraba en la oscuridad-. La curvatura de mi columna vertebral fue tan bien y misteriosamente calculada. Siento en mis pantorrillas estrechamente acumuladas todas las millas que podría correr todavía en el curso de mi vida. Mi cabeza es tan cómoda…”
4 comentarios:
Querdio amigo Martín "El Kafka cerrillense", le hago llegar este juego de palabras, digno de un sábado medio abúlico. Salut:
"Y, sin embargo, he sido formado mientras lloraba en la oscuridad
con tanto esfuerzo en mis pantorrillas –pensó Cincinnatus -. La curvatura de mi columna vertebral es tan cómoda...
en el curso de mi vida tan bien y misteriosamente calculada, siento estrechamente acumuladas todas las millas que mi cabeza podría correr todavía”
Vaya, digno de Juan Filloy, Monterroso o la computadora HAL 9000 de Kubrick. Se viene el temporal de Santa Rosa y, tras él, cuando los vientos sean calmados, habrá olor a asado.
Un abrazo
Wang Lung cultivó, durante 50 años de múltiples pero de insatisfechos experimentos, una obsesión que fue su ideal: decapitar a un condenado con un tajo tan rápido y certero, que de acuerdo a las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima permaneciera plantada sobre el tronco así como un plato queda inmóvil sobre una mesa si se jala diestramente del mantel.
El afán de perfección de Wang Lung se cumplió cuando él pasaba la cumbre de los sesenta años. Al pie del patíbulo, después de cercenar y hacer rodar por el polvo a diecinueve cabezas, impulsadas por su inimitable juego de mandoble, su vieja ambición fue colmada con el vigésimo condenado, un mandarín, Kío, famoso por su ingenio y elegancia.
En un silencio expectante, el noble joven empezó a subir los escalones del patíbulo, cuando el sable de Wang Lung relampagueó de pronto a velocidad tan increíble, que la cabeza continuó en su lugar, en tanto Kío ascendió los escalones restantes sin advertir lo ocurrido, por lo que al llegar ante su verdugo le habló así:
-¡ Cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando decapitaste a los demás con tan piadosa y amable rapidez?
Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida y de su arte se había cumplido. Una leve sonrisa serena y luminosa se extendió por su rostro, y con exquisita cortesía, respondió así al decapitado:
—Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza.
-Hace cinco años trabajé en la supresión de una revuelta contra el señor de Ressing. Había cortado unas diez cabezas, cuando me pareció que desde abajo me miraban unos ojos familiares. Hundí la mano en la canasta ensangrentada y descubrí la cabeza de mi padre. Hacía mucho que no lo veía y lo había ejecutado sin darme cuenta. Sé que mi padre me reconoció. Y, sin embargo, no me dijo nada. No interrumpió mi trabajo. Desde entonces no volví a ejecutar a nadie más. No pude rescatar el cuerpo de mi padre, pero llevé su cabeza en una caja de vidrio hasta el pueblo donde nació, y le hice el funeral que merecía. En el epitafio de mi padre escribí: Theodor Kolm yace aquí. Y también en otra parte.
De "El calígrafo de Voltaire" (Pablo de Santis)
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