En su libro sobre Roland Barthes, Jhonatan Culler asegura que para el escritor francés "lo novelesco es la novela desprovista de tramas y personajes: fragmentos de observación astuta, detalles del mundo como portadores de significado de segundo orden". No otra cosa parece ser esa suerte de diario llamado Noches de París, donde Barthes, cansinamente pero con precisión de estadígrafo, registra sus veladas nocturnas en una ciudad iluminada por el arte, la sofisticación y el sexo. Un Barthes a punto de cumplir los sesenta y cuatro años – y unos meses antes de que el camión de una lavandería lo atropellara y lo matara – va desgranando sus reuniones en apacibles bares de escasa concurrencia así como sus encuentros sexuales con jóvenes fornidos que venden sus servicios en los bulevares. Cada entrada perfila el capítulo de una novela sumida en lo cotidiano, ligeramente encadenada por sucesos mínimos donde la presencia cercana de la vejez y el ineludible compromiso intelectual tejen un manto que cubre todos los días – y especialmente las noches – de R.B.
En la entrada del 28 de agosto de 1979, Barthes escribe:
“Siempre esta dificultad para trabajar por la tarde. Salí hacia las seis y media, sin rumbo fijo; vi en la calle de Rennes a un nuevo chapero, con el pelo tapándole la cara, y con un pequeño aro en la oreja; como la calle B. Palissy estaba completamente desierta, hablamos un poco; se llamaba François; pero el hotel estaba al completo; le di el dinero, me prometió que volvería una hora más tarde, y, naturalmente, no apareció. Me pregunté si me había equivocado de verdad (todo el mundo exclamaría: ¡darle dinero a un chapero por adelantado!), y pensé: puesto que en el fondo no me atraía tanto como eso (ni siquiera me apetecía acostarme con él), el resultado era el mismo: haciendo el amor, o sin hacerlo, a las ocho me habría hallado otra vez en el mismo lugar de mi vida que antes; y como el simple contacto de los ojos, de la palabra, me erotiza, este goce es lo que he pagado”.
En Noches de París, Roland Barthes ensaya la novela de lo cotidiano con las claves de su propia existencia. Se trata de uno de sus textos más personales y más engañosamente biográficos. Por eso mismo, su carácter complementario, misceláneo y, al mismo tiempo tan cercano, lo convierten en una privilegiada nota al pie para una de las Obras más importantes del siglo veinte.
En la entrada del 28 de agosto de 1979, Barthes escribe:
“Siempre esta dificultad para trabajar por la tarde. Salí hacia las seis y media, sin rumbo fijo; vi en la calle de Rennes a un nuevo chapero, con el pelo tapándole la cara, y con un pequeño aro en la oreja; como la calle B. Palissy estaba completamente desierta, hablamos un poco; se llamaba François; pero el hotel estaba al completo; le di el dinero, me prometió que volvería una hora más tarde, y, naturalmente, no apareció. Me pregunté si me había equivocado de verdad (todo el mundo exclamaría: ¡darle dinero a un chapero por adelantado!), y pensé: puesto que en el fondo no me atraía tanto como eso (ni siquiera me apetecía acostarme con él), el resultado era el mismo: haciendo el amor, o sin hacerlo, a las ocho me habría hallado otra vez en el mismo lugar de mi vida que antes; y como el simple contacto de los ojos, de la palabra, me erotiza, este goce es lo que he pagado”.
En Noches de París, Roland Barthes ensaya la novela de lo cotidiano con las claves de su propia existencia. Se trata de uno de sus textos más personales y más engañosamente biográficos. Por eso mismo, su carácter complementario, misceláneo y, al mismo tiempo tan cercano, lo convierten en una privilegiada nota al pie para una de las Obras más importantes del siglo veinte.
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