Le bastaron cuatro libros y una serie de silencios y de ausencias para convertirse en un ícono de la literatura norteamericana del siglo XX. Al lado de colegas tan mediáticos y propensos a opinar de todo – desde Philip Roth a Norman Mailer, desde Saúl Bellow a John Updike – Salinger cultivó una suerte de mediático y crónico anonimato. Sus libros breves, autoreferenciales, cargados de historias a medio camino entre lo anodino y lo trascendente, cosecharon millones de lectores a lo largo del mundo. El guardián en el centeno – su obra más famosa – se convirtió en un best seller más por razones mediáticas y publicitarias que por sus auténticas virtudes literarias. Su verdadera gran obra es la nouvelle de 1955 Raise High the Roof Beam, Carpenters (“Levantad, carpinteros, la viga del tejado”, tal su título en español), donde Salinger cuenta los preparativos de una boda bajo un agobiante calor neoyorkino. De ese libro proviene el siguiente fragmento:
“Por primera vez en varios minutos, eché una mirada al minúsculo viejecito que tenía el cigarro sin encender. El retraso no parecía afectarlo. Su manera de estar sentado en el asiento trasero de un coche, coche en movimiento, coche estacionado e incluso, era inevitable imaginarlo, coche saltando de un puente al río, parecía una norma establecida. Era maravillosamente sencillo. Simplemente, había que sentarse muy derecho, manteniendo una distancia de diez o doce centímetros entre la copa del sombrero y el techo, y mirar ferozmente hacia delante, el parabrisas. Si la Muerte – que estaba allí afuera todo el tiempo, posiblemente sentada en el capó -, si la Muerte atravesaba misteriosamente el espejo y entraba en busca de uno, bastaba con ponerse de pie e irse con ella, feroz pero tranquilamente. Era posible llevarse el cigarro, si se trataba de un habano auténtico.”
“Por primera vez en varios minutos, eché una mirada al minúsculo viejecito que tenía el cigarro sin encender. El retraso no parecía afectarlo. Su manera de estar sentado en el asiento trasero de un coche, coche en movimiento, coche estacionado e incluso, era inevitable imaginarlo, coche saltando de un puente al río, parecía una norma establecida. Era maravillosamente sencillo. Simplemente, había que sentarse muy derecho, manteniendo una distancia de diez o doce centímetros entre la copa del sombrero y el techo, y mirar ferozmente hacia delante, el parabrisas. Si la Muerte – que estaba allí afuera todo el tiempo, posiblemente sentada en el capó -, si la Muerte atravesaba misteriosamente el espejo y entraba en busca de uno, bastaba con ponerse de pie e irse con ella, feroz pero tranquilamente. Era posible llevarse el cigarro, si se trataba de un habano auténtico.”
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