Desde su muerte en un hospital de Barcelona, siete años atrás, la fama de Roberto Bolaño no ha dejado de crecer, de leudar en el amplio espacio de la Literatura Moderna, convirtiéndose para algunos en un clásico ineludible y en un redituable (e indetenible) boom editorial para otros. Si la sucesión de jornadas pautada por placeres, frustraciones y pequeñas batallas que conforman la vida de un escritor es necesaria para consolidar su experiencia vital y, con ello, su obra, la muerte de Bolaño parece haberse vuelto fundamental para potenciar su actual mote de “imprescindible”. Los libros de Roberto Bolaño que han salido al mercado desde su temprano deceso están por igualar a la cantidad de volúmenes que el autor chileno editó en vida; el disco duro de su computadora y cuando papel dejó en gavetas y cajones de los muebles de su estudio han sufrido – y siguen sufriendo – el ataque de editores, agentes, albaceas y colegas; sus novelas no dejan de republicarse, traducirse y venderse a una velocidad pasmosa; su nombre es una marca registrada que consolida el activo de varias cuentas bancarias y emblema o mascarón de proa de un sinfín de corrientes emanadas desde la Academia hasta las columnas de los gacetilleros de barrio.
Pocos años antes de morir, Roberto Bolaño pasó de ser un escritor leído por una minoría que lo veneraba (y no lo compartía con otros lectores) a un reconocido autor aclamado con los más importantes premios literarios, solicitado en los más respetados concursos internacionales y buscado por un sinfín de periodistas que siempre aguardaban su frase mordaz, su dardo certero contra alguna Figura de la Literatura (desde Isabel Allende a Volodia Teitelboim, desde Camilo José Cela a Marcela Serrano). La fama que le tocó vivir fue la del escritor sudaca premiado en la madre patria editorial española, la del tipo pobre sin pelos en la lengua que habla porque no tiene nada que perder y desprecia por igual al canon y al hit parade, el lúcido ser humano que sabe que ser famoso es un valor relativo si se es víctima de una enfermedad hepática mortal que puede tumbarte en cualquier momento sin dejarte emprender una tarea tan sencilla como la de jugar con tu hijo.
La fama que le llegó a Roberto Bolaño después de su muerte es calderilla, carne de cañón para crónicas, artículos de portada y estos blogs literarios que pululan por Internet. Y por sobre todo eso, más allá de la fama y la trascendencia, están sus libros: páginas y más páginas de escritura viva, en constante crecimiento, en continúa expansión.
Pocos años antes de morir, Roberto Bolaño pasó de ser un escritor leído por una minoría que lo veneraba (y no lo compartía con otros lectores) a un reconocido autor aclamado con los más importantes premios literarios, solicitado en los más respetados concursos internacionales y buscado por un sinfín de periodistas que siempre aguardaban su frase mordaz, su dardo certero contra alguna Figura de la Literatura (desde Isabel Allende a Volodia Teitelboim, desde Camilo José Cela a Marcela Serrano). La fama que le tocó vivir fue la del escritor sudaca premiado en la madre patria editorial española, la del tipo pobre sin pelos en la lengua que habla porque no tiene nada que perder y desprecia por igual al canon y al hit parade, el lúcido ser humano que sabe que ser famoso es un valor relativo si se es víctima de una enfermedad hepática mortal que puede tumbarte en cualquier momento sin dejarte emprender una tarea tan sencilla como la de jugar con tu hijo.
La fama que le llegó a Roberto Bolaño después de su muerte es calderilla, carne de cañón para crónicas, artículos de portada y estos blogs literarios que pululan por Internet. Y por sobre todo eso, más allá de la fama y la trascendencia, están sus libros: páginas y más páginas de escritura viva, en constante crecimiento, en continúa expansión.
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