El pasado domingo 19 falleció, a los 78 años, víctima de un cáncer de próstata, el escritor inglés James G. Ballard. Autor de culto y, al mismo tiempo, masivamente leído, Ballard edificó una sólida obra que se presenta fundamental para entender ciertas claves de nuestro presente y del inalcanzable y cercano futuro.
Su nombre sonó varias veces para el Premio Nobel de Literatura pero en Estocolmo hicieron oídos sordos u ojos ciegos a su prosa magistral y a su visión apocalíptica del tiempo en que le tocó vivir.
Su nombre sonó varias veces para el Premio Nobel de Literatura pero en Estocolmo hicieron oídos sordos u ojos ciegos a su prosa magistral y a su visión apocalíptica del tiempo en que le tocó vivir.
Influyó a innumerable cantidad de artistas, no solamente a escritores. Su estela puede detectarse en las páginas de Chuck Palahniuk y Martin Amis, en las imágenes de David Cronenberg y Steven Spielberg y en las construcciones sonoras de Brian Eno y John Cale, entre otros.
Provocó otro diluvio – el definitivo – con El mundo sumergido (1963), una novela donde uno de los cuatro elementos se convierte en regla para medir la condición humana y en detonador de lo mejor y lo peor de sus personajes. También hizo desaparecer a los Estados Unidos en Hola América (1981), obligando a un puñado de exploradores a recorrer los estados contenidos entre el océano Atlántico y el Pacífico asistendo a los estragos de nuestro actual modo de vida. Describió una nueva variante sexual – Crash (1973) - y patinó de lo lindo al edificar un argumento donde la perversión le gana a la creación. Contó su infancia en la conflictiva Shangai de los años treinta en la soberbia novela autobiográfica El imperio del sol (1984) y su compleja y, entrañable en ocasiones y problemáticas en otras, relación con el sexo femenino en La bondad de las mujeres (1991), quizas su texto más logrado. Escribió su peor novela, Fuga al paraíso (1996) como reflejo de la ascendente problemática ecológica a nivel mundial y comenzó, a partir de esta obra, una espiral descendente donde la fuerza de sus libros anteriores se fue perdiendo entre los misterios que pueblan una sofisticada urbanización para nuevos ricos (Super-Cannes), el mesianismo y el culto a la violencia de Milenio Negro (2003) y los estragos de la última fase del consumismo de Bienvenidos a Metro-Centre (2006). Pero, justo es decirlo, en el 2001 ordenó su antología de cuentos,uno de los libros fiundamentales de la ficción breve de las décadas pasadas donde, entre una acumulación de grandes textos, pueden leerse (o releerse) gemas como “Las voces del tiempo”, “El hombre del piso 99” o “Pasaporte a la eternidad”.
Pateó el tablero de la ciencia ficción establecida y también de la variante avan- garde, al deslindarse del núcleo duro del género (El huracán cósmico, su primera novela de 1962, es la que más se acerca) y de la versión “más filosófica”, al definir a sus historias como “hechos que no tienen lugar en el futuro sino en una especie de presente visionario”.
Habitó, por décadas, el mismo chalet desvencijado en los suburbios de Shepperton, rodeado de plantas y de libros, sin dignarse a pasar la aspiradora “desde 1960”. Allí, en su, suponemos, espaciosa biblioteca, redactó sus ficciones a mano, sin sombra de computadora y hablando pestes de internet.
En Hola América, Wayne, el protagonista, recorre una Nueva York desolada, donde los edificios se alzan vacíos entre las montañas y donde la Estatua de la Libertad yace en las aguas del Atlántico como un símbolo de la muerte definitiva de los sueños de toda la sociedad. La Nueva York que ve Wayne, la ciudad por la que camina sin rastros de presencia humana, está poblada por reptiles, como una inversión o representación actualizada de lo que debió ser la alborada del mundo, antes de la irrupción del homo habilis. Los reptiles que ahora habitan al tierra, entre los restos edilicios de una ciudad abandonada, han adoptado – en la visión ballardiana – las características de los hombres: “En todas partes había vida desértica, secreta pero abundante. Los escorpiones se retorcían como ejecutivos nerviosos en las ventanas de las antiguas agencias de publicidad. Una serpiente que tomaba el sol en la puerta de una editorial se detuvo a observar a Wayne y luego se desenroscó en la sombra, esperando pacientemente entre los escritorios como un editor implacable. Había serpientes en las agencias de actores, sacudiendo los cótalos como si censuraran a Wayne por una prueba de actuación insuficiente”.
Nadie como J.G. Ballard registró nuestro inquietante presente con una pluma a medio camino entre el documental exhaustivo y el Aocalipsis de San Juan, nadie como J.G. Ballard, en definitiva, para detectar nuestra lenta e inexorable mutación de seres humanos en reptiles.
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(*) - Publicado originalmente en La Onda Digital (Nº 435), el 28 de abril de 2009.
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