Hoy, 1 de enero de 2009, J. D. Salinger cumple 90 años.
El dato, en sí, importa poco ya que de Salinger como persona es poco lo que se conoce. O, mejor dicho, se conoce demasiado pero por fuentes erroneas, maledicientes y harto arbitrarias. Se sabe que su nombre y su obra se han convertido en mitos vivientes de la Literatura Americana, que es hijo de un matrimonio judío de clase media y que creció y se educó en Manhattan.
A medio camino entre la leyenda real y la leyenda publicitaria, Salinger se las ha ingeniado para entrar en el canon literario del siglo XX y, aparentemente, del XXl, con una obra por demás breve, un acotado cuerpo textual cuya suma de páginas no alcanza el millar. Autor de ese clásico moderno llamado El guardián en el centeno – suerte de libro guía del asesino de John Lennon, Mark David Champman y que el personaje interpretado por Mel Gibson en Conspiracy Theorye (Richard Donner, 1997) compra algo así como unas veinte veces-, el resto de su obra oficia como una extensa posdata de su texto mayor; texto que ha sido traducido y reeditado hasta el hartazgo sumando lectores a lo largo de las nuevas generaciones. Muchos críticos no entienden tamaño fervor ante una obra que consideran demasiado personal e intimista; para otros, El guardián... contiene en sus entrañas las semillas que germinarían en textos de una infinidad de autores posteriores.
En español, además de las varias ediciones de El guardián en el centeno, pueden encontrarse la novela Franny y Zooey, el conjunto de relatos Nueve cuentos y las dos engañosas nouvelles reunidas en un único volumen: Levantad, carpinteros la viga del tejado y Seymour una introducción. Además de la peripecia vital de Holden Caufield, protagonista de El guardián..., Salinger construyó la mayor parte de sus ficciones alrededor de la familia Glass, un grupo de hermanos prodigios o chicos talentosos de esos que los padres anotan en concursos televisivos de ingenio para ganar el premio principal y hacer morir de envidia a sus amigos y vecinos. En el relato de las peripecias de esa familia ligeramente disfuncional, neurótica y con en ferreo pero extrañísimo código interno, Salinger volcó sus observaciones y vivencias gestadas en una década crucial del pasado siglo, una década donde el mercado, las artes y la sociedad oficiaron de embrión (como El guardián... con ciertos autores y libros posteriores) de la cultura pop: la década del cincuenta. Desde esa óptica, puede leerse la obra de Salinger con los anteojos de un ensayista o como el extraño conjunto de notas de campo de un antropólogo perdido en el corazón de la gran ciudad. Después, viene el encierro, el mito, la negativa a dar entrevistas, las escasas fotos que de él se conocen y un silencio literario de más de cuarenta años como sí, al forjar su breve obra, Salinger se hubiera plantado de golpe, renunciando a seguir contanto, escribiendo, diseccionando todo aquello que veía.
En Levantad, carpinteros, la viga del tejado, texto que, literariamente, es notoriamente mayor que El guardián en el centeno, el narrador se halla detenido en medio de un tráfico congestionado, observando a un viejo solitario que fuma su habano en silencio desde el asiento de un coche gigantesco. Ese viejito, esbozo del Salinger nonagenario que hoy cumple años, es presentado no por sus características físicas sino por las marcas, imperceptibles pero existentes, que lo acercan al final de la vida: “Por primera vez en varios minutos, eché una mirada al minúsculo viejecito que tenía el cigarro sin encender. El retraso no parecía afectarlo. Su manera de estar sentado en el asiento trasero de un coche, coche en movimiento, coche estacionado e incluso, era inevitable imaginarlo, coche saltando de un puente al río, parecía una norma establecida. Era maravillosamente sencillo. Simplemente, había que sentarse muy derecho, manteniendo una distancia de diez o doce centímetros entre la copa del sombrero y el techo, y mirar ferozmente hacia delante, el parabrisas. Si la Muerte – que estaba allí afuera todo el tiempo, posiblemente sentada en el capó -, si la Muerte atravesaba misteriosamente el espejo y entraba en busca de uno, bastaba con ponerse de pie e irse con ella, feroz pero tranquilamente. Era posible llevarse el cigarro, si se trataba de un habano auténtico”.
El dato, en sí, importa poco ya que de Salinger como persona es poco lo que se conoce. O, mejor dicho, se conoce demasiado pero por fuentes erroneas, maledicientes y harto arbitrarias. Se sabe que su nombre y su obra se han convertido en mitos vivientes de la Literatura Americana, que es hijo de un matrimonio judío de clase media y que creció y se educó en Manhattan.
A medio camino entre la leyenda real y la leyenda publicitaria, Salinger se las ha ingeniado para entrar en el canon literario del siglo XX y, aparentemente, del XXl, con una obra por demás breve, un acotado cuerpo textual cuya suma de páginas no alcanza el millar. Autor de ese clásico moderno llamado El guardián en el centeno – suerte de libro guía del asesino de John Lennon, Mark David Champman y que el personaje interpretado por Mel Gibson en Conspiracy Theorye (Richard Donner, 1997) compra algo así como unas veinte veces-, el resto de su obra oficia como una extensa posdata de su texto mayor; texto que ha sido traducido y reeditado hasta el hartazgo sumando lectores a lo largo de las nuevas generaciones. Muchos críticos no entienden tamaño fervor ante una obra que consideran demasiado personal e intimista; para otros, El guardián... contiene en sus entrañas las semillas que germinarían en textos de una infinidad de autores posteriores.
En español, además de las varias ediciones de El guardián en el centeno, pueden encontrarse la novela Franny y Zooey, el conjunto de relatos Nueve cuentos y las dos engañosas nouvelles reunidas en un único volumen: Levantad, carpinteros la viga del tejado y Seymour una introducción. Además de la peripecia vital de Holden Caufield, protagonista de El guardián..., Salinger construyó la mayor parte de sus ficciones alrededor de la familia Glass, un grupo de hermanos prodigios o chicos talentosos de esos que los padres anotan en concursos televisivos de ingenio para ganar el premio principal y hacer morir de envidia a sus amigos y vecinos. En el relato de las peripecias de esa familia ligeramente disfuncional, neurótica y con en ferreo pero extrañísimo código interno, Salinger volcó sus observaciones y vivencias gestadas en una década crucial del pasado siglo, una década donde el mercado, las artes y la sociedad oficiaron de embrión (como El guardián... con ciertos autores y libros posteriores) de la cultura pop: la década del cincuenta. Desde esa óptica, puede leerse la obra de Salinger con los anteojos de un ensayista o como el extraño conjunto de notas de campo de un antropólogo perdido en el corazón de la gran ciudad. Después, viene el encierro, el mito, la negativa a dar entrevistas, las escasas fotos que de él se conocen y un silencio literario de más de cuarenta años como sí, al forjar su breve obra, Salinger se hubiera plantado de golpe, renunciando a seguir contanto, escribiendo, diseccionando todo aquello que veía.
En Levantad, carpinteros, la viga del tejado, texto que, literariamente, es notoriamente mayor que El guardián en el centeno, el narrador se halla detenido en medio de un tráfico congestionado, observando a un viejo solitario que fuma su habano en silencio desde el asiento de un coche gigantesco. Ese viejito, esbozo del Salinger nonagenario que hoy cumple años, es presentado no por sus características físicas sino por las marcas, imperceptibles pero existentes, que lo acercan al final de la vida: “Por primera vez en varios minutos, eché una mirada al minúsculo viejecito que tenía el cigarro sin encender. El retraso no parecía afectarlo. Su manera de estar sentado en el asiento trasero de un coche, coche en movimiento, coche estacionado e incluso, era inevitable imaginarlo, coche saltando de un puente al río, parecía una norma establecida. Era maravillosamente sencillo. Simplemente, había que sentarse muy derecho, manteniendo una distancia de diez o doce centímetros entre la copa del sombrero y el techo, y mirar ferozmente hacia delante, el parabrisas. Si la Muerte – que estaba allí afuera todo el tiempo, posiblemente sentada en el capó -, si la Muerte atravesaba misteriosamente el espejo y entraba en busca de uno, bastaba con ponerse de pie e irse con ella, feroz pero tranquilamente. Era posible llevarse el cigarro, si se trataba de un habano auténtico”.
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