sábado, 20 de mayo de 2017

Historia del rock progresivo


Un solo de teclado ahí

Si cada género o corriente musical puede resumirse a un puñado de ideas comunes, de clichés para el trasiego de periodistas y encargados del marketing de sellos discográficos, el rock progresivo, ese subgénero del rock que nació entre mediados y finales de la década del sesenta en el Reino Unido, derramándose luego por otras partes del mundo, genera no pocos problemas. Resumir el prog a las obras de tres bandas emblemáticas del género como Yes, Genesis o Emerson Lake and Palmer es tan peligroso como evocar, ante su mera mención, la idea de álbumes conceptuales o virtuosos y extensos, muy extensos, solos de teclado.
En el primer tomo de Vendiendo Inglaterra por una libra. Una historia social del rock progresivo británico, Norberto Cambiasso adensa la trama del género con un apabullante estudio sobre las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales en la que el prog comenzó a leudar para luego crecer, manifestarse en toda su plenitud y, claro está, decaer. En el primer tomo de su magistral estudio, Cambiasso no deja frente sin cubrir; el soporte documental es impresionante: parece ser que leyó cuanto libro, artículo, reseña y pasquín barrial se escribió sobre el tema; rescata del más ignominioso olvido la voz de periodistas y editores que se refirieron al asunto en su momento y arroja nueva luz sobre bandas tan olvidadas en el presente que su simple pronunciación desafía al melómano más constante (Rainbow Ffolly, Deviants, Sunforest, entre muchísimas otras).
Conocedor y degustador del género, Cambiasso nunca cae en la obsecuencia o en la adulación –el eterno problema de los biógrafos de estrellas musicales–, no dudando en enfrentar a hachazo limpio a, por ejemplo, Paul Hegarty y Martin Halliwel, autores del imprescindible Beyond and Before: Progressive Rock since 1960s, quienes ensalzan, con justeza según la humilde opinión de este escriba, el carácter pionero de ese maravilloso álbum conceptual de The Moody Blues, editado en el mes de noviembre del luminoso año del Señor de 1967: Days of Future Passed: “El relato canónico procura demostrar que esa combinación un tanto forzada de poesía ampulosa, armonías vocales, un pop de bajas calorías, arreglos orquestales dignos de un film de Doris Day y un mínimo esqueleto conceptual determinaría los pasos futuros del rock sinfónico”.
Este primer volumen de la historia del rock progresivo que emprende Norberto Cambiasso arranca con el análisis detallado de dos discos claves en la transición de la psicodelia a lo que luego pasaría a definirse como prog: el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, aparecido en junio de 1967, y el The Piper at the Gates of Dawn, de Pink Floyd, que viera la luz dos meses más tarde. Si la figura –la obra, la impronta, la genialidad– del malogrado Syd Barrett se constituye en protagonista del inicio mismo de la historia del rock progresivo que emprende Cambiasso, su presencia (o ausencia) se torna elemento determinante para comprender el derrotero de Pink Floyd a partir de A Saucerful of Secrets (1968), álbum editado un par de meses después que el autor de la maravillosa ‘Astronomy Domine’ se viera obligado a abandonar el grupo. ‘Hanging on in quiet desperation: Pink Floyd y la vía inglesa al declinismo’, el capítulo sexto de Vendiendo Inglaterra… conforma un verdadero tratado sobre la conversión que emprendió la banda artífice de The Wall tras la salida de Barret, o de cómo Roger Waters y compañía comenzaron a elaborar “cuidadísimas catedrales de sonidos que abarcaban álbumes completos y los situaban en las antípodas de aquella irreverencia e improvisación de sus inicios, cuando por una breve temporada supieron convertirse en los adalides sónicos de la ‘sociedad alternativa’”. Otros dos sendos capítulos, también abrumadores en soporte argumental y capacidad argumentativa, le dedica Cambiasso a Yes y Emerson, Lake and Palmer.
De consulta obligatoria para amantes del rock a secas, pródigo en anécdotas y datos precisos para cultores del prog y de lectura amena para cualquier interesado en los fenómenos culturales del siglo XX, esta primera entrega del estudio emprendido por Norberto Cambiasso sobre el rock progresivo se lee con deleite, impulsado por una prosa precisa y cuidada, no exenta de humor y de una cuota justa de irreverencia.
Martín Bentancor




Vendiendo Inglaterra por una libra. Una historia social del rock progresivo británico. Tomo 1’, de Norberto Cambiasso. 396 páginas. Gourmet Musical, Buenos Aires, 2014.

-Publicado en semanario Brecha el 19/V/2017.


Nietzsche en Uruguay


Lecturas fermentales

Hubo una época en la que Uruguay –esta construcción política, geográfica y cultural que por convención y comodidad llamamos país– supo tener un verdadero bastión en sus intelectuales, término tan ambiguo y manoseado por la inteliguentsia cultural, que tiende a unificar en el mismo espacio a diversos pensadores de la realidad social en cualquiera de sus formas. Alrededor de cien años atrás, nombres como José Enrique Rodó y Carlos Vaz Ferreira, por nombrar solo a dos de los más encumbrados, se hacían sentir desde la academia, la prensa, los debates públicos o las páginas de sus propios libros, con un ojo siempre atento a lo que ocurría allá afuera (Europa, Estados Unidos) pero sin perder de vista la realidad local. 
Nietzsche en Uruguay, 1900-1920. José Enrique Rodó, Carlos Reyles y Carlos Vaz Ferreira, el flamante libro del doctor en Filosofía Pablo Drews (1979) se propone y cumple con creces el cometido expresado en el título: identificar, analizar y comprender cómo las ideas del autor de Así habló Zaratustra llegaron, influyeron y permearon las obras de los tres intelectuales uruguayos.
Hay, para empezar, una interesante decisión sobre el terreno de estudio, pues Drews opta por centrarse en las ideas de tres intelectuales muy diferentes entre sí, que pasaron a la posteridad con improntas muy particulares: José Enrique Rodó, un hombre culto y refinado, apegado a la tradición grecolatina, autor de Ariel, un texto cada vez menos citado y mucho menos leído en este corroído presente de líquida materialidad; Carlos Reyles, el escritor estanciero, siempre atento a la técnica y a la modernización, que escribía sus novelones mientras embarcaba las vaquillonas y que se coloca en las antípodas de Rodó; y Carlos Vaz Ferreira, esa figura inclasificable dentro de cualquier sistema de pensamiento, interesado e informado de todo, cuyo fantasma suele rondar el lúgubre edificio de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, entre la calles Uruguay y Paysandú, preguntándose por qué todo terminó así.
Rodó, Reyles y Vaz Ferreira, nos dice Drews, leyeron a Friedrich Nietzsche a su manera, en el original o traducido, subrayando las ideas más innovadoras o revulsivas que el germano fue elaborando a lo largo de su prolífica obra hasta el tristemente célebre momento en que salió a defender a un caballo castigado por un cochero en la Piazza Carlo Alberto de Turín y, desde allí, solo le quedó la pared acolchada.
Para comprender cómo, por ejemplo, Rodó y Reyles leyeron a Nietzsche, Drews comienza por contextualizar cuáles eran los debates instaurados en aquel fin de siglo diecinueve e inicios del veinte, como la cuestión de la raza, la identidad y la tensión establecida entre el elemento anglosajón y el elemento latino en el mundo occidental. Para llegar a la interpretación que los intelectuales uruguayos realizaron de Nietzsche, el autor hurga en la serie de lecturas que todos ellos compartieron, desde la intensa producción científica, literaria y filosófica del fin de siglo francés (de Hippolyte Taine a Gustave Flaubert, de Paul Bourget a Pierre Loti) al preciso libro En qué consiste la superioridad de los anglo-sajones (1897), de Edmond Demolnis, que encontraría a un importante lector y defensor en Carlos Reyles, ante las convulsiones que el mismo texto debe haber generado en José Enrique Rodó y la construcción de su paradigma cultural humanista. Sobre toda esta tensión latente en el pensamiento intelectual de aquellos años, se alza el aura inevitable de Nietzsche, que los autores locales fueron absorbiendo, analizando y, en el acierto o el error, asimilando a su propio sistema de pensamiento.
Un caso más complejo es el de las lecturas del filósofo alemán que realizara Carlos Vaz Ferreira, a quien Drews le dedica más páginas en su libro. Es interesante el apunte de que ya en el año 1908, un entonces joven profesor Vaz Ferreira recomendaba a sus alumnos, como libros ‘fermentales’, La gaya ciencia (1882) y El viajero y su sombra (1880). En Vaz Ferreira, Nietzsche llega para quedarse y, como señala Drews, “la primera influencia nietzscheana en el filósofo uruguayo es, sobre todo, la enseñanza de un modo de pensar, que unido a la belleza de la forma constituye, por así decirlo, la genialidad de su pensamiento y su sentido crítico”.
De lectura amena, con un impresionante soporte documental y con una prosa límpida y precisa, siempre al servicio de la argumentación, Nietzsche en Uruguay, 1900-1920… no se limita al corte histórico señalado en su propio título, sino que irradia, por obra y arte de sus autores y del siempre vivo pensamiento nietzscheano, una profunda fuente de luz que alcanza a este deslavado presente que habitamos.
Martín Bentancor




Nietzsche en Uruguay, 1900-1920. José Enrique Rodó, Carlos Reyles y Carlos Vaz Ferreira’, de Pablo Drews. 128 páginas. Ediciones Universitarias, Montevideo, 2016.


-Publicado en semanario Brecha el 28/IV/2017.

lunes, 20 de febrero de 2017

‘Escritores norteamericanos’, de Ricardo Piglia

Dándole duro a esos gringos

Doce perfiles de escritores estadounidenses y el breve ensayo ‘Cuentos policiales norteamericanos’ integran el último libro que Ricardo Piglia publicara en vida, un cuidado volumen editado por Tenemos las Máquinas. El libro trasciende la mera acumulación de estampas y se constituye en toda una forma y una postura de leer la literatura de un país.

Martín Bentancor

En alguna conferencia dedicada a la novela y la traducción, Ricardo Piglia supo contar, con su estilo discursivo único, cargado de pausas y puntualizaciones, la visita que en algún momento del agitado siglo diecinueve, el general Lucio Mansilla le realizara al general Bartolomé Mitre. El dueño de casa hizo esperar unos minutos al visitante y, cuando finalmente lo atendió, le ofreció las disculpas del caso, diciéndole que se encontraba traduciendo La Divina Comedia. “Muy bien”, fue la respuesta de Mansilla, “hay que darle duro a esos gringos”.
La anécdota, más allá del remate alentador del autor de Una excursión a los indios ranqueles, permite ilustrar algunos aspectos no solo de la figura del traductor sino de la relación que se genera entre los hablantes de un idioma y la literatura que, escrita en otra lengua, es volcada a la lengua nativa. En el caso de la literatura norteamericana, todo se problematiza un poco más debido a que el corpus de textos proviene de las entrañas mismas del monstruo-sistema capitalista (insertar aquí el símbolo que se desee), a saber, de un país que siempre representará, para una parte de la población de estas desoladas colonias, una suerte de enemigo pero, también, una central que produce, empaqueta y distribuye un porcentaje importante de la cultura que consumen los propios colonizados.
Si hay que buscar un posible nacimiento de la literatura norteamericana en las obras poderosas de escritores como Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Bret Harte y Mark Twain, por nombrar a los de manual digamos, mucho más compleja es la tarea de establecer la línea de los continuadores y los rupturistas del siglo siguiente, la prodigiosa centuria en la que el país dominado ahora por un bufón demente que en los hechos está demostrando ser más lo segundo que lo primero, se llenó de creadores originales que, de diversas maneras y con los más variados estilos, se dedicaron a contar esa compleja Norteamérica que, entre otras cosas, ya engendraba en las entrañas el germen de su actual decadencia.
La pequeñez física del libro Escritores norteamericanos, que apareció en librerías un par de semanas antes de la muerte de Ricardo Piglia, ocurrida el pasado 6 de enero en Buenos Aires, llama al engaño del lector apresurado, pues sus setenta y ocho páginas alcanzan para trazar un mapa lúcido y preciso de la gran literatura norteamericana del siglo veinte, con lo que se revela otra prueba de la maestría de su autor, quien en conferencias, ensayos y en sus propias ficciones, trabajó como pocos la noción de fragmento, de idea escapada del malón de pensamientos, brotes nunca aforísticos de análisis e inspiración para leer y comprender determinados fenómenos literarios.




Doce autores
Escritores norteamericanos fue escrito, en realidad, cincuenta años atrás, como una serie de presentaciones breves de los autores de los cuentos que integraron el libro Crónicas de Norteamérica, publicado por la Editorial Jorge Álvarez en 1967, a saber: ‘Jugando al bridge’, de Ring Lardner; ‘Manos’, de Sherwood Anderson; ‘Solo los muertos conocen Brooklyn’, de Thomas Wolfe; ‘Dos soldados’, de William Faulkner; ‘Domingo loco’, de Francis Scott Fitzgerald; ‘Una carrera de persecución’, de Ernest Hemingway; ‘Pasión de pleno verano’, de Erskine Caldwell; ‘La cara contra el suelo’, de Nelson Algreen; ‘Una guitarra de diamante’, de Truman Capote; ‘¿Por qué no pueden decirte el porqué?’; ‘El indio’, de John Updike y ‘Esta mañana, esta tarde, tan pronto’, de James Baldwin.
Lejos de escribir las deslavadas presentaciones de autores que suelen aparecer en muchas antologías que salen año tras año al mercado (fecha de nacimiento y muerte, acumulación de títulos publicados y la mención a algún premio), Ricardo Piglia opta por elaborar un particular perfil del autor, ramificando el estilo en cada caso para no caer en una fórmula básica y elemental. En sus semblanzas se encuentran muchos de los datos que aparecen en cualquier biografía del autor en cuestión pero, también, Piglia propone, elabora y desarrolla elementos nuevos para enfrentar las obras, sin caer nunca en el lugar común, lo que es especialmente destacable en alguien que, al momento de escribir los textos no había cumplido aún veintiséis años, chapoteaba con la publicación de su primer libro y, tal como cuenta en Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, hacía malabares con los pocos pesos que le entraban por trabajos variados y puntuales, alejados de cualquier tipo de estabilidad económica.
En la presentación del relato de Francis Scott Fitzgerald, por ejemplo, Piglia capta en un párrafo la esencia trágica que conforma el sustento humano del autor de Al este del paraíso: "Magullado por volar tan arriba, por revolotear hasta las lámparas y golpearse contra ellas, Scott Fitzgerald nos trajo algo de aquella luz que había tocado. 'The Great Gatsby', algunos cuentos, 'Tender is the Night' y su extraordinaria 'The Crack-Up' son una prueba de la colosal vitalidad de su ilusión. Todos son, también, una premonición de su destino. El fracaso (viene a decirnos Fitzgerald) está en el corazón de la esperanza, en lo más ahincado del amor se agazapan la pérdida y el olvido: toda vida es un proceso de demolición". O en el impresionante texto sobre Sherwood Anderson, presentado como un relato en sí mismo, Piglia hurga en las razones que llevaron al exitoso gerente de una compañía a largar todo para dedicarse a la escritura: “Prototipo del self-made writer, Anderson (Nacido en Ohio en 1876) abandonaba las respetables seguridades que él mismo se había construido y se lanzaba, de un modo incierto y atropellado, a la aventura de la literatura: establecido en Chicago, a partir de 1914 empieza a publicar cuentos en diarios y revistas. Esta huida, este abandono del ‘orden burgués’ (que define su vida) será el tema central de su obra”. Y por último, cito acá un párrafo de la semblanza que Piglia le dedica a Thomas Wolfe, tal vez el más grande de todos los escritores presentes en la antología, y que tiene en su capacidad de concreción mucha más fibra y espíritu que la película pueril que Hollywood le dedicara al vínculo del autor de Del tiempo y el río con el editor Maxwell Perkins (Genius, Michael Grandage, 2016): “Fausto moderno, intentaba lo imposible: hacer entrar el mundo entero en esas grandes sábanas de papel, convertir la masa amorfa de sus temas en una valoración cualitativa de toda la vida norteamericana. La muerte lo paró a mitad de camino, pero sus libros son los más ambiciosos, los más voluminosos, los más insolentes, originales y retóricos de la historia de la literatura norteamericana”.

El autor de las notas
En los meses durante los cuales trabajó en las notas para el libro Crónicas de Norteamérica, Ricardo Piglia leyó muchísimo sobre los autores en cuestión. Rastreó biografías y entrevistas, buscó antiguas traducciones para compararlas con las que emprendieron los traductores de los cuentos del volumen, elucubró sobre las motivaciones y los entornos en que fueron escritos los relatos, se quedó desvelado varias noches pensando en la influencia de William Faulkner en un montón de autores argentinos y siguió pensando en alguno de los doce mientras esperaba a Julia, su pareja de entonces, de la vuelta de la casa de empeños, sitio al que había ido a cambiar por unos pesos los discos de Brahms.
En el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi se asiste de primera mano a las idas y vueltas del proceso de la escritura de las notas, así como a la aparición de La invasión, el primer libro de Piglia. Es interesante apreciar, además, como este lector omnívoro y pertinaz, acostumbrado a no quedarse nunca con las verdades de manual, incansable fatigador de subrayados y relecturas, nutre sus propia escritura de las elucubraciones que le va generando el texto impreso, al tiempo que continúa pensando en ciertos asuntos. En una entrada de su diario, fechada el sábado 2 de mayo de 2015, mientras trabajaba en la edición de Escritores norteamericanos, e incluida en el prólogo de este volumen, Piglia escribe: “He agregado al conjunto de retratos de escritores norteamericanos el prólogo a una antología de cuentos de la serie negra. Lo escribí unos meses después para la colección de libros policiales que empecé a dirigir al año siguiente en la editorial Tiempo Contemporáneo. Siempre he visto a los escritores del género como parte de la tradición de la literatura norteamericana”.
Sobre el final, quiero destacar la exquisita decisión editorial de Tenemos las Máquinas de incluir en el volumen tres fotografías de Walker Evans (1903-1975), siguiendo un pedido especial del propio Piglia. Insertadas en diferentes partes del libro, las fotos, de un blanco y negro estremecedor, le aportan al conjunto una pátina perturbadora del Estados Unidos profundo, más oscuro y siniestro en estos días infames, que siempre puede ser releído a través de las obras de sus grandes escritores.  



-Publicado en semanario Brecha el 10/II/2017.

Con el académico rumano Matei Chihaia: lectores, personajes y efectos de lectura

¿El personaje sale o el espectador entra?

Matei Chihaia abandonó por unos días su cátedra europea para viajar a la ciudad argentina de La Plata, en cuya Universidad Nacional dictó, junto a la profesora Raquel Macciuci, el seminario ‘Alegorías y experiencias de la lectura en el siglo XX’. Previo a su llegada a Argentina, Chihaia recaló en Montevideo, donde dialogó con Brecha sobre la conversión del lector en personaje, la autorreferencialidad en la literatura de finales del siglo XX, la cuestión del autor como protagonista en las obras de algunos escritores del Río de la Plata y sobre el llamado “efecto Golem”, el asunto central de su más reciente libro.

Martín Bentancor


La lectura nunca es un hecho ingenuo ni, mucho menos, aislado. Desde la práctica para y por unos pocos lectores en los monasterios del Medioevo, a la lectura transversal que proponen los actuales artilugios virtuales, siempre está presente una tensión entre el sujeto que lee y el material que es leído. Sobre estos asuntos ha venido pensando y escribiendo Matei Chihaia (Bucarest, 1973), doctor en Letras que trabaja en la Universidad de Wuppertal (Alemania) y reside en la ciudad francesa de Lyon, allí donde confluyen los ríos Ródano y Saona.

A primera vista, parece un tema inabarcable el de las experiencias de lectura, especialmente si se las toma como viajes personales, propios de cada lector…
Existe un vínculo entre el tema del seminario de La Plata y el de mi libro (Der Golem-Effekt. Orientierung und phantastische Immersion im Zeitalter des Kinos, sin traducción al español) que es la situación del lector que se ve propulsado y convertido en un actor de la ficción que está leyendo, cruzando el umbral que separa a la realidad de la ficción. Se trata de un tema con el que me topé leyendo a Cortázar, especialmente los cuentos ‘Continuidad de los parques’, ‘Instrucciones para John Howell’ y ‘Las babas del diablo’. Luego descubrí que no se trataba de una invención de Cortázar sino que estaba inspirado en Horacio Quiroga.
Tanto en el seminario como en el libro, trato de diferenciarme de esa larga tradición de los años noventa que habla de literatura en clave de autorreferencialidad. Parece ser que en los años noventa toda literatura hablaba de literatura, del autor, del lector y de la propia obra. Esa obsesión de la autorreferencialidad impedía la mirada más allá del libro y del asunto literario, dejando fuera toda referencia política, por ejemplo. Incluso la propia lectura, si se la concibe desde un costado autorreferencial, deja fuera todos los aspectos materiales y sociales. Si usted abre un libro, se encuentra ante una situación muy real: está frente a un objeto. Y si una obra literaria cuenta esa experiencia de lectura, conlleva unos estratos mucho más profundos que la clave de la autorreferencialidad.

El lector sigue siendo la clave…
Es que a mí lo que me interesa es la educación del lector, que se realiza a través del propio libro. Un lector que, al leer un libro, se encuentra con una imagen de la lectura, no puede quedar indiferente. No digo que cada libro crea a su lector pero, en cierto sentido, cada libro nos remite a una imagen de la lectura, como si nos colocáramos frente a un espejo y nos reconociéramos, o no, en lo que vemos. Y en esa identificación o diferencia, se va gestionando toda una evolución del lector, un cambio.

Aunque usted se centre en los años noventa como sintomáticos de la literatura autorreferencial, el proceso no comenzó ahí. ¿Cuándo ubicaría el inicio del fenómeno?
Los noventa son un momento de auge de esa literatura que, en realidad, comienza en el tiempo del posestructuralismo o estructuralismo tardío, en los años setenta. Allí empieza a hablarse del proceso de interpretación infinito, la dimensión especular de la literatura y la puesta en abismo, a través de una gran cantidad de novelas donde sus personajes son escritores o lectores. Es interesante ver el fenómeno en el contexto político de aquella época, cuando había mucha crítica comprometida y primaba la dimensión política y, ante ese panorama, la autorreferencialidad era, en cierto sentido, una vía de escape hacia una experiencia estética que fuera libre de la carga ideológica.



El factor Quiroga
Quiero volver a su lectura de algunos cuentos de Cortázar a partir del trabajo previo con el autor/narrador en la obra de Horacio Quiroga. ¿En qué obras del escritor salteño encontró el sustento para avanzar hacia su tesis de lectura?
En la obra de Quiroga es posible encontrar la identificación del narrador con el autor. Pienso, por ejemplo, en el cuento ‘Miss Dorothy Phillips, mi esposa’, en el que el narrador lleva el nombre de Guillermo Grant  y en el que, luego de narrar su aventura amorosa, con un final bastante alegre, típicamente hollywoodense, toma la palabra el autor y es Horacio Quiroga el que habla. Así, se nos revela que todo fue un sueño del autor, remarcándose que el cuento está firmado con la propia firma de Quiroga, en lo que es la forma más fuerte de conferir autoridad al relato. En la edición original del cuento, el efecto está reforzado por el hecho de que en la primera página aparece la foto de Quiroga y, al final, su propia firma de forma facsimilar.

Alguien podría decir que se trata de un efecto muy cortazariano…
Sí. En ‘Miss Dorothy Phillips, mi esposa’ hay un nivel que va a retomar Julio Cortázar: la identificación del narrador con el autor, que le insufló vida a muchos de sus cuentos –pienso en ‘Botella al mar’ y, especialmente, en ‘Queremos tanto a Glenda’, donde la experiencia con el cine, a través de la afición por Glenda Jackson es, en realidad, la de Julio Cortázar–.

Algo similar ocurre con otros relatos de Quiroga, como ‘El espectro’ y ‘El vampiro’…
En esos dos cuentos, el umbral entre ficción y realidad, entre autor y narrador, se quiebra de forma mucho más traumática, produciendo un choque que amenaza la vida de los protagonistas. El protagonista de ‘El espectro’, por ejemplo, que también se llama Guillermo Grant, no termina bien, ya que muere cuando una sombra, desde la pantalla, le devuelve el disparo de su propia arma. Lo mismo ocurre en ‘El vampiro’, donde el encuentro del mundo de la realidad con el de la ficción no termina bien.  

En ese cruce de narrador/autor y realidad/ficción, parece inevitable no pensar en Borges.
Quizás la diferencia de Quiroga y Cortázar con Borges es la de que éste le deja más espacio al lector real, proponiendo otro tipo de apertura. Y aunque en Cortázar está la idea del lector cómplice –en ‘Rayuela’, por ejemplo– y en Quiroga está la tarea de escribir para lectores que comparten su experiencia, Borges es un escritor que mira esa complicidad con más recelo. En Borges, la relación entre lector/narrador/autor siempre es más conflictiva. Por eso debe ser que hay tanta gente que odia a Borges. Nadie odia a Cortázar o a Quiroga, pero sí hay gente que odia a Borges. Y eso forma parte del propio juego de la narración borgeana.


El efecto Golem
Los llamados “efectos de lectura” han sido copiosamente estudiados por la academia, siempre a través del eje autor-libro-lector. ¿Cómo se posiciona en ese panorama lo que usted ha definido como “el efecto Golem”?
Antes de referirme al “efecto Golem”, hay que precisar la existencia de dos efectos de lectura previos. Uno de ellos ocurre cuando el lector se proyecta en la obra, como hace Don Quijote, tomándose a sí mismo como un personaje de la ficción y comenzando a interactuar en un universo ficticio. El otro efecto, más antiguo quizás, es el que define Ovidio en el mito de Pigmalión y que consiste en la capacidad del artista de hacer salir del cuadro a la obra y hacerla infiltrar la realidad. Ahora bien, en el siglo XIX aparecen dos figuras claves: Víctor Frankenstein y Madame Bovary. Entre estos dos personajes no hay ningún tipo de camino que los una, porque Frankenstein es el Pigmalión moderno y Madame Bovary es el Don Quijote moderno.

Supongo que todo se complica en el siglo XX…
Así es. En el siglo XX, esos dos efectos tan diferentes comienzan a mezclarse, al punto de que uno ya no sabe con certeza si el marco principal es el de la ficción o el de la realidad, si nos encontramos en una situación quijotesca o pigmalionesca; si podemos fundar una familia con esa mujer que acabamos de convertir de escultura en realidad o no. Esa incertidumbre es característica de una gran cantidad de textos escritos en el siglo XX, siendo el más famoso El Golem (1915), de Gustav Meyrink, de donde proviene el nombre del “efecto”.

¿Es la constatación de esa incertidumbre lo que define al “efecto Golem”?
Es que uno no sabe si los personajes salen del marco de la pantalla o si son los espectadores los que entran en ese marco. Todo ocurre cuando las referencias del umbral que separa a la realidad de la ficción comienzan a desdibujarse. Y cuando eso sucede, uno ya no puede determinar si los personajes salen o los espectadores entran.


 -Publicado en semanario Brecha el 16/XII/2016.
-Foto: © Alejandro Ferrari



sábado, 7 de enero de 2017

‘Historia alternativa del siglo XX’, de John Higgs


Una historia transversal

“En marzo de 1917, el pintor modernista George Biddle, que vivía en Filadelfia, contrató a una alemana de cuarenta y dos años para hacer de modelo. Ella se presentó en su estudio y Biddle le dijo que quería verla desnuda. La modelo se abrió la gabardina escarlata. Debajo, estaba desnuda salvo por un sujetador hecho con dos latas de tomate y una cuerda verde, y una pequeña jaula para pájaros que contenía un canario con aspecto apenado y que llevaba colgada del cuello. Además de esto, sus únicas prendas de vestir eran unas anillas para cortinas, recientemente robadas de los grandes almacenes Wanamaker´s, que le cubrían un brazo, y un sombrero decorado con zanahorias, remolachas y otras hortalizas.
Pobre George Biddle, Ahí estaba, pensando que él era el artista y que la mujer que tenía delante, la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, era su modelo. Pero con un único gesto la baronesa le anunció que la artista era ella y que él no era más que su público”.
El pasaje citado, proveniente del segundo capítulo de Historia alternativa del siglo XX, del periodista, guionista televisivo y ensayista inglés John Higgs, ofrece la clave de este libro particular, a medio camino entre la divulgación y la compilación anecdótica, donde de forma rápida se emprende un repaso a lo largo de una centuria especialmente convulsionada.
Para contar su historia alternativa del siglo pasado, Higgs apela a una travesía que, si bien está atada a una línea cronológica, no se ciñe enteramente a una linealidad de manual, sino que avanza por terrenos poco transitados por la historiografía oficial. Así, los nombres, los trabajos y la impronta que sobre el siglo fijaron personalidades como Albert Einstein, Salvador Dalí, Alfred Hitler y Dwight D. Eisenhower, se vinculan con personajes tan disímiles como el anarquista francés Martial Bourdin, quien en febrero de 1894 se propuso volar por los aires el Observatorio Real de Londres, explotando con su bomba casera unos metros antes de llegar al blanco (el episodio inspiró la novela El agente secreto, de Joseph Conrad); el matemático estadounidense John Nash y su trabajo sobre la ‘teoría de los juegos’ (que explica, ente otras cosas, porque ante el eventual incendio declarado en un teatro, se salvaría más gente de morir calcinada si todos salieran de la forma más ordenada posible y no, como ocurre siempre, si prima el egoísmo y todos pujan por salir primero) y el ingeniero soviético Sergei Koroliov, figura clave en la llamada carrera espacial, que en 1938 cayó víctima de la Gran Purga de Stalin, y tras pasar largos años en un campo de concentración, donde le arrancaron los dientes a cadenazos, logró recuperar su puesto en el andamiaje científico, convirtiéndose en diseñador de cohetes y en el responsable de haber puesto el primer objeto en órbita, a saber, una bola de metal de 58 centímetros de diámetro con cuatro largas antenas de radio, denominado Sputnik I.



En su repaso histórico, cargado de anécdotas y de datos curiosos, contados con un humor socarrón, que en ocasiones se burla de determinadas ideas surgidas en una época a la luz de cómo el tiempo las trató luego, John Higgs aspira a cierta totalidad referencial que, en ocasiones, le juega en contra. Así, cae en reduccionismos y verdades peregrinas, como cuando afirma que la práctica de acudir a la Iglesia, a lo largo del siglo XX, en Estados Unidos, se convirtió en una rutina de ancianos (en el capítulo llamado ‘El individualismo’) o como cuando le cae con todo al posmodernismo, metiendo en una misma bolsa a la arquitectura, la escultura y los videos musicales producidos en determinados años. Sobre el particular, es una pena que el autor derrape cuando, al inicio del mismo capítulo, propone y analiza la estructura del videojuego Super Mario Bros como una interesante forma de entender el posmodernismo.
Iconoclasta en su forma e irreverente ante las verdades de manual que ofrece la Historia Oficial, ese relato que se va armando entre la academia y la prensa, constituyéndose en agenda y en registro único de la verdad de la humanidad, permeado en las últimas décadas por la aparición y el dominio de la red, Historia alternativa del siglo XX es una obra más que atendible para comprender nuestro descerebrado presente y para tomar recaudo del alarmante futuro que nos espera.
Martín Bentancor



‘Historia alternativa del siglo XX’, de John Higgs. Traducción: Mariano Peyrou. 353 páginas. Taurus. Buenos Aires, 2016.

  
 -Publicado en semanario Brecha el 30/XII/2016.


El adiós al escritor Alberto Laiseca


Canto fúnebre en Tecnocracia

Única e iconoclasta, la obra del escritor argentino Alberto Laiseca, que falleció en Buenos Aires el pasado 22 de diciembre, desafía por su estilo, asunto e impronta a todas las corrientes, clasificaciones y encasillamientos que suele desplegar la crítica literaria para enfrentar a un autor. Ante Laiseca no valen géneros, modas ni paradigmas, pues en su veintena de libros edificó algo que no tiene que ver con nada y que trasciendo todo lo otro. El ‘realismo delirante’ fue la forma que desarrolló en cuentos, novelas, poemas y ensayos para enfrentar el tema más cercano y, al mismo tiempo, inaprensible: la realidad. 

Martín Bentancor

Por estos días mucho se ha escrito acerca de la obra y la vida de Alberto Laiseca; de la primera, especialmente sobre la novela Los sorias (el adjetivo ‘monumental’ aparece en cuanta crónica, obituario, reseña o semblanza viene circulando sobre él); de la segunda, sobre todo desde la visibilidad que obtuvo a partir de los Cuentos de terror, el mítico ciclo realizado para el canal de cable I-SAT, el no menos legendario taller literario que dirigía y su tardía vinculación con el cine.
Tanta reacción unánime y sentida, tanta devoción expresada al calor de la admiración por un artista superior, que supo entrever entre el humo de sus cuantiosos cigarrillos y el espejo deformante de este mundo deforme, la verdadera y terrible condición del ser humano, me ha hecho entender que no éramos tan pocos, como creía, los lectores de Laiseca y que, con los años, su obra se irá expandiendo para alcanzar un público mayor, que la ubique en su justo lugar, no ya en la literatura argentina (ese cómodo, reduccionista y alambrado rótulo de las literaturas nacionales) sino en la gran literatura a secas.
En un pasaje de la novela 'Beber en rojo (Drácula)', la reescritura de la historia de Bram Stoker que el Monstruo publicara en 2011, encontré una clave posible para acercarse al Universo Laiseca: En las historias horripilantes chinas puede suceder algo como esto: cinco amigos toman vino, alegremente, junto a un fuego y arrimados a la pared. De pronto, y sin previo anuncio, del muro sale un horrible dragón y se come a uno de los presentes de un solo bocado. Luego de su hazaña el monstruo se resume nuevamente en los ladrillos. Los cuatro amigos que restan siguen tomando vino y haciendo bromas como antes. Esto, a un occidental le choca. Sin embargo, honorable lector, ¿cuántas veces le ha pasado a usted mismo, en la vida, que tomando cerveza o ginebra con sus conocidos, uno de los presentes intente beber de su vaso, pero el vaso lo bebe a él y desaparece allí adentro y nunca más supo? ¿Cuántas? Innumerables. ¿Debo yo consignar, como escritor, la caída de cada hoja de cada árbol? Sería imposible terminar cualquier novela. Por eso el artista chino recorta sucesos. Elige. A algunos los consigna, pero a otros, no. Los bárbaros e ilógicos occidentales son los que han puesto de moda la supersticiosa manía de anotarlo todo”.
Hay por lo menos cuatro elementos que los lectores habituales de Alberto Laiseca encontrarán en el pasaje citado: 1) el ambiente realista abruptamente intervenido por lo sobrenatural; 2) el cuestionamiento constante al propio concepto de relato; 3) el alcohol como elemento unificador, que propicia el intercambio entre semejantes y 4) China. A estos rasgos se le pueden sumar, también observables en el pasaje: 5) la apelación directa al lector y, por supuesto, 6) el humor.
Todo intento de resumir la obra de Alberto Laiseca a un puñado de ideas, temas o consignas –como la que torpemente he ensayado– está destinado al fracaso, porque al margen de cómo se analicen sus obras y se desmonten los mecanismos del relato construidos en cada libro, la verdadera fuerza de este escritor inclasificable se sostiene sobre dos pilares que sustentan a la propia literatura desde que apareció en el mundo: el Lenguaje y el Mal. Al primero Laiseca lo intervino a su antojo, con un fraseo particular identificable de un libro al otro, y al segundo, convirtiéndolo en personaje omnisciente de todas las historias, tal como lo describe el personaje narrador del escritor Alberto Laiseca al principio de la película Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (Mariano Cohn y Gastón Duprat, 2011): “La historia que vamos a contar se supone que es ficción, pero no. Nunca hubo diferencia entre ficción y realidad, porque este es un mundo mágico y no se puede analizar lo que no existe. Cuando cayó la Unión Soviética, como decía un amigo mío, hubo Te Deus, júbilo… ¡Ha muerto el Mal! Pero no sabe la gente que el Mal no muere… se traslada”.



¡Tecnocracia, Monitor, Triunfo!
De todos los personajes que recorren las páginas de los libros de Alberto Laiseca, muchos de los cuales llevan como nombres variaciones del suyo propio –Personaje Iseka, Lai Chú–, ninguno es tan poderoso como el Monitor, un dictador erudito y contradictorio, de una maldad inconcebible, que gobierna el mundo desde sus dominios en el pueblo Camilo Aldao, una variación geográfica, cósmica y marcial del mismo lugar de Córdoba donde el autor pasó su infancia y adolescencia, tras nacer en Rosario el 11 de febrero de 1941.
El Monitor es el personaje alrededor del cual se desarrolla el millar de historias contenidas en Los Sorias, la saga que relata el enfrentamiento entre tres dictaduras –Soria, Unión Soviética y Tecnocracia–, donde se narra, entre una variedad de asuntos, cómo un gobernante sádico y despótico, que experimenta con sus víctimas las más variadas formas de tortura y muerte, comienza a humanizarse. Laiseca, que era un lector apasionado de historia, estrategia militar y, por supuesto, filosofía, construyó al Monitor con todos los vicios, excesos y contradicciones de individuos como Mao Zedong, Benito Mussolini y Juan Domingo Perón. La expresión “¡Tecnocracia, Monitor, Triunfo!”, con la que los lugartenientes y demás acólitos del sátrapa lo saludan es, en sí misma, una variación del saludo al poder, entendido éste como fuerza de dominio ante el débil y como habilitación para practicar las más variadas crueldades ante los semejantes.
En el año 1993, un lustro antes de publicar Los sorias (escrita y reescrita durante añares y rechazada por varios editores, que se atoraron ante sus mil trescientas páginas, y que contó con dos escuderos de ley en los escritores Ricardo Piglia y Osvaldo Soriano), Alberto Laiseca editó El jardín de las máquinas parlantes, la obra que este escriba recomienda como la mejor forma de abordar por primera vez el universo del Monstruo y en la que se establecen el mapa, la cosmología y especialmente la ontología que regirá el núcleo duro de su obra, a saber, las novelas El gusano máximo de la vida misma (1999), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003) y Sí, soy mala poeta pero… (2006), además de la ya recontramencionada Los sorias
Apuntar que El jardín… inaugura el espacio central de la ficción laisequeana, de ninguna manera puede desmerecer la atención a la obra previa a ese libro, a saber, la primera novela Su turno para morir (publicada en 1976 y originalmente llamada Su turno, nombre que recuperó la reedición de la editorial Mansalva, en 2010); Aventuras de un novelista atonal (1982), de marcada impronta autobiográfica y que presenta, en su primera parte, la sórdida vida del protagonista en una pensión de mala muerte, tal como ocurrirá luego con el inicio de Los sorias; y las dos novelas “históricas”: La hija de Kheops (1989) y La mujer en la muralla (1990).
La lectura de cada libro de Alberto Laiseca suma nuevos elementos para definir a una obra autónoma, interrelacionada y pensada hasta el más mínimo detalle, donde el concepto de “realismo delirante” no es un rótulo arbitrario, para ser considerado a la ligera, sino que conforma el sustento central de todo ese universo. Lo que un lector desprevenido podría rechazar por demasiado delirante, como, por ejemplo, el inicio de El gusano máximo de la vida misma, donde una opulenta mujer se salva de ser violada por tres negros del Bronx para llegar a su apartamento, donde la aguarda el gusano máximo de la vida misma para sodomizarla, haciéndola morir por la conjunción de catorce orgasmos simultáneos, se convierte con el correr de las páginas en la constatación de un mundo demasiado “real”, donde las criaturas astrales y mágicas que lo intervienen se incorporan a la caótica fuerza del cosmos por las que los torpes mortales nos movemos con demasiados aires de suficiencia. Es oportuno, se me ocurre, haber citado El gusano…, pues en su párrafo inicial se encuentra una buena muestra de la prosa del Monstruo: “Ella era gordita, petisa, tetona y vivía en Nueva York. Además era terriblemente distraída. Noten esto porque es importante para la historia. Hacía un calor espantoso y húmedo. La petisa trotaba por las calles sin bombacha. Pero no por puta sino por acalorada. Olvidé decir que tenía un culo de ésos. Sus glúteos, sin el vínculo férreo, sin el dique del calzón, anadeaban que era un gusto. Ver un culo así, de lo más respingón y que no es de uno, causa desazón en el espíritu. Era como el culo movedizo del Tandil”.

Adolfo Hitler corta el pasto
Alberto Laiseca fue, antes de convertirse en escritor o, mejor dicho, mientras recorría el camino que lo llevaría a volverse tal, un hombre de diversos oficios: peón en las acequias y cosechador de naranjas, estibador y zafral en los lavaderos de zanahoria, empleado telefónico y corrector de pruebas en el diario La Razón. Trajinar por todos esos oficios mal pagos y extenuantes le otorgaron gran parte del sustento humano para sus futuras obras, por lo que resulta interesante leer los libros a la luz del conocimiento de sus peripecias personales, contadas por él mismo en diversos reportajes.
En una entrevista con el Canal Encuentro, Laiseca celebra el momento en que dejó atrás su vida de pensión. “Me liberé de las vituallas de los campos de concentración que ofrecen en las pensiones. En las pensiones argentinas se come tanto como en los aviones. Con eso te digo todo”, afirmó. Y sin salir del claustrofóbico y deprimente espacio de un cuarto de mala muerte de alguna pensión en la que le tocó vivir, Laiseca diría en Deliciosas perversiones polimorfas, el documental de Eduardo Montes-Bradley, del año 2004, que lo tiene como protagonista: “Después que me fui de mi pueblo empecé a vivir en pensiones, y como no tenía suficiente dinero para vivir solo en una pieza, tenía que compartir habitación con otros muchachos. Ahí se daba el problema de la cultura, porque yo era un muchacho culto y ellos no, y como se sentían inferiores, para sentirse superiores me daban consejos operativos de la vida y me hinchaban mucho las pelotas. ‘Vos tenés que hacer esto, Laiseca. Tenés que ir con nosotros a vender medias a Villa Caraza. Ahí está la plata, en Villa Caraza’”. Y más adelante: “Parece que los demás siempre saben mejor que uno todo lo que uno tiene que hacer para ser feliz. ‘Dejá de escribir esas boludeces… ¿Pa qué te sirven?... Y de leer’. Toda mi vida he estado rodeado de altruistas, por desgracia, que no se ocupaban de sí mismos sino de mí. Si me hubiera encontrado con menos gente de la que intentó hacerme feliz, me hubiese ido bastante mejor en la vida”.



Y si los dadores de consejos conforman una suerte de legión antagónica de Laiseca y de sus diversos protagonistas, no menos ominosa y letal fue la relación del escritor con su propio padre. En la mencionada película Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en su cuento homónimo, al protagonista se le otorga la posibilidad de volver al pasado para contemplar el momento exacto en que muere su padre. La secuencia es mínima y brutal: un sujeto mal encarado, en camiseta y tiradores, corta el pasto en el jardín ante la mirada de su hijo. De pronto, se larga a llover y la cortadora de césped se detiene. El sujeto se inclina a repararla y cuando la vuelve a encender, una descarga eléctrica lo electrocuta. “Chau, papá”, dice el niño, que un rato antes lo presentó como Adolfo Hitler.
El vínculo padre-hijo y el consiguiente sentimiento parricida marcó a fuego la existencia de Alberto Laiseca, quien vivió una complicada relación con su padre, un respetado médico que quería que su vástago se convirtiera en ingeniero químico. Al final, tuvo la posibilidad de destrabar el conflicto a través de la ficción, como cuando en un pasaje de Los sorias escribe: “Él se había dicho: 'Después de que mi viejo se muera, la humanidad va a ser más joven'. Pero, cuando esto finalmente ocurrió, no supo perdonar ni enterrar el cadáver y dejar de sabotearse a sí mismo. Continuó con la historia de su odio inacabable, haciendo vivir al muerto sin darse cuenta, permitiendo que su padre continuara formándolo y controlando su vida desde el sepulcro. No comprendió que a los padres hay que perdonarlos porque sí. Sin razones, excusas ni motivos. No hay nada que analizar, nada que descubrir, ni entendimiento que lograr. El nudo Gordiano tiene las inencontrables puntas hacia dentro; por eso, la única forma de cortarlo es mediante la espada del perdón. Perdono ahora, a partir de este momento, más allá del bien, del mal y del derecho, porque sí. Un perdón nietzcheano”.


Una coda de Lai
La denostada y necesaria web permite encontrar, de forma muy fácil, las diferentes entregas de los Cuentos de Terror, que Alberto Laiseca seleccionara, adaptara, contara y actuara para el ciclo televisivo del canal I-SAT. Allí están sus versiones de clásicos del género como ‘El gato negro’, de Edgar Allan Poe y ‘La gallina degollada’, de Horacio Quiroga, pero también textos menos afines al terror como ‘Algo muy grave va a suceder en este pueblo’, de Gabriel García Márquez o ‘La galera’, uno de los relatos que integran ese gran libro que es Misteriosa Buenos Aires, de Manuel Mujica Laínez.
También en la web es posible hallar algunas entregas de ‘El consultorio de Lai’, otro ciclo televisivo que Laiseca realizara para el programa ‘Cupido’, creado por Gastón Duprat y Mariano Cohn para Much Music. Allí, con una escenografía mínima y con un único plano, Lai lee las cartas que los televidentes le envían con diversas consultas amorosas y, a continuación, ofrece una respuesta que nunca constituye un lugar común sino una lectura seria del dilema. Por ejemplo, un televidente le escribe: “Tengo fantasías con mi cuñada. El tema es que mi mujer está enferma, postrada, y me da culpa. Pero si no hago algo, voy a explotar. ¿Qué hago?”; y Lai le responde: “Hay varios temas aquí. En primer lugar, ¿la postración de tu mujer es temporal o definitiva? Porque si es definitiva, hay que vivir. Por lo demás, ¿tu cuñada qué opina?... si es que opina algo, porque por ahí no está ni enterada y pone el grito en el cielo. Ahora, si ya puestos de acuerdo lo van a hacer, vívanlo sin culpa”.
Ahora que la Muerte, sobre la que escribió, temió y también supo mofarse en sus libros, atrapó pa´siempre al Monstruo, la noticia que circuló algunas semanas atrás sobre que en 2017 Random House publicará un nuevo libro suyo, atempera en cierto modo el golpe y no permite parafrasear al director Billy Wilder, cuando en el funeral de su maestro Ernst Lubitsch y como respuesta a la expresión de dolor de William Wyler -“Se acabó Lubitsch”-, dijo: “Peor aún: se acabaron las películas de Lubitsch”.  
Dejemos que ahora se manifieste el porvenir y no abandonemos nunca la relectura del Lai.

¡Tecnocracia, Monitor, Triunfo!

-Publicado en semanario Brecha el 30/XII/2016.

‘Iluminaciones sobre ciudades en Benjamin y otros ensayos’, de Peter Szondi

Problemas del genio creador

Como un asteroide que explota en su periplo por la galaxia, incrustando con millones de esquirlas a otros elementos del cosmos, puede leerse el paso de Walter Benjamin (1892-1940) por la cultura occidental del siglo XX y lo que va del XXI. Forzando un poco más la tosca metáfora espacial, puede decirse que, a diferencia de la aridez propia del sideral cuerpo rocoso, el fenómeno Benjamin ha sabido insuflar vida a su paso, bajo la forma de innumerables ideas, corrientes, fenómenos de disciplinas diversas y obras enteras que se han dedicado a glosarlo, analizarlo, cuestionarlo. Un ejemplo muy cercano, temporal y geográficamente, es el libro Las tres vanguardias, del escritor argentino Ricardo Piglia, que dedicado al estudio de las obras de Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh, encuentra su motor secreto (y no tanto) en una serie de ideas de Walter Benjamin.
Iluminaciones sobre ciudades en Benjamin y otros ensayos, del filólogo alemán Peter Szondi (1929-1971) es otro libro de la galaxia dominada por el autor de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, y aunque el volumen incluye trabajos dedicados a William Shakespeare,  Friedrich Schiller y Bertolt Brecht, entre otros, la lectura de Walter Benjamin lo atraviesa de punta a punta.
El libro, editado póstumamente en 1973, recopila ensayos de diverso tenor, publicados en varios lugares y con el tono de cierta arbitrariedad que suelen tener todas las recopilaciones en las que el propio autor no metió mano. (¿Aunque no es, en realidad, arbitraria cualquier recopilación de textos realizada incluso por el propio autor, sujeta siempre a gustos o disposiciones del momento que se emprende?). Si se apurara aquí un tema común a los textos reunidos en Iluminaciones…, habría que optar por el de los problemas que acucian al genio creador, pero no al creador en tanto individuo que se planta ante la obra en curso sino al repertorio de ideas recibidas y propias con las que el genio debe luchar para plasmar una creación personal y única, que lo haga trascender sobre sus semejantes. Más Benjamin, imposible.



Hay dos ensayos que sobresalen en el volumen, no solo por el desarrollo argumental de Szondi sino por la nueva luz que aportan sobre temas bastante estudiados por la academia. En ‘Tableu y coup de théâtre. Para una psicología social de la tragedia burguesa en Diderot. Con un excurso sobre Lessing’, el autor parte de la aparición de la burguesía en las obras teatrales de Denis Diderot para definir toda una forma de leer a las clases sociales en la convulsionada Europa del Siglo de las Luces. Szondi presenta a un Diderot no solo comprometido con su obra –con el genio creador– sino con la lucha al máximo poder en su tiempo, a saber, la monarquía absoluta. No es raro ver cómo el padre de la fundamental L'Encyclopédie comienza a quedarse solo en su prédica por la libertad del pueblo y del individuo, pues había que ser muy valiente para proclamar, luego de la terminación de la guerra de Independencia norteamericana: “Que la Revolución que ha tenido lugar al otro lado del mar, después de siglos de opresión, al ofrecer a todos los habitantes de Europa un refugio contra el fanatismo y la tiranía, instruya a los gobernantes sobre el empleo legítimo de su autoridad”.
El otro ensayo a destacar es el que le da nombre al volumen, un cautivante texto que compendia la descripción de diversas ciudades europeas en la pluma de Walter Benjamin a partir de la clave del distanciamiento de la tierra natal y el descubrimiento de un espacio nuevo, en un mecanismo personal –entre lo sensorial y la memoria– a través del cual, Proust mediante, el viajero contempla todo con los ojos de un niño.
Al igual que Walter Benjamin, Peter Szondi optó por suicidarse, en 1971, cuando era un respetado profesor y un muy leído ensayista, que había publicado a los veintisiete años su Teoría del drama moderno (1880-1950), un verdadero clásico en la materia.
Al final, unas palabras sobre la traducción del libro. La tarea fue emprendida por Héctor A. Murena (1923-1975), el gran ensayista argentino al que le debemos textos como El pecado original de América, quien supo volcar al español, en una prosa precisa y cuidada, las encadenadas argumentaciones de Szondi para develar los misterios de la creación intelectual.

Martín Bentancor



Iluminaciones sobre ciudades en Benjamin y otros ensayos’, de Peter Szondi. Traducción: H. A. Murena. 188 páginas. El Cuenco de Plata. Buenos Aires, 2016.


-Publicado en semanario Breca, el 05/I/2017.