sábado, 1 de diciembre de 2012

lunes, 22 de octubre de 2012

Una lectura de "El aire de Sodoma"


Historias de la historia

por Julián W. Motta

El aire de Sodoma es el segundo libro* de Martín Bentancor que publica La Propia Cartonera, uno de los mejores sellos editoriales del país, que cuenta con un catálogo integrado por nombres como Cesar Aira, Mario Bellatín, Dani Umpi y Elder Silva, entre otros. En 2010, La Propia publicó El despenador, una apasionante nouvelle en la que Bentancor presenta la historia de Juan Álzaga, “el despenador”, hijo bastardo de un funcionario de la Corona Española en el Río de la Plata que se convierte, por fuerza de la locura de una época salvaje, en el primer asesino serial del Uruguay. La leyenda de Juan Alzaga -reconstruida por el profesor Hércules Peñalosa ante un alumno en el mostrador de un bar de mala muerte, mientras consumen sendas copas de grappamiel- le permite a Bentancor presentar diferentes momentos claves en la historia rioplatense, como la Matanza de Salsipuedes, la alianza de Manuel Oribe y Juan Manuel Rosas, la muerte de Juan Lavalle (uno de los episodios más crudos del libro y de la literatura uruguaya reciente) y los primeros años del gobierno de Fructuoso Rivera. Al margen de su argumento, Bentancor presenta en El despenador un interesante trabajo con las líneas del relato. En primer lugar está la historia de Juan Alzaga, contada desde su niñez de liberto en la Montevideo colonial hasta su conversión en un asesino despiadado que le arranca los corazones a sus víctimas y, en un segundo plano, se encuentra la historia del monólogo del profesor Peñalosa, interrumpido por sus viajes al baño, las llamadas que recibe su alumno en el celular y por la llegada de ocasionales clientes al bar. Y, para profundizar un poco más el nivel de complejidad, Bentancor reconstruye la historia de la conversación en el bar y del despenador, a través de los recuerdos de un testigo mudo de los hechos: el cantinero Luisito Ruiz, “silencioso y parco como pocos, más entusiasta de la vida en familia que del intercambio fragmentado y variopinto que suele haber en todo despacho de bebidas”. O sea que, al final, la historia de Juan Alzaga termina siendo una versión oral reconstruida, a su vez, por alguien que escuchó la conversación, primero con cierto fastidio y luego con genuino interés.

El acercamiento de Martín Bentancor a la Historia Nacional ya estaba presente, en cierta forma, en su primer libro de cuentos, Procesión, editado por la editorial Sudestada en 2009. Allí, valiéndose de las claves del relato costumbrista, el autor canario contaba historias mínimas, protagonizadas por paisanos de la campiña uruguaya y en las que, como trasfondo, aparecían algunos episodios puntuales de la conformación de Uruguay como nación (las luchas de caudillos en los cuentos “Traidor” y “Primogénito”, el alambramiento de los campos en el relato “Procesión”, etc.). Aún así, es en el flamante El aire de Sodoma donde Bentancor le hinca el diente a la historia reciente de nuestro país con un olfato asombroso para las situaciones absurdas y un muy cuidado sentido del humor.

“Hola. Soy Eduardo Galeano”, el cuento que abre el volumen y que está dedicado a Graham Greene (autor clave en otro libro de Bentancor, la novela La redacción, donde incluso el autor británico aparecía brevemente como personaje) es un asunto con espías y replicantes en el contexto de una dictadura latinoamericana. En el ambiente tropical plagado de mosquitos donde una célula guerrillera ha establecido su campamento, mientras avanza hacia la Capital, desembarca el reconocido escritor uruguayo Galeano. El relato cobra vida entre la interacción de Galeano con los guerrilleros, especialmente con el Comandante -más preocupado por beber que por conducir- y un cura subversivo que conjuga todos los vicios de los discursos revolucionarios.

“Los huesos” es un relato protagonizado por José Artigas, aunque justo es decirlo, la protagonista oculta es una muela del General, una muela cariada que es necesario extirpar para que el Éxodo del Pueblo Oriental pueda seguir adelante. A la manera de El Despenador, el relato está construido como un diálogo entre un académico rival del profesor Peñalosa (a quien le dispara varios dardos durante el discurso) y el propio Bentancor.

“Obituario” recrea la biografía de Ernesto Seppeda, un oscuro vendedor de tractores en Tacuarembó que se convierte en poeta y en acérrimo combatiente de la dictadura militar. El relato, uno de los primeros escritos por Bentancor, ya deja ver varios de los signos que el autor desarrollaría con el tiempo: las biografías de personajes marginales, la presencia permanente de la poesía (en mitad del relato de El Despenador, Peñalosa canta un cielito; en La redacción, el mastodóntico cronista Amadeo Viñetas escribe oscuros poemas) y hasta el uso de medios secundarios del relato como las entradas en un diario, los facsímiles y las falsas notas al pie.

Por último, “El aire de Sodoma”, relato que cierra el volumen, es un intento por reconstruir un fallido atentado sobre el ex presidente Julio María Sanguinetti durante un tour de vino por varias bodegas de Canelones. Los hechos son confusos porque ningún testigo quiere referirlos y es el profesor Peñalosa, nuevamente, el encargado de dilucidar la verdad o lo que podría ser la verdad. “Si uno analiza detenidamente el recuerdo de un suceso, decía Peñalosa, puede terminar descubriendo la propia precariedad de la memoria y las trampas que el cerebro nos tiende en el proceso de evocación. Quien investiga el pasado suele pasar por alto ese detalle y le otorga a los testimonios históricos una veracidad que no es tal. Con ese razonamiento, la Historia como la conocemos no tendría razón de ser. Su principal razón de ser, justamente, es la de despejar las dudas que acechan cada testimonio de tal forma que se convierta en un dato exacto, donde las penumbras no puedan entrar. Es un arte difícil para el que no todos están dotados. Usted, por ejemplo, decía mirándome a los ojos, no sirve para historiador. Tiene aires de novelista y ese vicio es como el matayuyos para las gramíneas. Tiende a ver héroes, villanos y personajes secundarios en todo lo que describe. Y lo peor de todo: cree que está haciendo historia”.

El aire de Sodoma se inscribe en una tradición extraña de la literatura uruguaya al acercarse a episodios de la historia nacional con cierta irreverencia y desparpajo y por poner el foco en detalles secundarios, esos que nunca son contemplados en la historiografía oficial. Es, además, un paso seguro de uno de los mejores escritores jóvenes de Uruguay, un escritor al que no conviene perderle pisada. 

*El aire de Sodoma, editorial La Propia Cartonera, Montevideo, 2012.

viernes, 27 de julio de 2012

¿Quién lee a Juan Torora? (II)

MI REBENQUE PLATIAO
de Juan Torora (Juan Escayola)


Tenía un rebenque machazo
hecho de papada pura,
que aunque de linda figura
era un rebenque fierazo.
Pa pegar un güen chirlazo
otro mejor no he encontrao
y tuve por descontao
en tiempos que yo lo usaba,
que naides se le arrimaba
a mi rebenque platiao.

Tenía una argolla machaza
de plata pura ¡eso sí!
y un corredor guaraní
hecho con toda cachaza.
Aunque fierazo de traza
era un trabajo acabao,
y de cuero bien sobao
era su larga sotera;
¡Aijuna! si aúra tuviera
a mi rebenque platiao.


Entonces yo presumía
ser taita en la camperiada,
y en cuanto a ganar cueriada
por puro lujo lo hacía.
Cuando a mano lo tenía
no hallé quiebra ni aporriao,
ni el bentena más mentao
pudo hacer fijas sus miras,
porque le sacaba tiras
con mi rebenque platiao.


Hasta pa hacer el amor
lo tuve por güena ayuda,
más de una vez en la duda
supo ser güen mediador.
De un boliche el mostrador
muchas veces he golpiao,
y el pulpero retobao
me ha tratado sin malicia
de miedo de una caricia
de mi rebenque platiao.


Si en pendencia o entrevero
alguna vez me encontré,
a más de un loco dejé
con una faya en el cuero.
Si un taita, por ser copero
me ha puesto medio apurao,
en la cerdosa lo he dao
matándole un anca mora
con la punta cimbradora
de mi rebenque platiao.

-Extraído del libro Versos gauchescos y nativistas, Breve antología de poetas uruguayos, a cargo de Juan Carlos Guarnieri (Editorial Florensa & Lafon, Montevideo, 1949).
-La pintura de Florencio Molina Campos que acompaña la entrada se llama Vistiando (Témpera sobre papael 32 x 50).

martes, 21 de febrero de 2012

El primer libro de mi biblioteca


El primer volumen de mi biblioteca, el título inicial que inauguró el puñado de libros que conforman mi único bien material digno de mención, no fue un Alejandro Dumas, ni un Julio Verne, ni un Victor Hugo; no fue ninguno de los títulos de cubierta amarilla de la colección ‘Robin Hood’ (que, discontinuados, llegarían con el correr de los años, como tesoros fosforescentes en épocas de pobreza), ni algunas de esas versiones resumidas –en tapa dura y doradas letras adelante- de Tom Sawyer en el extranjero o La cabaña del Tío Tom.
El primer volumen de mi biblioteca es una novela del Oeste (“novelita del Oeste”, según el librero de la feria de los domingos de Las Piedras que, algunos años después del encuentro con el libro que acá comento, se convertiría en una suerte de Virgilio en mi descenso luminoso al mundo de las novelas –“novelitas”- de ciencia ficción, espionaje, suspenso y terror), llamada Un triste vaquero, escrita por Raf Segrram y editada por la editorial Bruguera de Barcelona, en su colección Bisonte, en enero de 1952.
En la cubierta, donde vemos a un niño cercado por un lobo mientras un vaquero (“el triste vaquero”) se acerca por detrás con un revolver en la mano, destaca un amarillo intenso; color que ha soportado imperturbable el paso de los años, la precariedad de algunas viviendas que me tocó habitar, el corrosivo ácido de las cajas donde varias veces fue guardado y el traqueteo de algunos camiones de mudanza y que evidencia, como ningún otro documento libresco, los buenos materiales que empleaban algunas imprentas españolas en pleno franquismo.
Así empieza Un triste vaquero: “Sudoroso, hambriento, estropeada y sucia la ropa, Jackie avanzaba con lentitud por el camino que bordeaba Cocoraqu Butte. En su cara de pilluelo guapo, brillaban tristonas sus grises pupilas sombreadas por largas pestañas oscuras…”. En aquel tiempo yo leía y no cuestionaba demasiado el aspecto más técnico, sintáctico y estilístico de la lectura; solo me interesaban las historias, el viaje por la aventura del personaje central, el amasijo argumental. Por eso, no me pregunté hasta muchos años después quién era Raf Seggram (un particular nombre anglosajón) ni por qué no se consignaba el dato del traductor ni, mucho menos, por qué razón en el primer párrafo de la novela aparecían diez adjetivos. Supe, hace relativamente poco, que Raf Seggram era, en realidad, Rafael Segovia Ramos, uno de los tantos autores españoles de “novelas de a duro” que, a diferencia del violento Marcial Lafuente Estefanía, se refugió en un alias literario que incluía, en parte, su propio nombre.
El pasado 16 de febrero se cumplieron veinte años de la llegada a mi poder de Un triste vaquero y de la inauguración de mi biblioteca. Tengo muy presente la fecha porque figura en la tapa del libro: yo mismo la escribí con tinta azul, ahora deslucida, como una forma de perpetuar el mágico momento del arribo del volumen número uno; la fecha se continúa en la primera página interna con la aclaración “Regalo de Abuela Hilda”. Y es acá, señores, donde aparece en escena la auténtica protagonista de esta evocación.
Solo a mi abuela Hilda le debo el amor a los libros y, por extensión, a la palabra impresa. Quedarme algunos días en casa de mis abuelos significaba un extraño viaje temporal: hacia el futuro (a diferencia de mi casa, mis abuelos tenían luz eléctrica) y hacia el pasado (por el sabor de las historias que los dos viejos traían al presente, con ese modo de narrar campesino, ya casi perdido, donde el que cuenta paladea las enumeraciones, los detalles –muchas veces sórdidos-, los silencios).
El 16 de febrero de 1992, mi abuela, al verme garabatear una historia –mi antigua obsesión con el destino de Juan Díaz de Solís, seguramente- en un puñado de hojas que el abuelo traía de la caseta de vigilancia del frigorífico, buscó entre los cajones de un viejo mueble hasta dar con Un triste vaquero. Y me lo obsequió. Y, sin saberlo, inauguró la sucesión de volúmenes que, veinte años después, cobijados en madera y dispuestos a mis espaldas, contemplan, imperturbables, cómo escribo estas líneas.
El volumen supo ser de mi padre, allá por su infancia, y le fue obsequiado por una maestra especialmente adepta a la lectura y que quería, a toda costa, sembrar el amor por los libros en aquel puñado de hijos de campesinos que le había tocado por alumnado. Esta ejemplar maestra, le entregaba todos los viernes un libro a cada alumno con la consigna de que el lunes, los lectores debían resumir la historia que habían leído durante el fin de semana. Según abuela Hilda, mi padre, poco inclinado a leer aunque en sus últimos años se convertiría en un lector entusiasta de todos mis trabajos y en visitante asiduo de mi biblioteca, le pedía a ella que leyera el libro asignado por la maestra y le comentara el argumento para, llegado el lunes, recitarlo ante la noble educadora. Como sea, mi padre escribió su nombre en la página cinco del libro, con una cuidada caligrafía que resalta las mayúsculas y, especialmente, la inicial de su segundo nombre, seguida por el punto.
Aunque mi ejemplar de Un triste vaquero consigna que Raf Segrram escribió casi sesenta libros para la Colección Bisonte, nunca pude hacerme con otro título de este autor. Por años, en mis incursiones en las librerías de viejo de Las Piedras, Colón y Paso Molino, así como en los puestos de “novelitas” de varias ferias, busqué en vano otro Segrram. Después desistí porque entendí que teniendo este libro en mi poder, atesorándolo en un sitial destacado de mi biblioteca, cuidándolo de lo avances de la humedad, los insectos y los visitantes curiosos, los tengo a todos: todos los Segrram, todos los vaqueros tristes y harto adjetivados, todas las vivencias de mi padre, todas las historias de mis abuelos, todas las altas y bajas literaturas, todos los recuerdos de infancia, en definitiva, todos los libros. 

domingo, 29 de enero de 2012

El viejo Viscacha: picardía y sabiduría campera

A la memoria de mi Padre.

Uno de los mejores momentos de La vuelta de Martín Fierro, la secuela de El gaucho Martín Fierro, que José Hernández escribió en 1879, está marcado por la presencia del Viejo Viscacha (tal la denominación que le da el autor y no “Vizcacha”, como se empeñan en denominarlo muchos docentes, críticos y reseñistas).
El Viejo Viscacha personifica al gaucho bandido y ladino que aprovecha cualquier circunstancia para obtener una ventaja y que no duda en practicar el robo o el engaño para salirse con la suya. A este viejo sinvergüenza le otorgan el cuidado, en calidad de tutor, de uno de los hijos de Martín Fierro y es en el relato de éste cuando aparece resumida la vida y la obra de Viscacha. Dividido en cinco cantos – “El Viejo Viscacha”, “Consejos del Viejo Viscacha”, “Muerte del Viejo Viscacha”, “El inventario de sus bienes” y “El entierro”- los sucesos referidos sobre este personaje constituyen un auténtico libro dentro del texto mayor que los presenta.

El inicio:

“Me llevó consigo un viejo
que pronto mostró la hilacha:
dejaba ver por la facha
que era medio cimarrón;
muy renegao, muy ladrón,
y le llamaban Viscacha”,

ya presenta al personaje en cuerpo y alma y deja entrever que nada bueno puede salir de tamaña criatura. Aún así, Hernández se las ingenia para mostrar el mejor costado del Viejo Viscacha a través de lo que, hoy en día, es uno de los momentos más recordados de La vuelta de Martín Fierro: los consejos que al hijo del protagonista le da el Viejo.

“Siempre andaba retobao
con ninguno solía hablar;
se divertía en escarbar
y hacer marcas con el dedo;
y cuando se ponía en pedo
me empezaba a aconsejar”.

Los consejos del Viejo Viscacha son un muestrario de la sabiduría del hombre de campo y revelan su poderosa capacidad de observación, traduciéndola en una suerte de refranes o moralejas que arrojan, como no, muchas verdades. Cada una de las estrofas se cierra con una sentencia, muchas de las cuales se han convertido en dichos populares en Argentina y Uruguay. Algunos ejemplos:

“Jamás llegués a parar
a donde veas perros flacos”

“El diablo sabe por diablo
pero más sabe por viejo”

“Hasta la hacienda baguala
cai al jagüel con la seca.”

“Vaca que cambia querencia
se atrasa en la parición”.

“La vaca que más rumea
es la que da mejor leche”

“Cada lechón en su teta
es el modo de mamar”

“A mi me gusta mojarme
por afuera y por adentro”

“No dejés que hombre ninguno
te gane el lao del cuchillo”

“Hacete amigo del juez
no le des con que quejarse.”


Los consejos del Viejo Viscacha son la única herencia que este particular tutor le dejará al hijo de Fierro ya que, como nos cuenta en algún momento, era tan malvado y cabortero que, en más de una oportunidad, lo echó del rancho para hacerlo dormir a la intemperie, bajo la más cruda de las heladas. La imagen con la que el hijo de Fierro cierra el relato de los consejos, es patética en la semblanza de un sabio decadente pero tiene, también, algo de enternecedora:

“Con estos consejos y otros
que yo en mi memoria encierro
y que aquí no desentierro,
educándome seguía,
hasta que al fin se dormía
mesturao con los perros.”

Sigue al relato de los consejos del Viejo, la relación de su prolongada agonía y posterior deceso. A través de varias noches, el hijo de Fierro asiste a la muerte lenta de Viscacha: el moribundo se sabe condenado pero su propia dureza y las rispideces de una vida entregada a las felonías y el bandidaje, parecen no dejarlo morir, como si en la maldad el viejo hubiera encontrado una cobertura natural que lo hace más fuerte. Dice el hijo de Fierro:

“Allá pasamos los dos
noches terribles de invierno;
él maldecía al padre Eterno
como a los santos benditos,
pidiéndole al diablo a gritos
que lo llevara al infierno.”

“Debe ser grande la culpa
que a tal punto mortifica;
cuando veía una reliquia
se ponía como azogado
como si a un endemoniado
le echaran agua bendita.”

Muerto Viscacha, su estela se deja sentir en las acciones que emprenden los vivos –el Alcalde y un puñado de vecinos- que, ante la mirada de simple testigo del hijo de Fierro, proceden a revisar y repartirse las pertenencias del viejo. Este canto, “El inventario de sus bienes”, enseña, entre otras cosas, que el carácter oportunista y ventajero no sólo es propiedad del viejo bandido sino, también, de los supuestos hombres de bien. A lo largo de su prolongada vida de raterías, el Viejo Viscacha había acumulado de todo en su guarida, de tal forma que ésta se había convertido en una suerte de cueva de Alí Babá.

“Había tarros de sardina,
unos cueros de venao,
unos ponchos aujeriaos,
y en tan tremendo entrevero
apareció hasta un tintero
que se perdió en el juzgao”.

Mientras el alcalde y los vecinos encuentran y se reparten las cosas robadas por Viscacha, van deslizando detalles de su biografía, sucesos que definen al viejo y que no lo dejan, precisamente, bien parado.

“Dios lo ampare al pobresito,
dijo en seguida un tercero,
siempre robaba carneros,
en eso tenía destreza:
enterraba las cabezas,
y después vendía los cueros.”

“Si ensartaba algún asao,
¡pobre! ¡como si lo viese!
poco antes de que estubiese
primero lo maldecía,
luego después lo escupía
para que naides comiese”.

La seguidilla de vituperios y anécdotas negativas que aquellos hombres comienzan a dejar salir ante el cadáver del viejo, terminan indignando al hijo de Fierro que reflexiona:

“Esto hablaban los presentes;
y yo que estaba a su lao,
al oír lo que he relatao,
aunque él era un perdulario,
dije entre mí: ‘¡qué rosario
le están resando al finao!’”

El último canto dedicado al Viejo Viscacha refiere algunos pormenores de su muerte. Acá Hernández, por boca del hijo de Martín Fierro, echa mano a algunos recursos tétricos y caros a un buen relato de terror:

“Supe después que esa tarde
vino un pion y lo enterró,
ninguno lo acompañó
ni lo velaron siquiera;
y al otro día amaneció
con una mano dejuera.”

“Y me ha contao además
el gaucho que hizo el entierro
(al recordarlo me aterro
me da pavor este asunto)
que la mano del dijunto
se la había comido un perro.”

A través de la sabiduría de su dichos y de la picaresca de su existencia, el Viejo Viscacha se constituye en uno de los mejores personajes creados por José Hernández, llegando casi a la altura existencial del propio Martin Fierro. Los “consejos” de Viscacha, además, han servido de clara inspiración para una corriente dentro de la poesía rural que se basa en la traducción de vivencias del hombre de campo en forma de versos, desde Wenceslao Varela y su Al hombre bueno hasta el Cuzco rabón de Tabaré Etcheverry, pasando por Santos Garrido (Guillermo Cuadri) y José Larralde, entre otros.

martes, 24 de enero de 2012

Sobre Manigua, de Carlos Ríos

Manigua es la historia de un viaje pero también de la reconstrucción de ese viaje que, muchos años después, realiza el viajero para un único oyente. Manigua es una conversación entre dos hermanos –el mayor que habla y hace fluir el relato con saltos en el tiempo y en la memoria, el menor que agoniza y escucha- cargada de ambientes oníricos que se vuelven palpables y de sitios concretos que se difuminan en el recuerdo, la pesadilla y el silencio. "Manigua" es, entre las varias acepciones que del término ofrece el Diccionario de la Real Academia Española, citado por el autor al inicio, la “abundancia desordenada de algo, confusión, cuestión intrincada”.

Ambientada en una perdida región de África, donde ocurren prodigios como una cabeza de fósil obstaculizando el pasaje de un ómnibus o un puerto confeccionado con plástico y cartón que comunica al país con el mar, Manigua es una suerte de road movie caliginosa y alucinada.

La primera novela de Carlos Ríos, nacido en Santa Teresita, Argentina, en 1967, delata el oficio de poeta del autor (un poema suyo puede leerse dos post más abajo), oficio que se hace evidente en el ritmo de la prosa, en la descripción de los entornos que atraviesa el protagonista y en la cadencia que sostiene la trama, eje sobre el que se basa el gran poder de este pequeño –por sus páginas, se entiende- libro.

“En la mano de su hermano, en las diabéticas recensiones dactilares, en cada hueso a punto de traspasar la piel, Apolón sintió cómo el proyecto de una comunidad retrocedía, se hacía polvo, se iba irremediablemente a la mierda, un retroceso semejante al del mar frente a la ciudad en donde habían nacido. Así lo contó Apolón. Tomé la mano de mi hermano y la besé y en ella acaricié con mi lengua el reflujo de la historia, no un pasado en común o una textura, lo que sorbí en el cuero de mi hermano fue la piel que dejaría de envolverme en mis próximos años de sobreviviente.”

Manigua, de Carlos Ríos. Editorial Entropía, Buenos Aires, 2009.