sábado, 17 de julio de 2010

Higinio Mena

Higinio Mena, nacido como Néstor Julio Argüelles Bruzzo, es uno de esos poetas completamente olvidados por los compiladores, la Academia y los medios. Su vida política, signada por la lucha social en Argentina (enfrentamiento a los militares, pasaje a la clandestinidad, muerte de su compañera, exilio en Holanda) no le impidió darle forma a una obra única, relativamente breve pero de una coherencia indiscutible. Su trabajo más conocido se le debe a José Carbajal ‘El Sabalero’ que en 1991, bajo el sabaleriano título de Entre putas y ladrones, grabó un puñado de sus poemas rescatando, de esa forma, el particular mundo del bardo: escenas del pueblo que se termina al comenzar el campo, la cercana corriente de un río nunca surcado por turistas, el sonido inagotable de las máquinas trilladoras y el acorde de una guitarra algo destemplada sonando a la hora de la siesta. Por ese decorado de interior perdido desfilan el Perico Alcasotro, el rengo Zamora, el circo Solimán o el tío Santiago, un borracho que motiva un estribillo que describe a un carácter infaltable en cualquier pueblo: el mamado indestructible:

“La pucha que chupaba, don,
mi tío Santiago…
Le juro que yo nunca, don,
lo vi mamado…”


Higinio Mena escribe sobre los pobres, los desheredados de la tierra, esos seres que viven en una precariedad organizada (en la que nunca falta el vino ni la carne asada) y que encuentran en un conjunto de actividades sociales, un sentido de pertenencia y, como no, una forma de honrar y respetar el suelo que habitan. La pluma de Higinio Mena no se detiene sólamente en la descripción de esas vidas sino que, en ocasiones, establece un quiebre radical con la sociedad que los rodea para mostrar el olvido que cae sobre ellos:

“Carajo, no hay más ley que la de abajo.
Sólo la ley del pobre, al pobre abriga
y el que anda en malas con los retobados
es que anda en buenas con la policía…”


En la figura del Perico Alcasotro, un viejo contrabandista que vive de traficar con lo que encuentra en el cauce y las riberas del río, el poeta presenta una síntesis del sentir de sus marginados. Alcasotro lo ha perdido todo y luego de una vida trashumante no puede dejar de andar (“hachas de un sol bestial matan su cara”); él, que supo dar la vuelta al mundo ahora pesca porquerías en el río para revenderlas.
Los poemas de Higinio Mena son, en realidad, cuentos de carácter costumbrista rimados aleatoriamente y que nunca pierden los elementos más caros a la tradición oral de la narrativa campesina o suburbana: cierta picaresca de los personajes (que, en ocasiones, muta en lisa y llana maldad), una moraleja oculta en el devenir de sus acciones (incluso en sus peores actos) y un profundo sentido del humor:

“Un día organizaron un torneo los ñatos del club:
llenitas hasta la boca pusieron en fila
catorce damajuanas de un tintillo llamado Ñandú.
Había contrincantes y había gente en pila
pero fue llegar el tío Santiago y ya dejar el fondo blanco
y como una lechuga levantarse fresco.
Y en medio de la rueda de rivales ya todos vomitados
mandarse a bodega el vino del premio.
En eso llegó el comisario y amagó a llevarse a todo el mundo
pero no atropellen, porque al ver que el cura,
borracho perdido, festejaba que salió segundo
se quedó chatito y rajó por las dudas…”


En El circo Solimán y en La Mama Juana, Higinio Mena registra el paso del tiempo al contrastar a su personaje narrador, emergido del mismo barro y la misma pobreza de Alcasotro y los demás, con el devenir de los años, concretamente con el adiós a la infancia y a la adolescencia. Solimán es un hombre-circo, una suerte de linyera que recorre los pueblos perdidos bajo el sol de la primera hora de la tarde con un loro al hombro y unos toscos instrumentos musicales. La llegada de Solimán, al quebrar la monotonía del caserío, instaura también la llegada de la novedad por lo que no es de extrañar que sean los niños quienes más lo aguarden y quienes compongan la mayor parte de su auditorio. Su función es una fiesta para todos:

“El circo dio función aquella tarde
en el palmo vacante de un baldío.
Dos perros, de toga,
bailaban al ritmo
de una vieja armónica
como capuchinos.
……………………..
El loco recogió sus abalorios
y al paso de su gorra los vineros
pequeños, del pueblo, tintineantes…
Dime, armoniquero… ¿qué te importa cuántos?


En La Mama Juana, la voz se carga de furia por el cierre del mítico quilombo del pueblo. En sus versos, el poeta ataca a la falsa moralidad de los biempensantes al tiempo que evoca su propia relación con el sitio “la noche que debuté”. Se trata de una reflexión ácida que se sabe inútil ante el peso de la ley:

“Publicaron un edicto,
le sellaron las canceles.
El juez, las viejas y el cura
firmaron tantos papeles
que hoy ya no queda un refugio
pa´ los pobres que se quieren…
……………………………
Si amar es perra costumbre
pa esos hijos por milagro,
tal vez sean cosas decentes
los placeres solitarios…
Creen que amar no es de este mundo,
esos eunucos guampudos.
Hablan como si ellos nunca
se hubieran visto desnudos…”

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Nota a la foto: En la imagen que acompaña a este balbuceo, y que fuera encontrada en Internet, se ve, a la izquierda a Higinio Mena. A su lado, con un niño en brazos, está el Sabalero. La foto no consigna autor, fecha ni lugar; ASUNTO LITERARIO presume que fue tomada hacia finales de la década del ochenta (del siglo pasado, claro).

miércoles, 14 de julio de 2010

¿Siete años sin Roberto Bolaño?

Desde su muerte en un hospital de Barcelona, siete años atrás, la fama de Roberto Bolaño no ha dejado de crecer, de leudar en el amplio espacio de la Literatura Moderna, convirtiéndose para algunos en un clásico ineludible y en un redituable (e indetenible) boom editorial para otros. Si la sucesión de jornadas pautada por placeres, frustraciones y pequeñas batallas que conforman la vida de un escritor es necesaria para consolidar su experiencia vital y, con ello, su obra, la muerte de Bolaño parece haberse vuelto fundamental para potenciar su actual mote de “imprescindible”. Los libros de Roberto Bolaño que han salido al mercado desde su temprano deceso están por igualar a la cantidad de volúmenes que el autor chileno editó en vida; el disco duro de su computadora y cuando papel dejó en gavetas y cajones de los muebles de su estudio han sufrido – y siguen sufriendo – el ataque de editores, agentes, albaceas y colegas; sus novelas no dejan de republicarse, traducirse y venderse a una velocidad pasmosa; su nombre es una marca registrada que consolida el activo de varias cuentas bancarias y emblema o mascarón de proa de un sinfín de corrientes emanadas desde la Academia hasta las columnas de los gacetilleros de barrio.
Pocos años antes de morir, Roberto Bolaño pasó de ser un escritor leído por una minoría que lo veneraba (y no lo compartía con otros lectores) a un reconocido autor aclamado con los más importantes premios literarios, solicitado en los más respetados concursos internacionales y buscado por un sinfín de periodistas que siempre aguardaban su frase mordaz, su dardo certero contra alguna Figura de la Literatura (desde Isabel Allende a Volodia Teitelboim, desde Camilo José Cela a Marcela Serrano). La fama que le tocó vivir fue la del escritor sudaca premiado en la madre patria editorial española, la del tipo pobre sin pelos en la lengua que habla porque no tiene nada que perder y desprecia por igual al canon y al hit parade, el lúcido ser humano que sabe que ser famoso es un valor relativo si se es víctima de una enfermedad hepática mortal que puede tumbarte en cualquier momento sin dejarte emprender una tarea tan sencilla como la de jugar con tu hijo.
La fama que le llegó a Roberto Bolaño después de su muerte es calderilla, carne de cañón para crónicas, artículos de portada y estos blogs literarios que pululan por Internet. Y por sobre todo eso, más allá de la fama y la trascendencia, están sus libros: páginas y más páginas de escritura viva, en constante crecimiento, en continúa expansión.