martes, 21 de febrero de 2012

El primer libro de mi biblioteca


El primer volumen de mi biblioteca, el título inicial que inauguró el puñado de libros que conforman mi único bien material digno de mención, no fue un Alejandro Dumas, ni un Julio Verne, ni un Victor Hugo; no fue ninguno de los títulos de cubierta amarilla de la colección ‘Robin Hood’ (que, discontinuados, llegarían con el correr de los años, como tesoros fosforescentes en épocas de pobreza), ni algunas de esas versiones resumidas –en tapa dura y doradas letras adelante- de Tom Sawyer en el extranjero o La cabaña del Tío Tom.
El primer volumen de mi biblioteca es una novela del Oeste (“novelita del Oeste”, según el librero de la feria de los domingos de Las Piedras que, algunos años después del encuentro con el libro que acá comento, se convertiría en una suerte de Virgilio en mi descenso luminoso al mundo de las novelas –“novelitas”- de ciencia ficción, espionaje, suspenso y terror), llamada Un triste vaquero, escrita por Raf Segrram y editada por la editorial Bruguera de Barcelona, en su colección Bisonte, en enero de 1952.
En la cubierta, donde vemos a un niño cercado por un lobo mientras un vaquero (“el triste vaquero”) se acerca por detrás con un revolver en la mano, destaca un amarillo intenso; color que ha soportado imperturbable el paso de los años, la precariedad de algunas viviendas que me tocó habitar, el corrosivo ácido de las cajas donde varias veces fue guardado y el traqueteo de algunos camiones de mudanza y que evidencia, como ningún otro documento libresco, los buenos materiales que empleaban algunas imprentas españolas en pleno franquismo.
Así empieza Un triste vaquero: “Sudoroso, hambriento, estropeada y sucia la ropa, Jackie avanzaba con lentitud por el camino que bordeaba Cocoraqu Butte. En su cara de pilluelo guapo, brillaban tristonas sus grises pupilas sombreadas por largas pestañas oscuras…”. En aquel tiempo yo leía y no cuestionaba demasiado el aspecto más técnico, sintáctico y estilístico de la lectura; solo me interesaban las historias, el viaje por la aventura del personaje central, el amasijo argumental. Por eso, no me pregunté hasta muchos años después quién era Raf Seggram (un particular nombre anglosajón) ni por qué no se consignaba el dato del traductor ni, mucho menos, por qué razón en el primer párrafo de la novela aparecían diez adjetivos. Supe, hace relativamente poco, que Raf Seggram era, en realidad, Rafael Segovia Ramos, uno de los tantos autores españoles de “novelas de a duro” que, a diferencia del violento Marcial Lafuente Estefanía, se refugió en un alias literario que incluía, en parte, su propio nombre.
El pasado 16 de febrero se cumplieron veinte años de la llegada a mi poder de Un triste vaquero y de la inauguración de mi biblioteca. Tengo muy presente la fecha porque figura en la tapa del libro: yo mismo la escribí con tinta azul, ahora deslucida, como una forma de perpetuar el mágico momento del arribo del volumen número uno; la fecha se continúa en la primera página interna con la aclaración “Regalo de Abuela Hilda”. Y es acá, señores, donde aparece en escena la auténtica protagonista de esta evocación.
Solo a mi abuela Hilda le debo el amor a los libros y, por extensión, a la palabra impresa. Quedarme algunos días en casa de mis abuelos significaba un extraño viaje temporal: hacia el futuro (a diferencia de mi casa, mis abuelos tenían luz eléctrica) y hacia el pasado (por el sabor de las historias que los dos viejos traían al presente, con ese modo de narrar campesino, ya casi perdido, donde el que cuenta paladea las enumeraciones, los detalles –muchas veces sórdidos-, los silencios).
El 16 de febrero de 1992, mi abuela, al verme garabatear una historia –mi antigua obsesión con el destino de Juan Díaz de Solís, seguramente- en un puñado de hojas que el abuelo traía de la caseta de vigilancia del frigorífico, buscó entre los cajones de un viejo mueble hasta dar con Un triste vaquero. Y me lo obsequió. Y, sin saberlo, inauguró la sucesión de volúmenes que, veinte años después, cobijados en madera y dispuestos a mis espaldas, contemplan, imperturbables, cómo escribo estas líneas.
El volumen supo ser de mi padre, allá por su infancia, y le fue obsequiado por una maestra especialmente adepta a la lectura y que quería, a toda costa, sembrar el amor por los libros en aquel puñado de hijos de campesinos que le había tocado por alumnado. Esta ejemplar maestra, le entregaba todos los viernes un libro a cada alumno con la consigna de que el lunes, los lectores debían resumir la historia que habían leído durante el fin de semana. Según abuela Hilda, mi padre, poco inclinado a leer aunque en sus últimos años se convertiría en un lector entusiasta de todos mis trabajos y en visitante asiduo de mi biblioteca, le pedía a ella que leyera el libro asignado por la maestra y le comentara el argumento para, llegado el lunes, recitarlo ante la noble educadora. Como sea, mi padre escribió su nombre en la página cinco del libro, con una cuidada caligrafía que resalta las mayúsculas y, especialmente, la inicial de su segundo nombre, seguida por el punto.
Aunque mi ejemplar de Un triste vaquero consigna que Raf Segrram escribió casi sesenta libros para la Colección Bisonte, nunca pude hacerme con otro título de este autor. Por años, en mis incursiones en las librerías de viejo de Las Piedras, Colón y Paso Molino, así como en los puestos de “novelitas” de varias ferias, busqué en vano otro Segrram. Después desistí porque entendí que teniendo este libro en mi poder, atesorándolo en un sitial destacado de mi biblioteca, cuidándolo de lo avances de la humedad, los insectos y los visitantes curiosos, los tengo a todos: todos los Segrram, todos los vaqueros tristes y harto adjetivados, todas las vivencias de mi padre, todas las historias de mis abuelos, todas las altas y bajas literaturas, todos los recuerdos de infancia, en definitiva, todos los libros.