viernes, 23 de septiembre de 2016

‘Lo íntimo. Lejos del ruidoso Amor’, de François Jullien

El Afuera y el Otro


¿Se acuerda, lector, cuándo acarició a alguien por primera vez? ¿Y cuándo fue acariciado por alguien, por primera vez? ¿Puede reconstruir, acaso, la sensación que recorrió a sus terminaciones nerviosas el momento que unos dedos se deslizaron por su mejilla, por entre sus propios dedos o por sus llamadas ‘partes íntimas’?
La semiótica de los gestos, que nos ha provisto de un arsenal de opciones para demostrarle a los demás cólera, alegría o tristeza, e incluso para fingir cólera, alegría o tristeza, nos ha dejado desarmados para enfrentar el gesto íntimo, la construcción gestual y sensorial mediante la cual le trasmitimos al otro una información que trasciende las palabras, aunque hay frases íntimas, claro, como las que se pronuncian durante el llamado acto sexual. Sin embargo, esas palabras que brotan durante los prolegómenos, la concreción y el apaciguamiento del coito, forjadas en una retórica propia que pautan las circunstancias de la acción y la intensidad del relacionamiento con el otro, necesitan para desplegar su significado de una materialidad corporal que las resignifique, las haga creíbles, precisas como una sentencia.
La existencia de lo íntimo requiere, para ser tal, de la visualización de un Afuera y de la interacción con el Otro. De esa forma, al disponer a la individualidad en relación con otras individualidades, en el marco de un vínculo que acerca a los dos seres, es que la intimidad adquiere consistencia y se legitima. Se trata, sin dudas, de un tema difícil de aprehender, sobre el que la filosofía ha dado muchas vueltas, intentando cercarlo para avanzar en el conocimiento del ser humano o para explicar otros fenómenos como el amor, la sexualidad y la muerte. La empresa de describir y desglosar lo íntimo es tan compleja que en un momento inicial de su libro, François Jullien se pregunta si no hubiese sido una mejor idea escribir una novela sobre el tema.
‘Lo íntimo. Lejos del ruidoso Amor’, el nuevo libro de Jullien –versátil y reconocido filósofo y sinólogo francés, con una amplia obra mayoritariamente traducida al español– emprende la tarea de cercar y contar lo íntimo a través de la literatura. Para ello se convierte en una suerte de detective que sigue una serie de pistas a través de un puñado de obras de diversos autores y épocas, intentando comprender cómo el concepto de lo íntimo se fue forjando en la literatura europea, aunque las pesquisas no son excluyentes de aquel continente.



Ni Shakespeare, ni Sade ni D. H. Lawrence; al momento de comenzar el viaje para inquirir la conformación y el relato de lo íntimo, Jullien opta por una novela publicada en 1961 por Georges Simenon, el prolífico escritor belga, padre del comisario Maigret: El tren. El momento inicial para enfrentar lo íntimo se ubica el 10 de mayo de 1940, cuando los alemanes invaden Francia y los vagones de un tren de pasajeros se desenganchan. Una familia que viaja en el tren se ve separada por el accidente: de un lado quedan la madre-esposa y los hijos y, del otro, el padre-esposo. Este personaje conocerá en el vagón atestado a una mujer que acaba de salir de prisión. El tren que Simenon hace avanzar entonces, y al que se sube como atento polizón François Jullien, es el del conocimiento de la intimidad, el avance en el contacto hacia el interior de la pareja, la definición de un Afuera común pautado por el conocimiento y el deseo del Otro.
La investigación de Jullien se dispara a partir de ese punto y son varios los textos y los autores a los que recurre en procura de la marca y el sustento de lo íntimo: de las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau a La princesa de Cléves, de Madame de La Fayette; de los Seis relatos de la vida flotante, de Shen Fu a Rojo y negro y la inconclusa Lucien Leuwen, de Stendhal. Por el camino hay un viaje intenso tras lo íntimo hacia Homero y, aunque el autor subraya la fuerza demoledora del Canto VI de la Ilíada, con el encuentro de Héctor y Andrómaca en las murallas de Troya y la captación del juego necesario de las expectativas y las reacciones en una pareja, concluye que no existió lo íntimo griego.  
Digresivo, iconoclasta y ameno, en su libro sobre lo íntimo, François Jullien arma un discurso que no se cansa de apilar respuestas para preguntas tan amplias como anodinas, o tan profundas y efímeras como un juramento de amor.
Martín Bentancor



‘Lo íntimo. Lejos del ruidoso Amor’, de François Jullien. Traducción: Silvio Mattoni. 189 páginas. Editorial El Cuenco de Plata. Buenos Aires, 2016.


Publicado en el semanario Brecha el 09/IX/2016.

‘El ruido del tiempo’, de Julian Barnes

¿A quién pertenece el arte?


“¿Para qué sirve el arte? Famosa pregunta pelotudísima: ¿Para qué sirve el arte? Te lo voy a decir: el arte sirve para que funcione todo lo otro. Para eso sirve el arte. Sencillamente”, dijo de forma categórica, algunos años atrás, el escritor argentino Alberto Laiseca durante una entrevista para el Canal Encuentro.
El tema de la utilidad del arte –desde el cuadro de un consagrado Maestro colgado en un museo a la efímera performance de un clown en una ignota plazoleta barrial– ha generado millares de papers, coloquios y hasta carreras universitarias enteras, no pudiendo desligarse de otra pregunta tanto o más pertinente: ¿A quién pertenece el arte?
El problema tiende a complicarse cuando el artista se ve obligado a crear bajo una presión extrema, entendiéndose por tal no las acuciantes problemáticas de llegar con el estómago lleno a fin de mes o de contar con un plazo de entrega, sino la de vivir bajo un régimen totalitario, donde sobre el arte campea la censura y el sentido unidireccional de lo que se expresa.
Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, o Iósif Stalin, como lo registra la terrible historia del siglo veinte, fue uno de los tiranos que más leña hizo del asunto del arte bajo un régimen autoritario, como el que encabezó a través de largos y dolorosos años. Allí están, para corroborarlo, las penurias y los destinos de creadores como el poeta Ósip Mandelshtam, que murió enfermo tras su deportación a Kolymá, en 1938, o del escritor Isaak Bábel, fusilado en 1940, entre muchísimos otros. Pero también estuvieron los artistas que, manteniéndose bajo el régimen, siguieron creando con las consignas del Partido, para no caer en desgracia, alentando un arte servil y con un mensaje claro, que les permitía llevar la comida a la mesa familiar y, al mismo tiempo, permitir que los que se sentaban a esa mesa siguiesen viviendo. Hay un caso emblemático en esta coyuntura, por la propia relación que entabló con Stalin: el del escritor y dramaturgo Mijaíl Bulgákov, el autor de una de las grandes novelas del siglo pasado, como es El Maestro y Margarita, que escribía con el NKVD (el tristemente célebre Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) respirándole en la nuca y que, aun así, se las ingenió para dispararle acerados dardos al tirano y su devastador séquito de aduladores y matones. Otro caso de artista creando bajo el tufo de Stalin es el del compositor Dmitri Shostakóvich (1906-1975), protagonista de la nueva novela del inglés Julian Barnes, El ruido del tiempo.
Toda la obra de Dmitri Shostakóvich, así como su peripecia vital, sus amores, sus viajes y sus reconocimientos deben ser leídos –porque en los hechos fueron intervenidos– por la égida del régimen soviético, para el que fue un creador de renombre y, de acuerdo a sus posibilidades y posturas, también un disidente. Julian Barnes elige algunos episodios representativos de la biografía del compositor –la representación de su Lady Macbeth de Mtsensk, el 26 de enero de 1936, en el Bolshói de Moscú, a la que asiste el mismísimo Stalin; su viaje a Nueva York, en 1949, para participar en la Conferencia Cultural y Científica por la Paz Mundial, y algunos otros– para elaborar un retrato complejo de su protagonista, matizado con variadas reflexiones sobre el paso del tiempo, la libertad del acto creativo y la lucha de la individualidad con la opresión del aparato colectivo a manos de un estado policiaco.



A diferencia de El loro de Flaubert (1984), aquella tercera novela del premiado escritor británico, con la que comenzó a ser conocido por estas tolderías, en la que desplegaba una serie de interesantes recursos técnicos, desmontando la vida del autor de la frase “Madame Bovary soy yo”, en El ruido del tiempo, al momento de ficcionalizar   sobre las complejidades de otro gran creador, Barnes opta por una construcción más clásica, entendiéndose por esto un encadenamiento de episodios biográficos, pertinentemente documentados, pero poco intervenidos por la zarpa de la ficción.
Sobre el final, hay que destacar la labor del traductor Jaime Zulaika, responsable de verter al español libros de Ian McEwan y Raymond Carver, entre otros, que además de no incluir ninguno de los clásicos españolismos que tanto alteran a los lectores latinoamericanos, logra mantener el pulso introspectivo y lírico de la prosa de Julian Barnes, prosa por la que es considerado uno de los grandes autores de la lengua inglesa.
Martín Bentancor



‘El ruido del tiempo’, de Julian Barnes. Traducción: Jaime Zulaika. 199 páginas. Editorial Anagrama. Barcelona, 2016.

   

  Publicado en el semanario Brecha el 02/IX/2016.

La obra del escritor argentino Juan Filloy

Cómo hacer cosas con palabras

Enclaustrada por largo tiempo en la torre de las rarezas de la literatura argentina, la obra de Juan Filloy (1894-2000) ha logrado romper los barrotes impuestos por cierta crítica miope y reduccionista, sumando lectores con el paso de los años, las ediciones y las reediciones. Los libros de Filloy son verdaderos prodigios del idioma, particulares construcciones de la forma y el lenguaje que llevan al castellano a sitios donde pocos autores llegaron. La tarea es más que loable para alguien que se propuso, en su escritura, emprender “una revancha contra tantos siglos de analfabetismo familiar”. 

Martín Bentancor


En algún momento de la década del treinta del pasado siglo, el escritor cordobés Juan Filloy le envió por correo a su colega Jorge Luis Borges, un ejemplar de su primera novela, ¡Estafen!, publicada en 1931. En la primera página de aquella edición de autor, Filloy escribió “Con afecto” y su nombre. Muchos años después, en una de las pocas ocasiones que salió de Río Cuarto –la ciudad donde vivió durante sesenta y cuatro años–, debió trasladarse a Buenos Aires por unos días y aprovechó la ocasión para visitar las librerías de la calle Corrientes. Entre una montaña de libros de segunda mano encontró un ejemplar de su primera novela, lo que no dejó de llamarle la atención: sus libros eran ediciones limitadas, que solo circulaban entre amigos. Cuando abrió el volumen, descubrió que se trataba del mismo ejemplar que le había obsequiado al autor de Historia universal de la infamia. Compró el ejemplar por unos pocos pesos y cuando regresó a Córdoba, lo ensobró y volvió a enviárselo a Borges. Esta vez, debajo de la primera dedicatoria, escribió: “Con renovado afecto, Juan Filloy”.
La anécdota, referida por un muy anciano Filloy al periodista Hernán Casciari, ilustra algunos rasgos de la obra y la vida de este jurista devenido escritor ante la creación: su especial sentido del humor (una corriente que atraviesa todos sus libros), su persistencia ante el material impreso y su propia posición en el mapa de la literatura argentina, en el que por muchas décadas permaneció ignorado, como un accidente que los cartógrafos observan pero no registran en el trazado.




El Balzac argentino
Cuando Juan Filloy falleció, el 15 de julio del año 2000, a los 105 años de edad, la mayoría de los obituarios dieron cuenta de su longevidad como un valor en sí mismo, repitiendo la inexactitud de que era uno de los pocos seres humanos que había pasado por tres siglos. Y aunque las notas necrológicas le hincaron al diente a la obra del cordobés, muchas también redujeron la impronta de su literatura al costado más lúdico, repitiendo hasta el hartazgo la particularidad de que todos sus libros tienen títulos de siete letras (Ignitus, Gentuza, Caterva, La potra, Balumba, Tal Cual y unos setenta volúmenes más, varios de ellos inéditos) y que están atravesados por la destreza de Filloy para el arte de la palindromía. Y si bien las dos cosas son ciertas, no están ni por asomo en el centro del proyecto literario de este escritor que fue una referencia explícita para Rayuela de Julio Cortázar, y que llegó a cartearse con el mismísimo Sigmund Freud.
Los libros de Juan Filloy son ejemplares únicos, que desarrollan un estilo que no tiene antecedentes en el idioma castellano y que, por su particularidad de composición, sintaxis y orfebrería en el uso de las palabras, es imposible de imitar. Quizás por su ubicación geográfica o por la propia extrañeza de su materia literaria (extrañeza pautada por el mercado, la crítica y el sistema de difusión de los libros), su obra demoró en llegar al gran público, adquiriendo cierta visibilidad su nombre en los años finales, cuando comenzaron a llegar las entrevistas, las monografías y los homenajes. Esa tardanza no deja de sonar injusta en el contexto de la literatura argentina, tal como en su momento expresó el escritor Mempo Giardinelli: “Uno de los crímenes más inexplicables de la cultura fue ignorar a este hombre al que podríamos llamar el Balzac argentino”.
Cuando en el año 1931 publicó su primera novela, ¡Estafen!, en una cuidada edición pagada de su bolsillo, el abogado Juan Filloy era un activo ciudadano de Río Cuarto, una apacible ciudad ubicada al sur de Córdoba, vinculado a diversas organizaciones sociales y deportivas, colaborador del periódico local y entusiasta lector que gustaba, además, de la conversación y el buen comer. En el año 1930 había emprendido un viaje de dos meses por la costa del Mar Mediterráneo, que convertiría en el material de su primer libro, Periplo, una crónica de viaje donde ya despunta la erudición al servicio del relato y una finísima capacidad de observación. Sin embargo, es por ¡Estafen! la obra por la que los estudiosos de Filloy prefieren comenzar el viaje por su extensa bibliografía.
La primera novela de Juan Filloy relata las peripecias de El Estafador, un delincuente recluido por cinco meses en una cárcel provincial que decide compartir con los compañeros de penurias, sus amplios conocimientos en el mundo de la estafa. El Estafador, del que nunca conocemos el nombre y que interactúa con otros personajes presentados por su función en el lugar (El Comisario, El Auxiliar, El Magistrado), evidencia las mejores cualidades del ser humano ante una circunstancia adversa: solidaridad, sentido de la justicia y apoyo al más débil. Soy consciente de que reducir de esta forma el argumento del libro va contra el propio asunto de la obra, pues la maestría de Filloy no se queda en la anécdota, en el relato de las acciones de los personajes, sino que cuenta la historia a través de una tercera persona que, continuamente, interrumpe el relato y reflexiona sobre asuntos tan variados como la vida en reclusión, las creencias religiosas, las artimañas de los leguleyos y las particularidades del sistema democrático.
Además de fundar los cimientos de la torre novelística y cuentística que, en las siguientes décadas, elaboraría libro tras libro, ¡Estafen! incorpora una de las preocupaciones idiomáticas a las que el autor le dedicó mucho tiempo: la construcción de palíndromos. El escritor cordobés siempre se jactaba de haber batido el record en creación de frases que se leen con el mismo sentido en cualquier orden, superando a su antecesor, el emperador León Vl de Bizancio, que llegó a publicar 27. Filloy, en cambio, escribió más de diez mil. En ¡Estafen!, presenta algunos ejemplos en la voz (o la escritura) de su protagonista:

AMIGO NO GIMA
A TU ACOSO, CAUTA
EL DA MAS; AMADLE
LA DIVA AMA A VIDAL
NO LO CASES A COLON
¡SOÑAD SOLO LOS DAÑOS!
A LA MANIA, COCAINA MALA
SE BRUTAL O NO LA TURBES
ACUDE EL AVE Y EVA LA EDUCA
A TI NOTARON, ELENOR, ATONITA
ALLI SALE DON ELENO DE LA SILLA
YO SOLO, DIRA MI MARIDO, LO SOY
LA MANEJA, ALUMNO CON MULA AJENA, MAL
SACO PESADO TE DOY YO, DE TODAS EPOCAS
OIRAS LA FLAUTA: MAS AMA TÚ AL FALSARIO

Cincuenta y siete años después de la publicación de ¡Estafen!, en 1988, Juan Filloy volvió sobre el tema con la edición de Karcino, un tratado de palindromía en el que, además de realizar un completo estudio histórico a modo de introducción sobre el tema, presenta “fillogramas” de entre dos y diecisiete palabras. En este curioso libro, bellamente reeditado por El Cuenco de Plata en 2005, Filloy realiza una cruzada por la identidad y la pertinencia de la palabra como unidad de sentido que, engarzada en una construcción más amplia, puede decir una cosa u otra, dependiendo de su ubicación, resignificando una frase: “Niego que la frase palíndroma tenga equivalencia entre las maravillas del lenguaje. Es única. Basta que la locución conserve límpidos sus perfiles ortográficos, para que la fluidez responda con vocablos distintos la propia escritura del pensamiento original. Porque, congeniando el sentido conceptual con el gramatical, la palindromía es un espejo que repite de vuelta su imagen”.
O sea que, con su trabajo arqueológico y reorganizador con las palabras, que trasciende el mero aspecto lúdico para internarse en la densa materia del idioma, Juan Filloy subraya la riqueza de una lengua, reafirmando lo que alguna vez dijo en una entrevista y que, a la luz de estos tiempos atravesados por el entramado virtual de las redes sociales, que muta para mal a los convencionalismos del idioma, suena más que vigente: “Si tenemos un idioma de unas setenta mil palabras, ¿por qué nos vamos a conformar sólo con usar 800?”.


La imaginación en el centro
Propongo ahora a los lectores de este artículo, a sabiendas de que tratándose de la obra de Juan Filloy todo lo que se escriba, al margen del espacio de la propia sección del semanario, va a sonar limitado, reducido, sobrevolar algunos de los libros de este escritor cordobés que, a casi dieciséis años de su muerte, empieza a dejar de ser un autor de culto, leído por unos pocos, para copar los intereses de un público más amplio.
Publicada en 1934, Op Oloop, la segunda novela de Juan Filloy despliega, al igual que su antecesora, toda la arborescencia del lenguaje al servicio de una historia de ribetes delirantes, constituyéndose en una suerte de versión del Satiricón de Petronio atravesada por un realismo minucioso y un humor que, aunque no da tregua al momento de referir las mil y una situaciones que en su último día de soltería vive el protagonista, nunca se presenta como un golpe de efecto sino como un elemento constitutivo del propio entramado del libro. A pesar de su nacionalidad danesa, Op Oloop, el meticuloso estadígrafo que protagoniza la novela, merece un lugar destacado en la galería de honor de caracteres protagónicos de la literatura argentina, junto a Silvio Astier, Adán Buenosayres o Juan Dahlmann.
Hay cierto consenso en la crítica –consenso que está ahí, en realidad, para ser cuestionado, dinamitado– en señalar a Caterva, la tercera novela de Filloy, publicada en 1937, como su mejor libro. Ambientada en la década del treinta del pasado siglo, la historia sigue a siete linyeras que se mueven a lo largo y ancho de la provincia de Córdoba, viajando de garrón en trenes cargueros y discutiendo sobre la vida, los amores, la política y la muerte. Hay cierto tono grotesco, en extremo estrafalario, al presentar las conversaciones entre los linyeras sobre temas tan variados como el esoterismo o la criptografía en un contexto lúgubre. Esa aparente disonancia le permite a Filloy, desplegar en boca de sus protagonistas una especial capacidad de observación que, al volcarse en la escritura, en el relato en sí, no pierde nunca el sustrato humorístico: “Los cascarudos poseen todo un prurito de curiosidad. No se avienen, como tantos usureros, a vivir en el hueco donde apenas caben con su mezquindad. Emergen de lugares recónditos, con la idea fija de atalayar la vida en torno, para juzgar si vale la pena de convertirse en hombre en la próxima metempsicosis. Parten, no obstante, de una premisa falsa. Creen que la humanidad es lo más alto que hay. Por eso, ni bien uno se sienta, escalan la rampa de las pantorrillas, hacen un leve descanso en la meseta de los muslos y se encaraman, audaces, por el recto parapeto de la espalda. Han llegado, por fin, a la cumbre de los hombros. Allí se solazan con la perspectiva. Agitan sus élitros de charol como la capota de una limousine. Y se disponen a la ventura máxima: saber si el hombre o la mujer usan perfumes superiores al suyo”.
Mucho antes que el OuLiPo (acrónimo de la expresión francesa ‘Ouvroir de littérature potentielle’, ‘Taller de literatura potencial’) fuera fundado en París, en 1960, por el escritor Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais, en Córdoba, el jurista Juan Filloy dinamitaba las formas convencionales de la escritura al servicio de su propia obra. Pero no fue a lo único que se adelantó Filloy: en su ensayo Aquende, publicado en 1935 como una ‘Geografía poética de la Argentina’, el escritor cordobés creó la expresión “realismo mágico”, mucho antes de que la crítica la empleara para referirse a la literatura del Boom latinoamericano, ese fenómeno editorial inflado por el mercado y que ha envejecido a pasos agigantados. En Aquende, una miscelánea de conceptos e ideas solo posible en el universo Filloy, pueden leerse pasajes tan iconoclastas como este: “Si hubiera una heráldica autóctona, ¡cuántos apellidos veríamos con los timbres de esa gloria ancestral! ¡Y qué bellos escudos! ‘Sobre pampas sinoples una hacienda orejana y un toro rampante. En la cimera, entre picanas y boleadoras, una vincha y su lema: ¡Ay juna!’… ‘Encerrado en una orla de alambres de púa un campo de sable. Arriba, las cuatro estrellas argénteas de la Cruz del Sur. Abajo, la cruz de plata de un facón cuereador”.
Luego de la publicación de Caterva, a finales de la década del treinta, Filloy se sumió en un silencio editorial de varias décadas, aunque siguió escribiendo de forma constante, apilando manuscritos, muchos de los cuales permanecen inéditos. En 1975, la publicación de la novela Vil & Vil (subtitulada ‘La gata parida’) enfrentó al autor con el estamento militar, siendo víctima, a sus ochenta años, de varios interrogatorios a punta de metralleta, y al secuestro y la prohibición del libro. Un diálogo transcurrido en uno de los interrogatorios, citado luego por Filloy en una entrevista, parece arrancado de una de sus propias obras: “‘¿Cómo ha escrito usted este libro?’ ‘¿Y cómo no lo voy a escribir si soy escritor?’ ‘Mire lo que dice acá’ ‘Lo dice el personaje, coronel, son ideas de él.’ ‘Pero usted le presta ideas,’ ‘Yo no le presto ideas a mis personajes; son las ideas de ellos.’”. Lo que molestó a las autoridades militares no fue, claro está, la inusual estructura del libro, son sus tres niveles de relato, sino la historia narrada por Filloy: un colimba seduce a la esposa de un general golpista. Con un tono picaresco, que nunca reduce o limita el oscuro asunto de la trama, Vil & Vil cuestiona el sentido de masculinidad en el estamento de las Fuerzas Armadas al tiempo que subraya la inutilidad del servicio militar obligatorio.
En 1987, entrevistado por Mempo Giardinelli, a los noventa y tres años, Juan Filloy planteó una suerte de credo que, a la luz de toda su obra publicada y de su trabajo con la escritura, evidencia una coherencia que impresiona: “Un artista sin imaginación es igual a cero. Uno necesita una imaginación de contrabandista de drogas, experto en burlar aduanas de todo el mundo. Baudelaire decía que el trabajo es una forma desesperada de divertirse y eso es verdad. Trabajando se presentan las ideas y se estimula la imaginación. Sin imaginación no hay escritor. La imaginación es la gran matriz proveedora de argumentos, de estructuras, de estilos. Es una especie de mayéutica, un parto diario. El escritor tiene embarazos constantes, perennes. Por eso digo que me interesa el libro que está por nacer; me preocupa la preñez. Y como para mí la inspiración no existe, trabajo todos los días. Soy un sistemático, y si no escribo cada día, me abotargo. Hay un manicomio dentro de un escritor… Si uno tuviera una población de hombres correctos, sería un escritor insoportablemente monótono, porque la vida correcta es lo más estúpido que hay”. De la destrucción de la corrección en el estilo, la estructura y el lenguaje, pero también de la realidad y de la percepción de la misma, tratan los libros de Juan Filloy, un escritor que a pesar de la muerte y del ostracismo del mercado, tiene mucho para seguir contando todavía.


 Publicado en el semanario Brecha el 23/VI/2016.