¿A quién pertenece el arte?
“¿Para qué sirve el arte? Famosa pregunta
pelotudísima: ¿Para qué sirve el arte? Te lo voy a decir: el arte sirve para
que funcione todo lo otro. Para eso sirve el arte. Sencillamente”, dijo de
forma categórica, algunos años atrás, el escritor argentino Alberto Laiseca durante
una entrevista para el Canal Encuentro.
El tema de la utilidad del arte –desde el
cuadro de un consagrado Maestro colgado en un museo a la efímera performance de
un clown en una ignota plazoleta barrial– ha generado millares de papers,
coloquios y hasta carreras universitarias enteras, no pudiendo desligarse de
otra pregunta tanto o más pertinente: ¿A quién pertenece el arte?
El problema tiende a complicarse cuando el
artista se ve obligado a crear bajo una presión extrema, entendiéndose por tal
no las acuciantes problemáticas de llegar con el estómago lleno a fin de mes o
de contar con un plazo de entrega, sino la de vivir bajo un régimen
totalitario, donde sobre el arte campea la censura y el sentido unidireccional
de lo que se expresa.
Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, o Iósif
Stalin, como lo registra la terrible historia del siglo veinte, fue uno de los
tiranos que más leña hizo del asunto del arte bajo un régimen autoritario, como
el que encabezó a través de largos y dolorosos años. Allí están, para
corroborarlo, las penurias y los destinos de creadores como el poeta Ósip
Mandelshtam, que murió enfermo tras su deportación a Kolymá, en 1938, o del
escritor Isaak Bábel, fusilado en 1940, entre muchísimos otros. Pero también
estuvieron los artistas que, manteniéndose bajo el régimen, siguieron creando con
las consignas del Partido, para no caer en desgracia, alentando un arte servil
y con un mensaje claro, que les permitía llevar la comida a la mesa familiar y,
al mismo tiempo, permitir que los que se sentaban a esa mesa siguiesen
viviendo. Hay un caso emblemático en esta coyuntura, por la propia relación que
entabló con Stalin: el del escritor y dramaturgo Mijaíl Bulgákov, el autor de
una de las grandes novelas del siglo pasado, como es El Maestro y Margarita, que escribía con el NKVD (el tristemente
célebre Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) respirándole en la nuca y
que, aun así, se las ingenió para dispararle acerados dardos al tirano y su
devastador séquito de aduladores y matones. Otro caso de artista creando bajo
el tufo de Stalin es el del compositor Dmitri Shostakóvich (1906-1975),
protagonista de la nueva novela del inglés Julian Barnes, El ruido del tiempo.
Toda la obra de Dmitri Shostakóvich, así
como su peripecia vital, sus amores, sus viajes y sus reconocimientos deben ser
leídos –porque en los hechos fueron intervenidos– por la égida del régimen
soviético, para el que fue un creador de renombre y, de acuerdo a sus
posibilidades y posturas, también un disidente. Julian Barnes elige algunos
episodios representativos de la biografía del compositor –la representación de
su Lady Macbeth de Mtsensk, el 26 de
enero de 1936, en el Bolshói de Moscú, a la que asiste el mismísimo Stalin; su
viaje a Nueva York, en 1949, para participar en la Conferencia Cultural y
Científica por la Paz Mundial, y algunos otros– para elaborar un retrato
complejo de su protagonista, matizado con variadas reflexiones sobre el paso
del tiempo, la libertad del acto creativo y la lucha de la individualidad con
la opresión del aparato colectivo a manos de un estado policiaco.
A diferencia de El loro de Flaubert (1984), aquella tercera novela del premiado escritor
británico, con la que comenzó a ser conocido por estas tolderías, en la que
desplegaba una serie de interesantes recursos técnicos, desmontando la vida del
autor de la frase “Madame Bovary soy yo”, en El ruido del tiempo, al momento de ficcionalizar sobre
las complejidades de otro gran creador, Barnes opta por una construcción más
clásica, entendiéndose por esto un encadenamiento de episodios biográficos,
pertinentemente documentados, pero poco intervenidos por la zarpa de la
ficción.
Sobre el final, hay que destacar la labor
del traductor Jaime Zulaika, responsable de verter al español libros de Ian
McEwan y Raymond Carver, entre otros, que además de no incluir ninguno de los
clásicos españolismos que tanto alteran a los lectores latinoamericanos, logra
mantener el pulso introspectivo y lírico de la prosa de Julian Barnes, prosa por
la que es considerado uno de los grandes autores de la lengua inglesa.
Martín
Bentancor
‘El ruido del tiempo’, de Julian
Barnes. Traducción: Jaime Zulaika. 199 páginas. Editorial Anagrama. Barcelona,
2016.
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