domingo, 13 de diciembre de 2009

Lauro Bentancor

Su vida estuvo marcada por el sacrificio y el trabajo pero también por la constancia y el amor por sus seres queridos. Hombre de campo, profundo conocedor de las costumbres campesinas, ocasionalmente empuñaba la guitarra para cantar viejas y olvidadas canciones de aún más olvidados poetas (sus recuerdos alumbraron y alumbrarán varias páginas de ASUNTO LITERARIO) o recitaba pasajes completos del Martín Fierro con envidiable memoria. Estos versos del poema El último viaje de Francisco ‘Pancho’ Gandola, que muchas veces le oí cantar, ofician como un resumen de su propia biografía:

“En mis años de tropero
si habré soportao heladas
y en cientos de trasnochadas
lluvias, vientos y aguaceros;
si habré pechado toros fieros,
si habré andao entre el vacaje
si habré rejuntao coraje
pa hacerle frente a la vida
y hoy ni una estrella me guía
voy en el último viaje”.

Ahora que ha emprendido ese último viaje, que ya no está junto a nosotros y que todos los que lo queremos comenzamos a extrañarlo, su presencia se reafirmará en nuestra memoria, prolongándose en ella, acompañándonos.
Hasta siempre, viejo.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Defina novelista

Sergio Pitol, incansable viajero y observador de todos los fenómenos que hacen y (des)hacen a la Literatura, traductor y asesor editorial, poeta, sibarita de la cultura mexicana y universal es, además, uno de los más importantes escritores vivos de México y uno de los más finos prosistas de las letras españolas. Camuflada en su monumental libro Trilogía de la Memoria que, escriben los que saben, es su mejor obra y que oficia como una colección de sus pensamientos, sus fobias y sus gustos, se encuentra una demoledora definición del oficio de escribir novelas. Ese oficio que algunos llevan con orgullo y otros con verguenza.

"Un novelista es alguien que oye voces a través de las voces. Se mete en la cama y de pronto esas voces lo obligan a levantarse, a buscar una hoja de papel y escribir tres o cuatro líneas, o tan sólo un par de adjetivos o el nombre de una planta. Esas caracterísitcas, y unas cuantas más, hacen que su vida mantenga una notable semejanza con la de los dementes, lo que para nada lo angustia; agradece, por el contrario, a las musas el haberle trasmitido esas voces sin las cuales se sentiría perdido. Con ellas va trazando el mapa de su vida. Sabe que cuando ya no pueda hacerlo le llegará la muerte, no la definitiva sino la muerte en vida, el silencio, la hibernación, la parálisis, lo que es infinitamente peor".

martes, 24 de noviembre de 2009

Cine con Roberto Bolaño

Entre las grandes obras de Roberto Bolaño – Estrella Distante, Los detectives salvajes y, especialmente, 2666Monsieur Pain parece una obra menor y no sólo por su extensión. Esa cualidad engañosa del texto, abonada por factores como que en el prólogo el propio autor asegure que la escribió con el objetivo de ganar concursos literarios (a los que la presentó con diversos títulos) y la gestión de cierta crítica que, sin mayores razones, la relegó a un sitio secundario dentro del corpus del autor, no le ha permitido ocupar el sitio que en verdad merece.
Monsieur Pain es una novela que va creciendo o, mejor dicho, va mutando página tras página. El desconcierto inicial da paso a la tristeza, el asunto ligeramente policial de la trama central se difumina en la revelación epifánica. La novela, finalmente, termina siendo otra cosa y – oh, odioso lugar común – el autor que cierra el libro ya no es el mismo.
Como sea. Monsieur Pain intenta contar – porque en realidad la historia va por otro lado – la cura que el personaje del título debe practicar sobre el hipo que se ha apoderado del moribundo poeta peruano César Vallejo. Corre el año 1938 y Vallejo (pobre de fama y de fortuna) está muriéndose en una clínica parisina. Ese es el punto de partida. Y de final. Porque, en definitiva, el argumento deja de importar y Monsieur Pain – discípulo de Franz Anton Mesmer y próximo especialista en cartomancia, quiromancia, magia roja y otras disciplinas por lo menos dudosas – se come a la historia y la novela se convierte en el relato de sus fobias, sus virtudes (escasas) y sus fracasos.
La mejor escena del libro transcurre en el interior de un cine. Afuera llueve y adentro se proyecta una película llamada Actualidad. Monsieur Pain entra al cine siguiendo a un extraño personaje que puede ser un asesino o un farsante, o ambas cosas. Bolaño apela en esas páginas a un recurso muy trillado pero efectivo: narrar lo que ocurre en el interior del cine de forma paralela a lo que pasa en la pantalla:

(…) “Michel está repantigado en un sillón, en un ángulo poco iluminado del cuarto, sin hacer comentarios. Al cabo, se levanta y se dirige al ventanal. Sólo entonces comprendo que está solo en la biblioteca y que la ventana se abre sobre un acantilado. Es de noche y la cámara desciende desde el rostro preocupado de Michel, con morosidad, hasta sus zapatos. Con la punta de éstos golpetea el suelo y el único sonido que se oye entonces es el de las olas. La impaciencia nos va a matar a todos, pensé.
Seguido por un espectador titubeante, el acomodador volvió a aparecer. ‘Mi vida, mi carrera, mis propiedades están en sus manos.’ Es Michel quien confiesa lo anterior, de perfil, estudiando algo que no se ve en la pantalla. Al fondo, una mujer rubia lo mira fijamente. Al volver pasillo arriba el acomodador carraspeó al pasar junto a mí, como si pretendiera advertirme de algo fuera de lo normal. La mujer rubia se llevó las manos a la cabeza. No cabía imaginar ningún peligro, sin embargo me volví; el acomodador estaba detrás, semicubierto por las cortinas, lo que le confería aspecto de noble romano, fuera del tiempo, indiferente a los desasosiegos y seducciones de la pantalla. ‘Nos casaremos, por supuesto’, dice Michel con una sonrisa melancólica, ‘pero tendremos que aceptar las decisiones del destino.’ Miré hacia delante: sólo se veía, otra vez, la playa interminable debajo del cielo color de nieve, por donde se acercaban hacia los espectadores las dos figuras imprecisas. Me levanté. El acomodador había desaparecido y en el lugar antes ocupado por su sombra ahora sólo quedaba un débil temblor de cortinas
…”

Ah, sí. Hay un momento en que la realidad atraviesa la propia pantalla y se apodera de la sala en penumbras, del apesadumbrado Monsieur Pain y de los lectores.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Obituario: Héctor Umpiérrez (1915-2009)

Parado en la sobretarde espero caiga mi noche
que ha de ser cuando la prensa, en viejas letras de molde,
publique la fin la noticia, con mi foto y con mi nombre:
“Se fue un viejo payador para ese pago de donde
no se vuelve con la piedra que hacia el vacío se arroje”

Y empezarán mis recuerdos y mis versos como hojas
a rodar de pago en pago, donde tanto se me nombra.
Y no faltará el colega que repitiendo mis coplas
llevará el recuerdo mío rodando de doma en doma.
No me han de dejar morir los que repitan mis cosas

HÉCTOR UMPIÉRREZ

Era el payador más viejo de la vieja guardia de payadores uruguayos. Profundo admirador de la vida y la obra de Carlos Gardel, solía contar como, el mismo día que cumplió veinte años, caminando por una calle montevideana, las pocas radios que habían en el país transmitieron – como un coro – la notica del accidente en Medellín y pudo ver a un río de gente, llorando con sus pañuelos, pululando por las aceras como almas en pena. Admiraba, también, al gran payador canario Juan Pedro López, del que se decía su discípulo y que fue, en los hechos, quién lo introdujo en el arte payadoril y de quien heredó, como el más preciado tesoro, una de sus guitarras.
Con una prodigiosa memoria y una voz pausada que, ocasionalmente, prolongaba algunas vocales para darle un efecto más teatral a lo que estaba cantando o contando, Umpiérrez llegó a los noventa y cuatro años con una lucidez envidiable y un bagaje de recuerdos que ningún libro de memorias pudo atesorar y que está condenado a perderse como se pierden, indefectiblemente, páginas de la historia y la cultura de un país.
Absolutamente ninguno de los diarios de tirada nacional publicó “en letras de molde” la noticia de la muerte del nonagenario payador. Las páginas de espectáculos de los tabloides, más preocupadas por reseñar los recientes estrenos cinematográficos o la última riña de la vedette argentina de turno, guardaron un silencio cerrado sobre su deceso. No importaron sus decenas de años como relator oficial de jineteadas en la Rural del Prado, ni la gesta que emprendió en 1978, a caballo, recorriendo el mismo camino que llevó a Artigas a su exilio definitivo en Paraguay. No importó el hecho de que se tratara del último payador de la vieja guardia que expandió y profesionalizó el arte de la payada, quitándolo de cierto ghetto autoimpuesto para alcanzar una mayor difusión en los medios a la vez que un público más amplio.
Con Héctor Umpiérrez muere una parte importante de la historia más rica de la música popular uruguaya, en particular, y de la cultura nacional en su conjunto. Muchos no le perdonaron su fama internacional y, especialmente, ciertos episodios oscuros como cuando, durante un viaje a Chile en la década del setenta, cantó ante el dictador y genocida Augusto Pinochet. Supo protagonizar un tristemente célebre duelo con el payador Carlos Molina, duelo que se inició sobre el escenario y se continuó en una contienda a facón limpio. El episodio acabó con Umpiérrez al borde de la muerte.
Como delicado observador de las costumbres y el modo de vida campesino, Héctor Umpiérrez no limitó su creación al ámbito del canto repentista sino que forjó una importante obra escrita que se encargó de interpretar en los más variados escenarios. Muchos de sus textos alcanzaron mayor repercusión al incorporarse al repertorio de un sinfín de artistas uruguayos y argentinos. Su libro Vida y muerte de Yuyei y su tutor, exageradamente tildado por algunos como la “Biblia Gaucha” es una suerte de reescritura del mito de Martín Fierro y, si bien se encuentra lejos del alcance literario del texto de José Hernández, constituye una importante obra de reflexión sobre el mundo rural.
Coleccionista de guitarras y de aperos criollos, el lema que saludaba a todo viajero que llegaba a su casa era “La patria se hizo a caballo”. El animal, prolongación casi natural del gaucho desde su aparición en el desarrollo histórico del país, no sólo estuvo presente en la materia que conformaba a sus célebres relatos de jineteadas, sino que fue tema central de muchas de sus obras.
La muerte de Héctor Umpiérrez viene a cerrar un ciclo dentro del arte de la payada y la propia historia del Payador. Su figura de patriarca, que solía congregar a su alrededor a gran cantidad de cultores de la improvisación o simples degustadores de su arte, ha adquirido ahora un manto de leyenda. Como su querido Juan Pedro López, con el que debe haberse encontrado, sea donde sea el lugar hacia el que todos seremos transportados, Umpiérrez ha comenzado la última payada, la más extensa, la definitiva.

Fragmentos de Vida y muerte de Yuyei y su tutor de Héctor Umpiérrez

Dende que era muy pichón
Yuyei con el brasilero
se repartían los cueros
pa ´dormir en el galpón.
Cuantas noches, en el fogón
le dijo con voz sentida,
en esas noche perdidas.
estando solos los dos:
“Yo quiero que quede en vos
Lo que yo aprendí en la vida”.

Nunca vayas a sacar
las botas a un caballo muerto
Sin antes saber de cierto
de que murió pa´ cueriar,
Que es fácil de contagiar
el carbunclo, el grano malo.
primeramente oservalo:
mal de pajarilla o mancha
le deja la jeta ancha
y las patas como palo.

Si hay peligro microbiano
hasta después de la muerte
el chimango te lo alvierte
al dejarle el ojo sano.
En esos casos, hermano,
resulta muy conveniente
lo quemés urgentemente
no dejando ni el recuerdo;
si murió pa´l lao izquierdo
y la cabeza al naciente.

sábado, 31 de octubre de 2009

Santos Garrido contra Hipócrates

En su libro más conocido - El agregao - el escritor minuano Guillermo Cuadri, bajo la voz de su alter ego, el gaucho Santos Garrido, escribe una extensa carta donde sienta las bases del arte y la técnica del curandero. El texto es, además, un ataque frontal a la Medicina en general y a la labor de cada médico en particular y, por extensión, una actualizada crítica a las carencias del Sistema de Salud y los tejemanejes de las sociedades médicas. Santos Garrido encuentra entre las plantas y yuyos que rodean a su rancho todo lo necesario para cuarar cualquier enfermedad. Además, se permite dar cátedra de su ciencia con lujo de detalles a la manera del más rústico de los diccionarios médicos.
A continuación, algunos fragmentos de Curandero de Guillermo Cuadri:

Bi’ a darles unos consejos
y que me atiendan les pido:
saben que soy conocido
como curandero biejo.
Y me da rabia, ¡canejo!
ver que a pesar de los años
siempre crén en los engaños
que áhi tiene la medesina…
y que ajuera, cualquier china
sabe curar hasta “daños”.

Hay que dejars’ e bobiar
pá crér en la realidá,
y náides en la siudá
puede saber pá enseñar.
¡Si la sensia de curar
no se apriende a los tirones!
Y aunque aleguen los nasiones
esta machasa berdá:
¡Pá cualquier enfermedá
bastan yuyos y orasiones!.

Pá que vean que soy macho
sin mañas y malas tretas,
bi’ á darles unas resetas,
y abran el ojo, ¡caracho!:
Pá curar cualquier empacho
un dotor no sabe nada,
yo, con pesuña quemada,
yerba ‘el poyo y santiguao
dejo el empacho curao
sin tener una fayada.
.
No hay nada más aprobao
pá curar del padrejón,
que’l hinojo y el sedrón
con algún manipulao.
El saúco pál refriao;
pá sabañones, la ortiga;
marsela pá la barriga,
y mejor remedio no hayo
que arasá y cola e’ cabayo
pá riñones y vejiga.

Pá partos, bahos de artemisa;
pá las fiebres, susoayá,
y réis de burucuyá
a la vejiga suabisa.
Al estantino lo alisa
la oreja ‘e tigre, en pomada;
pá coyuntura sacada
la leche del higuerón
y el gran apio simarrón
pá tuita herida infestada.

Al “pasmo rial”, Don Garrido
lo cura, presto y sin yerro,
con bosta blanca de perro
y abrojo grande cosido.
Pá la tisiria, es sabido,
un rimedio muy mentao,
pues yo siempre lo he curao,
-por más bellaca que sea-
colgando en la chimenea
un trapo e’ lana… mojao…

Pa’ la “mala enfermedá”
-lo mesmo nueba que bieja-
el quelpe, yerba ‘e la obeja,
la miona y el socará.
Una pomada e’ verdá
pa’ curar la disipela
se hase, friendo con cautela,
seis hojas de moralito,
otras tantas di ocalito
y un poco de sebo ‘e bela.

Gúeno, con Dios mis paisanos;
yo con la Birgen me quedo.
Por hoy salgo d’este enriedo
y doy descanso a mis manos.
Desiando qu’estén, hermanos,
contentos di haber nasido
resiban, como despido,
con tuita sinseridá,
un guascaso de amistá
del biejo Santos Garrido.
_____________________
NOTA 1: Se ha respetado la ortografía original del texto.
NOTA 2: Existe una gran versión de este poema grabada por el recitador Rufino Mario García en su disco "Antología de poemas uruguayos".

jueves, 8 de octubre de 2009

Poeta herido

Está allí, en Nostalgia de la muerte, el libro que el poeta mexicano Xavier Villaurrutia publicara en 1938, a los treinta y cinco años de edad, doce años antes de morir. Se titula Plegaria pero suena como una queja. La queja de un poeta incomprendido por y ante sus pares; la queja de una forma que se destroza, que se cae a pedazos sin que nadie - salvo el poeta - se interese. La imagen última, el cuadro agónico que cierra el poema, es la constatación de un final pero, al mismo tiempo, una suerte de redención. Es, también, uno de los poemas más hermosos escritos en la lengua española pero no es hermoso por su carga sonora y formal sino por la dignidad en que se sustenta. La dignidad verdadera de los poetas verdaderos; la que los mantiene de pie ante la incomprensión, la indiferencia o la simple y llana mediocridad.
He aquí Plegaria de Xavier Villaurrutia:

Mi mano está cansada de pedir,
ha recorrido ya todas las puertas,
se ha abierto en los umbrales al huir
las golondrinas, y cuando las muertas
aguas de los canales parecen revivir...

Mis pies no quieren ya peregrinar,
de todos los guijarros han sufrido la herida,
están tan destrozados que se niegan a andar...
Al fin, aun cuando inmóvil, siempre será la vida
un continuo, un cansado, un cruel peregrinar.

- ¡Oh Dios! Dale a mi mano valor para extenderse.
Cuida de las heridas de mis pies desgarrados,
y sabré mendigar por entre los sembrados
cuando las hojas altas empiecen a mecerse...

martes, 29 de septiembre de 2009

Encuentro de escritores en el CCE (*)

El pasado martes 22, dentro del ciclo Vení a ver Uruguay, organizado por el Ministerio de Educación y Cultura, se dieron cita en el Centro Cultural de España cuatro escritores oriundos de diversas ciudades del interior del Uruguay. Bajo la moderación del periodista Jaime Clara, los autores Leonardo Cabrera, Celestina Andrade de Ramos, Guillermo Degiovanangelo y Mario Delgado Aparaín trataron diversos temas pero, de forma central, todos se detuvieron en la confrontación Montevideo-Interior y lo que significa escribir (vivir, pensar) desde una suerte de impostada periferia.

En un momento de la charla, la escritora Celestina Andrade de Ramos hizo referencia a los límites geográficos entre los que su obra se ha desarrollado – el departamento de Durazno -, reflejando una realidad que viven y sienten muchos escritores a lo largo y ancho del interior del país, esto es, la limitación espacial a la que deben someterse por una serie de elementos extraliterarios. Al referir la realidad literaria de Montevideo y su difusa contrapartida en el interior (ausencia de librerías, escasa presencia editorial), los cuatro autores coincidieron en señalar la importancia logística de la capital del país como centro neurálgico que otorga difusión, conocimiento y eventual reconocimiento. Esa coincidencia a la que llegaron Cabrera, Andrade de Ramos, Degiovanangelo y Delgado Aparaín no fue, precisamente, un canto de alabanza al poder que otorga “conquistar Montevideo” sino la triste constatación de una dicotomía que separa y resta en vez de sumar.

El poeta canario Guillermo Degiovanangelo – auténtico betseller en su ciudad natal al agotar copiosas ediciones de varios de sus libros – se detuvo específicamente en ciertos aspectos que hacen a la conformación geográfica del país y que suelen actuar como notorios impedimentos de la difusión cultural. El departamento de Canelones constituye en sí mismo una limitación de orden físico ya que para trasladarse de un punto al otro, el viajero, en ocasiones, debe llegarse hasta Montevideo para, desde allí, alcanzar su destino original. Es en ese contexto en que se vuelven fundamentales todas las iniciativas llevadas a cabo por diversos organismos – públicos y privados – que se han propuesto acortar las distancias y hacer llegar a los rincones más alejados del país, eventos culturales de variado tipo.

Cuando Mario Delgado Aparaín cuestionó la propia noción de “interior” en confrontación directa con Montevideo, derivó al ejemplo concreto de su obra. El escritor nacido en Florida, pero radicado desde hace muchos años en Montevideo, llamó a no ahogarse en la contemplación pasiva de esa realidad y refirió al azar como un motor vital de difusión literaria. Si bien no es el azar, precisamente, el que funda librerías, moviliza editoriales y organiza eventos culturales, Delgado Aparaín reconoció en la lógica que enfrenta al interior con Montevideo, los peligros que trae consigo el hecho de querer adaptarse a la dinámica que exige el mercado. En ese punto, Delgado Aparaín hizo una cerrada defensa de los principios que deben sustentar la labor de todo escritor (y por extensión, de todo artista) a la hora de escribir sobre lo que siente (“lo que se le canta”) y no por las leyes que rigen las listas de los libros más vendidos.

Hermanado con esa visión de Delgado Aparaín, el escritor maragato Leonardo Cabrera apeló a buscar públicos “dónde los haya” y refirió su temprana aventura editorial al fundar, durante su etapa liceal, una revista de cuentos que alcanzó a superar la veintena de números. Cabrera, autor de la colección de relatos Mecanismos sensibles, que fuera premiado en su momento por la Fundación Lolita Rubial, hizo referencia a una suerte de “generación” (las comillas son mías) de jóvenes autores del interior, casualmente, que poco a poco, ha ido copando espacios dentro del mapa de la literatura uruguaya (Damián González Bertolino, Pedro Peña, Valentín Trujillo).

El encuentro de escritores propiciado por el MEC sirvió, entre otras cosas, para reforzar la evidencia de una realidad literaria compleja, pautada por una serie de elementos que exceden a sus propios terrenos. La ecuación Escritura + Reconocimiento + Éxito Editorial es imposible de resolver, al margen de las condiciones que se desarrollen y, mucho menos, mientras existan limitaciones físicas como la poca presencia de escritores nacionales en las vidrieras de librerías pautadas, al decir de Degiovanangelo, por los títulos y autores que fijan los trust multinacionales.

Cuando la noche ya se había apoderado de la Muy Fiel y Conquistadora y una lluvia punzante se desplazaba desde la costa sobre los edificios de la Ciudad Vieja, Leonardo Cabrera pidió un poco de clemencia para la orbe colonial que, lejanamente dolida, comenzaba a sentirla temblar bajo de sus pies.
_____
(*) - Publicado originalmente en La ONDA Digital, Nº 455 (29/09/2009).

sábado, 19 de septiembre de 2009

Degiovanangelo interpreta a Fabini

Si al margen del poema que acá se presenta, el resto de la obra de Guillermo Degiovanangelo fuera una sucesión de versos mediocres, rimas rebuscadas o meros bocetos de algo que podría eventualmente desarrollarse en procura de una mayor cadencia o goce estético; si exceptuando esta obra, el vate canario se hubiera dedicado a digitar signos inconexos o - en homenaje a su pasado de tipógrafo - hubiera rellenado cada uno de sus libros con palabras sueltas y empleando la regleta y el componedor; si el poeta que idolatra a Walt Whitman renunciara a la escritura (ASUNTO LITERARIO espera que no) y se llamara a silencio renegando, incluso, de su propia obra; si ocurriera cualquiera de esas eventualidades, un único poema bastaría para redimirlo. Elegía sinfónica para Eduardo Fabini integra el libro Rapsodias que el rapsoda oriundo de Canelones publicara allá por el 2002. Elegía... es un extenso poema que narra la vida y la muerte del compositor uruguayo pero también, claro está, es muchas otras cosas. A continuación, Elegía sinfónica para Eduardo Fabini, compuesta e interpretada por Guillermo Degiovanangelo:
.
.
I

Ninguna isla.

Todo unido
por el arco del violín.

....................................

Cuando Eduardo Fabini nació
en un caserío sin nombre
las chircas ennegrecían
su encrespada cabellera
y la marcela aromaba las rocas,

los fresnos amarillos
lloraban eufóricos
el otoño,

los vientos en retorno
sacudían las crecientes humaredas,

y las colas de zorro
como plumas de la tierra
convergían en engañosos remolinos.

Fabini dio un grito,
un llanto sinfónico
anunciándose a la vida;

su grito
partido en dos
quedó rebotando
en la serranía
mientras la otra parte
se perdía en la llanura.

Sus infantiles dedos
que conocían la áspera piedra
encontraron un día
las teclas de un armonio
en una oscura iglesia;
teclas suaves y frescas
como la piel del seno materno
que hacía poco había dejado,
y eso bastó para que
ovulara el gran músico;
la naturaleza haría el resto.

La iglesia era
un rancho lluvioso
con una torre y sin palomas,
y él fue inventando
el loco vuelo
de las aves.

Su hermano Santiago le puso un violín
a la altura del corazón
y el confundió
sus cuerdas vocales
con el tenso cordaje:
todo lo que quería decir
lo expresaba frotando el arco
contra el instrumento.

II

El niño Fabini
sale al campo a jugar
pero no va en busca de amigos,
va en busca de la música
de cada día;

sus sentidos montan guardia
acechando la naturaleza;

escucha lo que le cuenta la cascada
con su tos acuífera;

el barranco está
repleto de chirridos:
las chicharras
lanzan su escándalo
rebotando contra las piedras

(a él le gustó ese juego
de ilusión acústica,
esas trampas
de vibrante armonía).

III

Fabini se va del pueblo
que ya tiene nombre:
Solís de Mataojo;

Montevideo y
Europa
esperan para consagrarlo
virtuoso del violín;

pero él se niega
a hacer giras
en busca de fama;

no quiere vivir
a contravuelo de la golondrina.

Regresó a la tierra
de su infancia,
entre sierras y llanura;
al Cerro del Puma se fue
con su hermano Enrique;
llevó un pequeño piano vertical,
un viejo armonio
y su gastado acordeón;

pero no sólo teclas:
también llevó árboles
y los plantó
en el árido cerro,
llevó pájaros
y los sembró en el aire
para que volaran
como violines vivientes,
de árbol en árbol,
trinando sus melodías.

IV

Hermano mío:
tu vida sencilla y sin
aparentes sobresaltos,
tu cara tranquila
y bondadosa,
esconden el vértigo
de abstracción
que imprimiste a tus
pequeñas sinfonías;

la rotura de la tierra
no es tan simple;
la agria sonoridad
de los violines
viene a herir el silencio
del campo;

esas arrugas de la roca
como los
rostros de los carreros
curtidos por el aire y el sol
no hablan de tranquilidad;

los apelmazamientos orquestales
germinan como
telarañas en la boca;
una pesadilla
al final del sueño;

esas ráfagas de viento
que mueven
el sangrado coágulo
de los ceibos
no son arpegios celestiales:

el candente sonido rojo
huele a infierno;

algo de Lautréamont
se agita en tu obra.

Algo busca sintonía.

FINAL
(Morendo)

A Fabini lo llevan
camino del
Cementerio Central;

el otoño montevideano
va enfriando el cemento
mientras
allá en la sierra
la marcela golpea la roca
aromándola.

...................................

Ninguna isla.

Todo unido
por el arco del violín.

lunes, 7 de septiembre de 2009

La esencia criolla de Yamandú Rodríguez (*)

El remate es uno de los textos más conocidos del poeta montevideano Yamandú Rodríguez (1) y el que más firmemente lo ata a una cosmovisión del alma campesina que fue forjada, en las primeras décadas del siglo XX, por un puñado de escritores, poetas y dramaturgos a lo largo y ancho del Uruguay. Ese movimiento literario tuvo como efecto evidente la revalorización del gaucho como personaje histórico pero también como ente de ficción. Su estampa perdida en los puntos más recónditos de la campaña, su carácter algo esquivo y poco sociable y el falso aura romántico con que algunos autores quisieron vestirlo, había convertido al gaucho en una figura pintoresca pero sin demasiada sustancia real. Los historiadores decretan la muerte del gaucho con el avance del alambramiento de los campos, en las últimas décadas del siglo XlX. A partir de ahí, el espacio físico en que se mueve el gaucho se acorta, se vuelve parcelado y el antaño personaje rebelde comienza a “domesticarse”. Se habla, entonces, del “paisano” o, en una visión más atada a la estirpe de sus costumbres, del “criollo”. (2)
En su obra El remate, Yamandú Rodríguez narra una historia de desolación campesina y confronta dos edades o dos visiones – que terminan siendo la misma – sobre el carácter criollo. Inicia el poema con una contundente descripción del patio del decrépito rancho donde habita el protagonista y que sirve de escenario al mentado remate del título. En este inicio, Rodríguez apela a sus artes de dramaturgo (3) y ofrece una suerte de acotación escénica que, en una serie de trazos, sitúa al lector en el paisaje:

Falta el aire y sobran moscas
este domingo de enero.
El sol fríe las chicharras.
Duerme un matungo azulejo.
Algunos pollos con árganas
andan de picos abiertos.
En los charquitos de sombra
hay unas guachas bebiendo.
…………………………
¡Todo es dulce de tan pobre!
Frente al rancho del estanteo
que anda con los cuatro codos
deshilachados de tiempo,
subasta un rematador
las pilchas de un criollo viejo.

Por una larga deuda contraída en la pulpería y para la que no tiene dinero con que cubrirla, el protagonista del poema, un viejo criollo, debe resignarse a ver como una multitud reunida en el patio de su rancho puja para hacerse con sus efectos personales en una subasta. El aire de resignación que envuelve al viejo es, al mismo tiempo, el descubrimiento o la constatación de una realidad terrible para su propia vida de criollo:

Hay muchos interesados
son vecinos todos ellos,
muchachos que hasta hace poco
le llamaban: el agüelo.
Recostao en el palenque,
los mira tristón el viejo:
han ido a comprar barato
cosas que no tienen precio…
Y piensa con amargura:
Ya no da criollos el tiempo.

Esta última máxima es, en el universo de valores del viejo, una realidad que le anuncia el final de una forma de vida, la caída de un sistema de valores del que él, por los elementos que han forjado su propia existencia, se siente el único representante. Sus propios vecinos, gente que él conoce, aprovechan su precaria situación para – como aves de rapiña – abalanzarse sobre los restos de su pobreza. En el desarrollo propiamente dicho del remate, Yamandú Rodríguez logra los puntos más altos de tensión narrativa, administrando mediante diálogos la forma en que se desarrolla el despojamiento material del viejo:

__ “¿Qué vale este par de espuelas?”
Y las rodajas de fierro
son como dos lagrimones
que llorasen por su dueño.
Con ellos salió a ganar,
hace ya muchos inviernos,
la novia en un bagual blanco;l
a vida en un bagual negro.
Los mozos suben la oferta:
__ “Doy diez, quince, veinte pesos!”
Disputan como caranchos
el corazón del agüelo.
Al escucharlos se pone
rojo de vergüenza el ceibo.

Impotente ante el desarrollo de los hechos, el viejo paisano ve desfilar ante el martillo del subastador todos los componentes de su apero, las espuelas, las pocas ovejas que tiene y es, concretamente, en la figura de su viejo poncho donde el poeta esboza con breves trazos una suerte de biografía del viejo. En una serie de versos que describen el actual estado de la prenda, Yamandú Rodríguez logra la mayor carga dramática del poema al contar – mediante un proceso de síntesis y adición – una serie de episodios claves en la vida del protagonista:

Sacan a la venta un poncho,
donde garúan los flecos
para mojarle los ojos
al que se lo lleve puesto.
Tiene la boca zurcida
Y lo gastó tanto el viento,
que al trasluz del calamaco
se ve la historia del dueño…
Guampas, chuzas y facones
lo cribaron de agujeros…
pero su filosofía
siempre le puso remiendos:
de día con un celeste;
de noche con un lucero.
__ Yo pago por esa pilcha
toda la plata que tengo!
__ Subo una onza la oferta!
__ Si no hay quién de más, lo quemo!

A medida que avanza el remate – y el poema – el viejo no puede hacer otra cosa que resignarse e intensificar su creencia de que “Ya no da mas criollos el tiempo”. Esa gente que el conoce, jóvenes en su mayoría, hijos y nietos de criollos viejos como él, son quiénes se han apoderado de sus cosas, despojándolo no sólo de su pasado personal sino también de su propia condición de criollo. Sin sus pilchas, el viejo se siente desprotegido, desnudo ante el devenir de sus últimos días. Y cuando esa terrible realidad se ha apoderado del protagonista y la misma desazón se contagia al lector que – al igual que el viejo ha asistido a ese proceso de pérdida que representa la subasta -, Yamandú Rodríguez da un giro completo a su historia:

Entonces, aquellos mozos,
se acercan a defenderlo
y el más ladino le dice
entre temblón y risueño:
__ Todos compramos sus pilchas
pa’ salvárselas agüelo.
Aquí tiene sus espuelas…
Aquí tiene su azulejo…
Uno le trai en los brazos
igual que un niño, el apero
y otro le entibia las manos
con aquél poncho de flecos…
porque sigue dando criollos
muy lindos criollos, el tiempo!

La redención que llega al final – bajo la forma de la frase más famosa del poema (“Sigue dando criollos el tiempo”) - no sólo viene a anular la desesperación creciente del viejo a lo largo de toda la historia sino que instaura, además, la renovación de la creencia en un sistema de valores que parecía a punto de desplomarse. Toda la fuerza creativa de Yamandú Rodríguez se encuentra comprimida, representada, en este poema de carácter narrativo, en este cuento crepuscular en forma de versos que descubre, revela, a uno de los poetas más altos de la literatura uruguaya.

___________
(1) – Este poema permanece integrado al repertorio de muchos interpretes folklóricos a lo largo de Uruguay y Argentina, siendo una de las más notorias interpretaciones la realizada por el recitador pedrense Rufino Mario García.
(2) – Véase al respecto El Proceso Histórico del Uruguay de Alberto Zum Felde (Montevideo: Arca, 1967)
(3) – Yamandú Rodríguez fue autor de una docena de obras de teatro, generalmente de asunto campesino e histórico, siendo una de las más logradas la que escribiera en colaboración con el gran autor argentino Claudio Martínez Paiva, titulada La lanza rota.
(*) - Publicado originalmente en La ONDA Digital, Nº 452 (07/09/2009).

miércoles, 26 de agosto de 2009

La novela filmada

Historias extraordinarias es una película del director argentino Mariano Llinás que tiene, entre sus variadas proezas, el superar las cuatro horas de metraje. Para contar el conjunto de historias que componene el asunto, Llinás explota al máximo una variedad de procedimientos cinematográficos pero también los deja de lado, los menosprecia, los cambia -lisa y llanamente- por herramientas literarias. Lo que logra, en definitiva, es una gran novela de aventuras contada con el soporte del cine o una película de acción filmada con mecanismos novelísiticos. Una novela filmada.
Historias extraordinarias se compone de tres historias independientes que nunca se entrecruzan y por una serie de notas al pie o microhistorias que, a su vez, nada tienen que ver con los relatos centrales. De forma arbitraria - o no - Llinás divide su película/novela en 18 capítulos que son narrados por diversas voces en off. El recurso de la voz narradora es empleado hasta el paroxismo. En la mayoría de los casos, no escuchamos las voces de los personajes sino a la voz narradora leyendo o recitando lo que, en ese mismo momento, dice el actor. Este procedimiento tan poco cinematográfico alcanza en Historias... un rendimiento no sólo estilísitco sino que establece, además, una suerte de complicidad con el espectador/lector. Muchas veces, la voz en off adelanta peripecias que los personajes vivirán un poco más adelante o escamotea datos que, sorpresivamente, el espectador/lector encontrará de forma por demás sorpresiva.

Los tres grandes relatos de Historias extraordinarias - el confinamiento de X en un pequeño hotel tras presenciar un crimen en mitad del campo, la extraña investigación que emprende Z al ser asignado como encargado de una intrascendente oficina llamada La Federación y el viaje que emprende H por el Río Salado con el encargo de fotografiar unos antiguos monolitos de la Compañía Fluvial Pampeano - tienen mucho en común (por el clima de desmesura existencial e inminente irrupción del peligro) con la Trilogía de Nueva York de Paul Auster, especialmente con la mejor novela del trío, Fantasmas.

En su película/novela, Llinás realiza una suerte de ensayo en movimiento del concepto de viaje y adopta para ello una serie de mitos o lugares comunes que, social y culturalmente, se han fijado sobre el tema. Con esos elementos delante de la cámara o entre lineas, compone una amalgama de historias que se circunscriben a pequeños pueblos, carreteras y caminos de la provincia de Buenos Aires que, pese a tener delante todos los textos y subtextos para hacerlo, nunca cae en la tesis o en la manifestación existencial. Lejos de eso -porque, en definitiva, Llinás no olvida que quiere entretener a su público - puebla la película de giros de suspenso, acción y hasta algunos -medidos- toques de comedia.

Historias extraordinarias es la gran novela que el cine le debía a la literatura y la mejor expresión de cómo patear el perimido círculo de los géneros o de la individualidad de cada lenguaje artístico.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Aproximación a Morosoli (*)


El cuento es un género de difícil confección que obliga al escritor a someter a su historia, a sus personajes y a sus ideas a una suerte de esquema acotado por ciertas reglas formales –todas maleables – que encuentran su mayor “obstáculo” en la extensión. Escribir un cuento es también realizar una síntesis, llevando adelante un particular proceso de economía expresiva que, muchas veces, encuentra en el desborde estilístico su mayor limitación o virtud. Las corrientes literarias han dotado al género de nuevas variantes significativas y formales pero, bajo el signo propio de cada época, el cuento permanece como un género perfecto. Sin el cauce espacial de la novela, el cuento resignifica en cada momento literario su estricta independencia como artefacto narrativo además de su importancia como vehículo de la ficción.
La literatura uruguaya, que cuenta con una tradición de notables cuentistas, tiene en la obra de Juan José Morosoli uno de los puntos más altos al que el género ha llegado en el país. El escritor minuano destacó en una variante del cuento que abreva en los usos y costumbres de los habitantes de una región específica, empleando técnicas de antropólogo y de paisajista, pero sin olvidar nunca su principal sustento literario: el hombre.
En su cuento Andrada, Morosoli describe el momento epifánico que vive un personaje ante la simple contemplación de la naturaleza: “Andrada iba al monte. A visitar el monte. A quedarse vaciado por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras la brisa rozadora de hojas, movía las copas unánimes y los ojos se le iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos. A volcar su atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo barrenar de un parásito”. La obra del escritor minuano está poblada por esos trazos minimalistas, referidos como al descuido, en los que un personaje descubre de golpe su sentido de pertenencia y el particular sitio que ocupa sobre la tierra. Al leer a Morosoli se percibe claramente la comunión entre el escritor y el universo que describe, vínculo que se vuelve más estrecho aún al ver brotar las imágenes desde una prosa de aparente sencillez, cristalina.
Los personajes de Morosoli, generalmente, están unidos al lugar que habitan pero no en una relación de sometimiento (geográfico y metafísico) sino bajo el poder de una marca identitaria que los iguala y hermana en sus características esenciales. Desde el grupo de vecinos que deciden viajar en un camión a conocer el mar (El viaje hacia el mar) hasta las penurias de un hombre obligado a trasladarse de un pago a otro siempre precedido por un suceso que lo denigra (Rodríguez), sus personajes son concientes de estar atados al mundo en el que viven con un vínculo más fuerte y duradero que el de una simple frontera.
Morosoli brilló como pocos escritores en el país a la hora de narrar las penurias y alegrías de los desplazados, de los habitantes del pueblo chico, de los vagamente instruidos. Lejos de convertir esa opción de escritura en una prosa contestataria, Morosoli se dedica a exaltar el alma de sus personajes a través de gestos mínimos, precisos, revelando así un altísimo poder de observación. En su cuento Las cortas de maíz, por ejemplo, narra la historia de dos peones zafrales hermanados en la pobreza y en las peripecias de una vida trashumante, que los obliga de ir de un sitio a otro – de un conchavo a otro – sujetos siempre a los intereses de quienes les proporcionan el trabajo. En la relación entre Medina y Menchaca, Morosoli evidencia un credo humanista que, con diversas variantes, aflora a lo largo de toda su obra:
Medina era afanoso, buscavida, fuerte, voluntarioso, pero de esos hombres que se matan trabajando y nunca terminan de arreglarse. Cambiaba de oficio como de camisa. Había sido peón de todo lo que se puede ser peón. Vendedor de décimas, vareador de caballos, sacapantanos, plantador de estacas y acarreador de resacas para abrigarlas y, finalmente, caramelero en un circo.
Gracias a Dios o al diablo tenía salud ‘hasta pa tirar p´arriba’
Era muy extremoso con Menchaca, a quien cuidaba como un hermano ‘quedao huérfano chico’. Había andado sacándole el cuerpo a las cortas de maíz. Sabía muy bien que en las chacras había trabajo cierto, pero sabía también que el pobre Menchaca no era capaz de aguantar aquella vida.”

Como a otros grandes escritores uruguayos, el canon le ha sido esquivo a Juan José Morosoli. Durante años, un sector de la crítica literaria lo desterró a la parcela de los escritores regionalistas (una suerte de crimen para cierta inteligentzia cultural) intentando opacar así la fuerza de una literatura sin precedentes ni dignos continuadores. Pero el tiempo, esa materia densa e inaprensible que Morosoli conocía de primera mano al contemplar las ariscas formas de las sierras cercanas, no ha podido vencer la fuerza de esos cuentos perfectos, eternos, decididamente morosolianos.
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Publicada originalmente en La ONDA Digital (Nº 450), el 18/08/2009

sábado, 15 de agosto de 2009

Estación Hawksbill

La Estación Hawksbill es una prisión a la que van a dar los más peligrosos presos políticos. Cuando a inicios del siglo XXl, el tiránico gobierno síndico de los Estados Unidos se vio amenazado por un brote revolucionario que intentó derrocarlo, sólo confió en el invento del matemático Edmond Hawksbill. Apresó a los líderes revolucionarios, anarquistas, promotores de revueltas y teóricos de la revolución y los mandó a la Estación Hawksbill. Esta prisión tiene muchas particularidades pero la más importante es que se encuentra emplazada en el pasado; exactamente en las postrimerías del período cámbrico, mil millones de años atrás.
Enclavada en el centro de una zona rocosa, sin vestigios de vegetación o de vida animal, la Estación Hawksbill recibe a los prisioneros con una contundente realidad: no existe la posibilidad de regresar al futuro (el presente que acaban de abandonar), o sea, el Arriba.
Todo esto lo cuenta el escritor neoyorkino Robert Silverberg en su novela Estación Hawksbill, uno de los libros de ciencia ficción más demoledores, destinado a transgredir las fronteras duras del género y a constituirse en una suerte de tratado político que, partiendo del concepto básico de libertad, avanza por los cimientos del sistema democrático erosionando a su paso cualquier noción establecida de Estado o Gobierno. Emparentada, en lineas generales, con 1984 de Orwell (libro que algunos de los prisioneros comentan en su prisión de piedra calcárea), Estación Hawksbill tiene mucho de algunas visiones paranoicas de Philip K. Dick y dialoga con una de las últimas novelas de éste (y una de sus mejores obras), Radio Libre Albemuth, publicada en 1985.
Estación Hawksbill narra, en lineas generales, el fracaso de una revolución - que es el fracaso de todas las revoluciones - y el profundo desencanto que el tiempo le otorga a las causas perdidas. El Tiempo es el gran protagonista de la novela y no sólo por el recóndito punto temporal al que son enviados los personajes sino también por el empleo que de cada segundo, minuto u hora realizan aquellos que tienen el poder. Eso es algo que conoce bien Jim Barret, uno de los personajes más importantes de la novela:
"Según la teoría, muy razonable por otra parte, si se priva a alguien de todos los estímulos sensoriales se le reduce la individualidad, y por lo tanto su tendencia a la obstinación. Tápónale las orejas, tapónale los ojos, mételo en un baño caliente de nutrientes, envíale comida y aire por conductos plásticos, déjalo flotar ociosamente, como su estuviera en el útero, día tras día, hasta que se le pudra el espíritu y se le erosione el ego. Barret entró en el tanque. No oía. No veía. Poco tiempo después no podía dormir.
Acostado allí en el tanque, se dictó su propia autobiografía, un documento de varios volúmenes. Inventó juegos matemáticos de gran complejidad. Recitó los nombres de los estados de los viejos Estados Unidos de Norteamérica y trató de recordar los nombres de sus capitales. Revivió escenas que habían sido culminantes en su vida, alterando de vez en cuando el guión.
Después hasta pensar le costaba, y se dejó flotar a la deriva en la marea amniótica. Llegó a creer que estaba muerto, y que aquello era la otra vida, el descanso eterno. Pronto su mente entró en una renovada actividad, y esperó ansiosamente que lo sacaran del tanque y lo interrogaran; después esperó con desesperación, y después espero con furia, y después, sencillamente, dejó de esperar.
Después de algo así como ochocientos años, lo sacaron del tanque".

lunes, 10 de agosto de 2009

Gigantes en el campo de golf (*)

La mal llamada “joven literatura uruguaya” – expresión que, en ocasiones es empleada de forma despectiva o como generalizadora de una variedad de voces y registros – esconde tras su fría denominación de etiqueta a un puñado de escritores que rondan los treinta años y que, desde editoriales firmemente establecidas en el mercado o desde pequeños sellos, viene publicando una obra variada y muy personal en cada caso. Más allá de algunos débiles intentos críticos por englobar a esa camada de nuevos autores en el marco de una “nueva generación”, vale la pena detenerse en algunos nombres, y especialmente en algunas obras, que prometen ser más que una mera novedad.
Damián González Bertolino es un escritor nacido en Punta del Este, en 1980, y que acaba de publicar su primer libro, El increíble Springer (Banda Oriental). La obra, ganadora del Decimosexto Premio Nacional de Narrativa “Narradores de Banda Oriental “ (uno de los galardones más importantes del panorama literario local), es un claro reflejo de la imposibilidad de agrupar bajo géneros o tendencias las creaciones de los más jóvenes autores del país. Compuesto por dos largos relatos (si nos ponemos estrictos con las etiquetas, cabría hablar de nouvelles), El increíble…presenta en sociedad la cuidada prosa de González Bertolino, una prosa que por momentos adquiere una aparente sencillez para mutar en cierta controlada farragosidad que, lejos de hundir las ideas entre las palabras, las vuelve más poderosas en el marco del desarrollo de las historias. El relato que le da nombre al libro, por ejemplo, es una historia de iniciación signada por todos los temores y descubrimientos del universo de la infancia y la primera adolescencia. Para contar la historia de la increíble transformación de Gastón Springer, el narrador cuenta su propia historia y es en la presentación de las diversas situaciones que le toca vivir donde se encuentra el mayor atractivo del relato. Ambientado en una Punta del Este de mediados del siglo pasado, “El increíble Springer” funciona como una lúcida fotografía de toda una época y un lugar. El ambiente que comparten los niños de la historia encuentra su amenaza física, palpable, en la presencia del gordo Ferreira, un condiscípulo de Springer y del narrador sin nombre que se constituye en el antagonista perfecto a lo largo de toda la historia. No se adelantará nada más de la trama en ésta reseña pero sí cabe consignarse que, en “El increíble…”, es especialmente destacable la irrupción de lo sobrenatural o lo decididamente fantástico en la historia. La forma en que el recurso es empleado – sin desmontar el mecanismo, con una perturbadora naturalidad – es otro de los logros a señalar en la pluma de González Bertolino.
“Threesomes”, el otro largo relato que integra el libro, cambia de personajes y de ambiente y, en cierta forma de tono, para narrar una historia que transcurre casi íntegramente dentro de un campo de golf. Las tres mujeres que, desganadamente, pululan por el césped con sus accesorios deportivos – la Sra. Hahn, la Srta. Hahn y la Sra. Etchegoyen – conforman un trío de criaturas abstraídas en sus propios mundos y que hallan en el personaje del caddie Morán, una suerte de contrapeso moral y social que terminará por afectar, en menor o mayor medida, sus vidas. La relación que se establece entre el caddie y las mujeres, sobretodo entre aquel y la remilgada Sra. Etchegoyen, le da pie y sustento a González Bertolino para enfrentar dos realidades socioeconómica opuestas: el de cierta clase alta (aunque justo es decirlo, con inequívocos signos de decadencia) y el barrio obrero donde habita Morán con su numerosa familia. Es en el relato de ese quiebre, en el pasaje de escena entre las dos realidades, donde el autor ofrece su más agudo poder de observación y descripción como cuando narra la llegada nocturna de Morán a su casa y el enfrentamiento con su mujer (a la que ya no quiere y debe padecer): “Su mujer se había ido derecho al cuarto. En la pieza donde estaba la habitación vio a casi todos sus hijos. Ninguno le habló. Se quedaron observándolo como si fuera una persona extraña que entraba a reparar algo. Después siguieron con lo suyo. Morán llegó hasta la cama y se dejó caer de espaldas. Había visto con el ojo hinchado la vaga forma de su mujer recostada a aun lado, al otro lado de la pared. A Morán eso no le importó, pero unos minutos más tarde, cuando empezó a quedarse dormido, agradeció el paño helado que cubrió la hinchazón sobre su ojo…”.
Damián González Bertolino ha creado en El increíble Springer una obra personalísima, de esas que los críticos llaman “de sólida factura literaria” y que nos hace aguardar, a sus afortunados lectores, una próxima, bienvenida, irrupción.

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(*) - Publicado originalmente en La ONDA digital Nº 449 (10/08/2009)

miércoles, 5 de agosto de 2009

Pequeña antología Cohen

Dejé que tu mente entrara en mí
por culpa de la soledad.
Fui un hogar para tu visión.
Pero no podría serlo dos veces.
No pises tu sombra,
no pises mi escoba.
Yo mantendré tu sombra limpia.

* * *

El amor es un fuego.
Arde por todas partes.
Desfigura a todo el mundo.
Es la excusa del mundo
por ser tan feo.

* * *

Durante mucho tiempo
no tuvo música,
no tuvo decorados.

Mató a tres personas
en las tinieblas de su ambición.
La lluvia no pudo ayudarle.

Sigue tu camino,
esto no es una visión que se te
ofrezca,
esto es la verdad.

* * *

Cada hombre
tiene una manera de traicionar
a la revolución.
Ésta es la mía.

* * *

Lentamente me casé con ella
Lenta y amargamente me casé con su amor
Me casé con su cuerpo
en el aburrimiento y el gozo
Lentamente fui a ella
Lenta y resentidamente
llegué a su cama
Fui a su mesa
por hambre y por hábito
fui a que me dieran de comer
Lentamente me casé con ella
sancionado por nadie
con la bendición de nadie
en nombre de nadie
en medio de advertencias generalizadas
en medio de la burla generalizada
Fui a su fragancia
con las narices distendidas
Fui a su codicia
con semilla para un niño
Años para la llegada
y años en retirada
Lentamente me casé con ella
Lentamente me arrodillé
Y ahora estamos heridos
tan profundamente y tan bien
que nadie puede hacernos daño
excepto la propia Muerte
Y a través de la totalidad del sueño de la Muerte
Me muevo con sus labios
El sueño es una noche
pero eterno es el beso
Y lentamente voy a ella
lentamente nos despojamos
de los ropajes de nuestras dudas
y lentamente nos desposamos

* * *

No conoces a nadie
Conoces algunas calles
colinas, verjas, restaurantes
Las camareras han cambiado

No me conoces
Yo estoy feliz con el otoño
las hojas las faldas rojas
todo en movimiento

Pasé junto a ti en una pared de mármol
algún nuevo banco
Sangrabas por la boca
Ni siquiera sabías en qué estación estábamos

* * *

Lot
Devuélveme mi casa
Devuélveme a mi joven esposa
Le grité al girasol que había en mi camino
Devolvedme mi escalpelo
Devolvedme mi vista de las montañas
les dije a las semillas que había a lo largo del sendero
Devuélveme mi nombre
Devuélveme mi lista de la infancia
le susurré al polvo cuando se terminó el sendero
Ahora canta
Ahora canta
cantaba mi maestro mientras yo esperaba
azotado por el crudo viento
Acaso he llegado tan lejos para esto
Me preguntaba mientras esperaba
en medio del frío puro
dispuesto al fin a discutir a favor de mi silencio
Dime maestro
se mueven mis labioso de dónde viene
este suave canto total que incrusta mi alma
como una lanza de sal en la roca
Devuélveme mi casa
Devuélveme mi joven esposa.
La traducción de estos poemas de Leonard Cohen pertenece a Antonio Rasines.

martes, 28 de julio de 2009

Wenceslao Varela y los poetas (*)

La obra de Wenceslao Varela se compone de un corpus diverso, heterogéneo en lo formal y de variada apertura temática, lo que la vuelven más compleja y decididamente polisémica. Los poemas que habitan sus libros ofrecen una mirada profunda del interior uruguayo, de la idiosincrasia de los habitantes de la campaña y se detienen en aspectos poco frecuentados por las plumas ilustres del Parnaso. Varela puede escribir sobre los detalles que componen un amanecer campesino, la delicadeza de dos manos femeninas que alcanzan un mate o las peripecias de un duelo criollo con su correspondiente carga de rencor y violencia.
Un subtema o categoría mínima que puede desprenderse de la totalidad de su obra, la componen un conjunto de poemas dedicados a exaltar, homenajear o simplemente describir a otros poetas que, como él, hicieron del ámbito criollo su forma de arte y de vida. Sin jamás caer en la retórica celebratoria y vacía ni la adjetivación pomposa (en la que este artículo corre el peligro de caer), Wenceslao Varela le escribe – le canta – a sus colegas apelando a formas muy personales de evocación y celebración de la amistad. A continuación, presentaré tres ejemplos sobre el particular.


UNA CARTA A LUIS ALBERTO MARTÍNEZ
En su libro Trote chasquero, Wenceslao Varela incluyó el poema “Carta abierta”, una composición de ocho estrofas décimas (de diez versos) dedicada al payador y poeta coloniense Luis Alberto Martínez. La obra es presentada, justamente, bajo la forma de una larga carta que el maragato le envía a su colega convaleciente para interiorizarse de su estado de salud, reforzar su amistad y ponerse a su disposición para lo que sea:

Me lo contó una luz mala
al cruzar mis esterales
que están tristes sus zorzales
los que anidaban sus talas;
dice, que encogió las alas
de cóndor y de caudillo
que perdió vigor y brillo
y acampó como el trovero
del “PANZÓN LERDO Y MAÑERO
QUE ERA DE PELO TORDILLO”

En las ocho estrofas del poema, Varela utiliza un recurso que ha sido empleado por varios autores y que consiste en incluir, dentro de la obra propia, una cita del poema de otro autor (en este caso del propio homenajeado, a quien va dirigida la carta), de tal forma que los versos injertados se adapten a la métrica y el desarrollo propio de lo que el poeta viene diciendo. La gravedad de la salud de Martínez queda reflejada por los dos versos que Varela cita en la primera estrofa, versos que provienes de “La cruz del viejo cantor”, una milonga de Martínez en la que se narra la última noche de un payador que, ante la cercanía de su muerte, le pide al pulpero donde para que cuide de sus pertenencias y lo entierre junto a su guitarra. Para reforzar aún más el efecto de la cita, Wenceslao Varela las incorpora al final de cada estrofa y en mayúsculas.
La preocupación inicial demostrada por la salud de su amigo y colega, muta a continuación en la exposición de sanos consejos para que logre la mejoría. Al hacerlo, Varela no cae en las frases comunes que suelen dirigírsele al convaleciente y que no son otra cosa que fórmulas prosaicas de buena voluntad. Los consejos que Varela le dirige al bardo enfermo parten de su hondo conocimiento de la vida del otro:

El invierno se avecina
son sus vanguardias heladas
previniendo trasnochadas
a fogón grande y cocina;
busque calor en la china
que su hondo amor entibió
cuando fría su alma vio
y lleve el poncho consigo,
aquel poncho, “QUE UN AMIGO
POR UN VERSO SE LO DIO”

Ya sobre el final, Varela hace aflorar otro rasgo propio del alma del paisanaje: la hermandad en la pobreza y el gesto de compartir sus pertenencias por pocas y deslucidas que sean. Así, con la promesa de una pronta visita al enfermo, entrega su amistad junto a todo lo que tiene:

Voy a cair a su ranchada
en cuanto pueda ensillar
pa abrazarlo y pa rezar
bajo esa quincha sagrada
llegaré de madrugada
cuando el silencio se entrega
hondo en quietud, con la nueva
claridá que el alba apunta…
sé, que su “OMBÚ NO PREGUNTA
QUE PÁJARO ES EL QUE LLEGA”

Yo le ofrezco dende aquí
-si se ve necesitao-
Los restos de aquel chapiao
Que ante mis novias lucí;
Vale más que un Potosí
Cuanto más el tiempo pasa
Como soy criollo de raza
Hasta “en Dios dirá” me atengo
“TODO LO OFREZCO AUNQUE TENGO
UNA POBREZA MACHAZA”


“PÓSTUMAS” O UN ÍNTIMO OBITUARIO
“Póstumas” es un poema de nueve estrofas décimas que integra el libro De cuero crudo y que está dedicado a su coterráneo, el poeta y payador Florentino Callejas. Como su nombre lo indica, la obra fue escrita tras la muerte de Callejas y es, de los tres textos analizados aquí, el más solemne. La solemnidad se expresa en el propio tema de la obra y en el lenguaje empleado por el autor. A diferencia de “Carta abierta”, Wenceslao Varela abandona en “Póstumas” el lenguaje más coloquial y los giros propios del habla campesina en detrimento de expresiones más universales; se regodea en el empleo de vocablos trascendentes y el poema se termina convirtiendo en un gran encadenamiento de imágenes destinadas a resaltar a la figura del difunto (supongo que, en definitiva, esa es la función de un obituario). Al igual que hiciera con su poema dedicado a Luis Alberto Martínez, Varela emplea en esta obra la segunda persona del singular (representada por el pronombre “tú”), lo que dota a la obra de un carácter más intimista y que acerca más al homenajeado con quien le escribe. El inicio es una muestra precisa del dominio que Varela alcanzaba al pasar de la jerga paisana a un lenguaje más refinado y, en el trasunto puramente idiomático, nada tiene que ver con el léxico empleado en el poema analizado anteriormente.

Pájaro gaucho, sombrío,
emisario del pasado
tiene tu lira un pesado
silencio de muerte y frío.
Te traigo con fe y con brío
mis versos en vez de llanto
porque es el silencio tanto,
tan hondo, tan sepulcral;
que no parece el final
de una existencia de canto.

Las estrofas que siguen son una superposición de imágenes en las que se produce una suerte de transformación; el poeta Florentino Callejas, abandonado ya el mundo de los vivos, se convierte en un ser etéreo cuya presencia puede ser encontrada en todas las personas, los animales y los seres vivos que pueblan la campaña.

A tu nombre Florentino
lo musitará el pampero
en el nido del hornero
-lunar que ostenta el camino-
el poblador campesino
te cuenta entre los poetas
y bajo sus noches quietas
hondas de sombra o de luz,
ha de rezarte en la cruz
del altar de las carretas.

En la séptima estrofa, el proceso de consustanciación entre la estela dejada por el vate muerto y las imágenes que los reflejan, amenazan con llegar al paroxismo como si en la rápida suma de elementos se buscara fijar la idea de omnipresencia de los muertos por sobre los vivos.

Tuviste claror de aurora,
dulzura de camoatí…
fuiste el nudo guaraní
que acorta la boleadora.
Palenque, jaguel, totora,
bocado de cuero duro;
botón, con patrio seguro;
amargo de desprender;
eras un poco de ayer
que iba buscando el futuro.

Pese al intento encomiable de Wenceslao Varela por celebrar la obra de Florentino Callejas, el tiempo demostró ser más fuerte y, hoy en día, el nombre del autor de “Cimarroneando” o “El molle” ha caído en un injusto olvido.


SERAFÍN J. GARCÍA, PERSONA Y PERSONAJE
También en su libro De cuero crudo, se encuentra el poema “Milico gaucho…!”, dedicado al poeta oriundo de Treinta y Tres, Serafín José García. En esta oportunidad, Wenceslao Varela abandona el tono coloquial o solemne de los otros textos y narra una suerte de cuento protagonizado por el autor del famoso “Orejano”. Para ello, echa mano a la biografía de Serafín J. García y se concentra en los años en que este se desempeñó como policía en la ciudad de Treinta y Tres. Las veintidós cuartetas que componen “Milico gaucho…!” imaginan una situación que tiene a García como protagonista. Para darle mayor profundidad al asunto, es la supuesta voz de García la que narra el “caso”.
Escondidos en las penumbras de la noche, diez policías de a caballo aguardan el paso de unos contrabandistas por la frontera con el propósito de arrestarlos. Varela inicia el poema con una descripción del nocturno paisaje desolado; los hombres son presentados como intrusos.

En cuanto acampó, quedaron
todos los charcos despiertos;
y la primer virazón
los hizo temblar de miedo.

Salió la luna con frío
y unas estrellas con sueño,
mientras hacían las ranas
gorgoritos de silencio.

Cuando el protagonista entra en escena, descubrimos que se trata de uno de los “milicos” a cargo del operativo. A través de sus ojos descubrimos a sus compañeros de armas y, por allí cerca, marchando en la oscuridad, con la complicidad de una luna que se ha ocultado, atravesando el campo, a los “cargueros” o contrabandistas:

Yo era la “guardia avanzada”
y en mi confiaron el sueño
diez hombres llenos de orgullo
servidores del gobierno.

¡Audaces! Marchar con luna
bajo la comba del cielo
honda de azul infinito
ancha de campo y silencio…!

Y haberme tocao la guardia
por desgracia a mí, que quiero
economizar las balas
pa no fundir al gobierno.

Unos pocos versos, le alcanzan a Varela para definir la personalidad de ese milico gaucho que está de guardia, mientras sus compañeros duermen. Y será él, desde su puesto de vigía, el que divisará a los contrabandistas que cruzan el paso y el que, contrariamente a lo que los estatutos de la Fuerza mandan, se apiadará de aquellos hombres desgraciados que sólo tienen el contrabando como forma de vida.

¡Venir marchando con luna
y con un frío tremendo
que ha endurecido los pastos
y me ha torcido los dedos…!

Ellos no saben que allí
hay diez milcios con rémitos.
pero sí, saben que allá
están sus hijos hambrientos
.

Cuando la luna, finalmente, asoma entre las nubes para descubrir ante la guardia policial la presencia de los infractores, el milico gaucho en que se inspira y se convierte Serafín J. García, no hace lo que haría cualquiera de sus compañeros, esto es, despertar al resto y salir al cruce a los delincuentes. Su humanidad, que aflora en su piel y en su sangre, lo hace abandonar el puesto y aventurarse en el camino para alertar a los contrabandistas y dejarlos marchar. La estrofa con la que cierra el poema incluye la ironía del milico que ha visto su deber cumplido aunque no para el lado que se esperaba. Wenceslao Varela revela aquí su propia visión de las injusticias sociales y le hace decir a su personaje, cuando los pobres contrabandistas se alejan del peligro:

¡Yo cuido lo del estao!
pa eso me paga el gobierno.
¡Vaya a saber cuántas balas
le economizo con esto…!


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(*) - Publicado originalmente en La Onda Digital (Nº 447) del 28/07/2009.

lunes, 13 de julio de 2009

El pintor de Cielitos (*)


El nombre de Bartolomé Hidalgo suele estar íntimamente relacionado con el bronce o con una leyenda en un pedestal. El Primer Payador Oriental. El Primer Poeta de la Patria. El Padre de la Poesía Gauchesca. Debajo de los ornamentos, de las florituras retóricas, debajo propiamente del bronce inmaculado, lo que se encuentra es una obra extraña, no solo para la época en que fue concebida sino para su ubicación en el canon de la literatura local.
Nacido en la joven Montevideo de 1788, Bartolomé Hidalgo creció en el seno de una familia pobre, palpando los rigores de los desplazados en la ciudad colonial y es en ese contexto que debe entenderse su enrolamiento – en 1806 – al Batallón de Partidarios de Montevideo y, cinco años después, su adición a la causa libertadora dirigida por José Artigas. A partir de ahí, en Hidalgo germinan, al mismo tiempo, el revolucionario de armas tomar y el cronista que con su pluma irá registrando los avatares del conflicto armado y los movimientos políticos de la época. Hay un momento, justo es decirlo, en que la pluma le gana al sable para fortuna del público de la época y el registro de la Historia posterior.
Tras su muerte -ocurrida en Morón, Argentina, el 22 de noviembre de 1822 – un oscuro manto de niebla cayó sobre su nombre y su obra, ese mismo manto de niebla que ciertos gobiernos deslizan sobre funcionarios caídos en desgracia o sobre determinados enemigos políticos. El olvido que se apoderó de la obra de Bartolomé Hidalgo comenzó a ser disipado, muchas décadas después, a través de la gestión de ciertos grupos nativistas que, equivocados en muchos casos, erigieron al poeta muerto joven como un símbolo de férreo patriotismo. En realidad, Bartolomé Hidalgo fue mucho más que un poeta patriótico y combativo; sus creaciones destilan finas ironías, echan mano a recursos estilísticos variados (revelando un mapa de amplias lecturas) y apelan a una musicalidad – el marco de las obras era el de la canción – innovadora para la época. Tal es el caso de su ciclo de “Cielitos”, un conjunto de composiciones en cuartetas dedicadas a reflejar determinados episodios del momento. Actuando como un atento cronista, en los “cielitos” Hidalgo pinta personajes, situaciones y episodios concretos que luego integrarán los libros de historia (pero que en el momento de ser escritos son palpables hechos del presente) con una aparente economía de recursos y engañosa sencillez. Bajo la sentencia inicial “Cielito, cielo que sí…”, el poeta va edificando, en la mayoría de las estrofas de cada composición, una lectura de la realidad que mezcla un primitivo olfato periodístico con las centenarias artes del juglar. Su extenso Cielito patriótico, por ejemplo, comienza con una invocación a la guitarra, quien será su compañera a la hora de interpretar lo que ha sido escrito:

“No me negués este día,
Cuerditas vuestro favor
Y cantaré en el Cielito
De Maipú la grande acción.”


Esa invitación inicial da pie a las intenciones del vate: el registro de una batalla, concretamente el enfrentamiento entre las fuerzas patrióticas argentino-chilenas y el ejército realista, ocurrido el 5 de abril de 1818 en el Valle de Maipo, cerca de Santiago de Chile, y que contribuyó, en gran medida, a la independencia de Chile de la Corona Española. En las treinta y cinco estrofas que siguen, Bartolomé Hidalgo se dedica a narrar diversos episodios de la contienda y, de paso, reflexiona sobre el poder de los ejércitos, las estrategias empleadas por cada bando y se detiene en el grupo humano que él mismo integra a las órdenes del General José de San Martín:

“En el paraje mentao
Que llaman Cancha Rayada
El General San Martín
Llegó con la grande armada.

Cielito, cielo que sí,
Era la gente lucida
Y todos mozos amargos
Para hacer una embestida”


En sus versos, Bartolomé Hidalgo no cae en la exaltación fanática de los líderes patrióticos (San Martín, Artigas) y cuando deja aflorar cierto sentimiento de rebeldía es en función de la causa de la libertad que hermana a quienes luchan con quienes gozarán de ese beneficio:

“Viva nuestra Libertad
Y el General San Martín
Y publíquelo la fama
Con su sonoro clarín”


El registro de acciones concretas de la batalla es lo que le da más vivacidad al extenso poema, formando un logrado equilibrio entre las peripecias propias de un conflicto armado y la reflexión sobre los países que pelean. Al narrar esas acciones, se revela el poder de observación de Hidalgo (de primera mano ya que no hay que olvidar que, en definitiva, él es un soldado más), además de la capacidad compositiva que logra resumir en cuatro versos una acción defensiva de alguna de las partes:

“Empiezan a menear bala
Los godos con los cañones
Y al humo ya se metieron
Todos nuestros batallones”
………………………….
“Peleó con mucho coraje
La soldadesca de España,
Habían sido guapos viejos
Pero no por la mañana.

“Cielo, cielito que sí,
La sangre, amigo, corría
A juntarse con el agua
Que del arroyó salía”

Al avanzar en el registro, el Cielito Patriótico va uniendo imágenes de la contienda y en su montaje presenta una suerte de amplia pintura de lo que debió ser la Batalla de Maipú. Cada viñeta narrada va tomando su lugar en el hipotético lienzo y, al acabar la lectura, tenemos delante una visión completa del campo de batalla que incluye a la disposición de los ejércitos, los accidentes naturales del terreno, el armamento empleado, el registro de las bajas de los dos bandos y hasta el propio cronista al que vemos integrando la acción y no privándose de cierto humor en el empleo de logradas comparaciones, como cuando dice:

“Cielito, cielo que sí
Hubo tajos que era risa,
A uno el lomo le pusieron
Como pliegues de camisa.”

Ese poder de registro preciso e inmediato de un hecho es lo que emparenta a Bartolomé Hidalgo con la obra posterior de los payadores y lo que lo ha llevado a ser considerado el Primer Payador. De hecho, en los fogones de Artigas, según crónicas de la época, Bartolomé Hidalgo se lucía pulsando la encordada y elevando versos repentistas ante un variado auditorio.
Desde su condición de poeta en tiempos difíciles, su innegable valentía al luchar contra el enemigo, su lucidez a la hora de componer cielitos y décimas y hasta en esa muerte rápida, en la plenitud de su vida, Bartolomé Hidalgo estaba llamado al bronce y al gesto fiero y congelado de todas las estatuas. Debajo del bronce, la piedra, el canon, la letra de molde, los homenajes y las recordaciones, late la voz del hombre. Una voz que, por una cuestión puramente tecnológica, no nos ha llegado pero que sentimos nítida y fuerte en esas pinturas escritas que son sus cielitos.


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(*) - Publicado originalmente en La Onda Digital el 13/07/2009.

jueves, 9 de julio de 2009

Una de Homero


En 1939 el poeta argentino Homero Manzi compuso la milonga Betinotti para homenajear al payador fallecido en 1915. Para conformar el triángulo perfecto, en el que cada vértice representa o destaca un elevado punto del Genio, unos años después, el inmeno cantor Ignacio Corsini grabó la milonga para regocijo dél público de la época y de futuros bloggers. Por un lado la pluma de Homero Manzi, siempre certera, siempre sentimental pero no sentimentaloide; por el otro, la figura evocada del payador legendario, una suerte de personaje de leyenda a la altura de Gabino Ezeiza o Néstor Feria y, finalmente, la voz perfecta de Corsini llevándola al disco o al éter o a dónde sea que van a parar lo que cantan los verdaderos cantores.


A continuación, Betinotti de Homero Manzi:


En el fondo de la noche
la barriada se entristece
cuando en la sombra se mece
el rumor de una canción.
Paisaje de barrio turbio
chapaleado por las chatas
que al son de cien serenatas
perfumó su corazón.


Mariposa de alas negras
volando en el callejón,
al rumorear la bordona
junto a la paz del malvón.
Y al evocar en la noche
voces que el tiempo llevó,
van surgiendo del olvido
las mentas del payador.


Estrofa de Betinotti
rezongando en las esquinas.
Tristezas de chamuchina
que jamás te olvidarán.
Angustias de novia ausente
y de madre abandonada
que se quedaron grabadas
en tu vals sentimental.


Y la noche de los barrios
prolongó un canto de amor
animando tu recuerdo
¡Betinotti, el Payador!

martes, 30 de junio de 2009

Evocación de Héctor Umpiérrez (*)


El pasado miércoles 24 de junio, el payador Héctor Umpiérrez cumplió 94 años. Con una lucidez envidiable, el viejo payador recibió en su casa a amigos y colegas que celebraron la constancia de una vida dedicada por completo al difícil arte de ensamblar estrofas improvisadas al ritmo de una guitarra. Umpiérrez es el último payador vivo de una generación de cultores del canto repentista que, a excepción de un puñado de programas radiales y una breve y discontinua bibliografía, se ha ido perdiendo, desdibujándose inevitablemente con el devenir de los años.
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El propio papel del payador en el desarrollo de la historia del Uruguay se remonta a la labor pionera de Bartolomé Hidalgo y Eusebio Valdenegro – suerte de cronistas o juglares del ciclo artiguista – y recorre la segunda mitad del siglo XlX (de forma algo errática y, debido a la ausencia de soporte tecnológico, imposible de registrar) para consolidarse definitivamente en el siglo XX. El arte de la payada define su alcance, temática y posicionamiento frente a la realidad del país y del mundo a lo largo de todo el territorio del Uruguay y Argentina, si bien es un fenómeno que también se genera en Brasil y Chile (bajo la forma de “paya”). En el Uruguay, un intento de índice de payadores debe incluir, necesariamente, nombres como Juan Pedro López, Ramón López, Florentino Callejas, Clodomiro Pérez, Braulio Césaro, Pelegrino Torres, Pedro Medina, Luis Alberto Martínez, Victoriano Nuñez, Omar Vallejo, Angel Orestes Giacoy, Pedro Leoni, Aramis Arellano, Carlos Molina, Raúl Montañez y, claro está, Héctor Umpiérrez. El nonagenario payador supo actuar (y en el contexto de una payada a contrapunto, actuar significa enfrentarse verbalmente con el otro) con la mayoría de los antes mencionado y, en el caso de Carlos Molina, el enfrentamiento trascendió el escenario y cambió guitarras por facones en un episodio que acabó con Umpiérrez al borde de la muerte. Es comprensible, entonces, que Héctor Umpiérrez se constituya en una suerte de Memoria Viva de la historia del arte payadoril a lo largo del siglo XX y, desde esa posición, además de “enfrentar” a duros oponentes, pudo ver como la disciplina profundiza en sus raíces, se volvía ideológicamente más compleja y, en las últimas décadas y en determinados espacios, mutaba en un arte “for export”, como a nivel más masivo ha ocurrido con el tango.


UNA ENTREVISTA
En enero del 2000, el autor de este artículo visitó al payador Héctor Umpiérrez en su casa “El Tacuaral”, cercana al río Santa Lucía, con motivo de una entrevista para un medio de prensa montevideano. Fue una jornada particular: entre los efluvios del alcohol y el asado que un amigo del dueño de casa diligentemente preparara, Umpiérrez ofició de Virgilio en un particular viaje hacia el pasado del arte payadoril. A continuación, algunos fragmentos de la entrevista en cuestión.

Si tuviera que explicarle a alguien que lo desconoce por completo quién es un payador, ¿qué le diría?
Le diría que el payador es un elemento capaz de decir cantando a cualquiera lo que no le diría hablando. Yo pertenezco a una pléyade de payadores muy distinta a la de ahora, porque antes las circunstancias eran otras. Hoy en día, todos los payadores poseen un gran refinamiento intelectual; a cualquiera de ellos que visites no podés entrar porque está lleno de libros. Y antes no había tiempo para esas cosas. Yo, nomás, soy analfabeto. Ahora, cuando vas a actuar a un lugar, estás anunciado por los medios de comunicación. Antes no era así. Llegabas a las pulperías de campo y daba la coincidencia de que había otros cantores para actuar primero y, de pronto, con unas copas de más, alguno de ellos se propasaba con el dueño, o con su señora, o con las hijas y ya no querían a los cantores por nada. Entonces vos, que no tenías más dinero y habías llegado hasta allí, no te podías ir y comenzabas a mirar la pared, los parejeros, buscando alguna cosa para encontrar la debilidad del hombre y comenzar a improvisar a favor de él y el hombre se convencía que eras diferente a los demás y te permitía quedarse. Llegaban las nueve de la noche, la gente jugaba al truco y vos tenías que hacer plata. ¿Y cómo hacías? Venías junto a los truqueros que estaban jugando y comenzaas a mirarle las manos; si las tenía sucias de cal era albañil, si tenía un callo en un pulgar era tambero. Entonces subías al escenario y comenzabas a cantar sobre el tambero y el albañil que había hecho tantas casas y, tal vez no tenía una para él. Y así comenzabas a tocarle el alma y se daban vuelta de la mesa para escucharte. Primero tenías que ganarle el aplauso y después el peso para seguir andando. Entonces tenías que tener un gran poder psicológico, lo que no ocurre ahora. Antes el payador cantaba para la gente; los payadores de ahora cantan para los payadores. Todos quieren asombrar con sus metáforas, con lo mucho que han leído. Todos quieren ser maestros pero no vale eso. ¿Por qué de que sirve que yo venga acá y te hable de la historia del mundo y te asombre con lo que sé pero no hable nada de vos. En cambio, si yo te devuelvo tu vida hecha verso, si le canto a tu sacrificio, a tu lucha, a tus cosas, vos me das hasta el alma. Esa es la diferencia.

¿Cómo fueron sus inicios?
Esto de ser payador me lo despertó la sensibilidad. Yo soy canceriano, soy extremadamente sensible, todo llega a mi corazón. Mi padre murió a los 25 años y, siete años después, mi madre se volvió a casar y yo conocí al hermano de mi padrastro, un hombre muy bueno. Ese tío nos hablaba, a mi hermana y a mí, del amor, la vida y también nos imitaba el canto de los pájaros. Yo pensaba: “¡Que lindo sería en la vida decirle a la gente cantando todas estas cosas!”. Desde que tengo 21 años, nunca supe hacer otra cosa que andar siempre con mi guitarra y en contacto con el campo, con el yeguarizo y, principalmente, con el hombre jinete. Además, siempre pensé que esto de improvisar es como un don. Parece muy fácil pero no lo es. Fernán Silva Valdés decía que él, que era el mejor poeta nativo, quería improvisar y no podía.

Un episodio fundamental en su vida y en su obra fue el viaje que emprendió, en 1978, hacia Paraguay siguiendo el camino que realizó Artigas en su exilio voluntario. ¿Cómo lo recuerda?
Partimos en un grupo que se llamaba “La Patrulla Oriental” y cuando llegamos al sitio (en Paraguay) donde Artigas vivió 25 años como chacarero, descubrimos que el avance de la selva ha borrado todo vestigio y sólo queda un montículo de tierra que, se supone, serían las paredes del rancho y un hundimiento en redondo en el suelo, sería el pozo. Pero hay dos troncos inmensos, de ñandubay o de lapacho, que están cortados y que son de la época porque los tocás y se hacen harina entre los dedos. Y hay un naranjero inmenso como un ombú que dicen que son rebrotes de aquel tiempo. En este momento, si llevan a un hombre y lo dejan solo en ese sitio, se muere por el calor, los mosquitos y porque todavía hay tigres. En ese lugar, Artigas se te cala hasta los huesos. Y por eso escribí:

Cuando fuimos al paraje
-Paraje Curuguatí-
Todo tenía para mí
Del Jefe Oriental la imagen.
La encontraba en el ramaje
De la añosa selva amiga,
Aquella selva que abriga
Recuerdos que veneramos.
Los patrulleros besamos
La tierra que araba Artigas.

Guarda el sitio montaraz
Dos troncos semiocultos
Como muertos sin sepulcros
De quién sabe cuanto atrás
Son vestigios nada más,
Vestigios de antigua ruina,
Por su cáscara cetrina
Que al tocarlo se hace migas,
Seguro que han visto a Artigas
Amarguiando con Ansina.

Nuestras voces adquirían
Un tono particular
Para no deshabitar
El silencio que allí había.
Dos naranjeros tenía
Un tamaño extraordinario
Por mi patrio relicario
Un gajito les corté;
Por oriental profané
El selvático santuario.

Usted conoció y actuó con los viejos payadores como Luis Alberto Martínez, Clodomiro Pérez, Pedro Medina y Juan Pedro López. ¿Cuánto los marcaron en su carrera y de quiénes reconoce influencias?
Mi maestro fue Juan Pedro López. La primera vez que canté con él –yo era muy joven- fue en mi barrio y después de actuar uno del público me gritó: “¿Qué hacés che? ¿Te pusiste de payador? Este es un carnicero. Yo lo conozco. Es un carnicero que se puso de payador.”. Y Juan Pedro, cuando lo escuchó, lo llamó y le dijo: “Venga, amigo, escuche. Usted está confundido. Este no es un carnicero que se puso de payador. Era un payador que estaba de carnicero” (Risas).

¿Se anima a improvisar algún verso para esta ocasión?
Mirá…Soy payador
De viejo cuño uruguayo
Pero hermano, si me hallo
Sin mi sonoro instrumento
Inofensivo me siento
Como un pampa sin caballo.

Y ahora que estoy viejo, por entregar las lonjas, siempre digo que:

Parado en la sobretarde espero caiga mi noche
Que ha de ser cuando la prensa, en viejas letras de molde
Publique la fin la noticia, con mi foto y con mi nombre:
“Se fue un viejo payador para ese pao de donde
No se vuelve con la piedra que hacia el vacíos e arroje”

Y empezarán mis recuerdos y mis versos como hojas
A rodar de pago en pago, donde tanto se me nombra.
Y no faltará el colega que repitiendo mis coplas
Llevará el recuerdo mío rodando de doma en doma.
No me han de dejar morir los que repitan mis cosas.
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(*) - Publicado originalmente en La Onda Digital, el 29/06/2009.