viernes, 12 de diciembre de 2008

Ungaretti se vuelve poeta


Guardia es uno de los primeros poemas de Giuseppe Ungaretti, una pieza mínima, construida con una envidiable economía de palabras y recursos formales y que, en lo temático, antecede las grandes ideas que atravesarán el resto de su obra, no demasiado extensa, justo es decirlo.
En Guardia, un joven Ungaretti, soldado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, asiste al horror de la confrontación y de la sangre. Emocionalmente destrozado por la brutalidad de sus superiores, el hambre, el frío y las alimañas; con los nervios carcomidos por el constante detonar de los cañones, los gritos de dolor de compañeros y enemigos, el joven Ungaretti pasará una de las noches más largas de su vida. Es la noche en que el equivocado Ungaretti soldado se convertirá en el Ungaretti poeta para beneficio de la industria armamentísitca europea y de un séquito limitado de lectores fieles hasta las vísceras.
A continuación, Guardia de Giuseppe Ungaretti en traducción de Oreste Frattoni:

Guardia
Cima Quattro, 23 de diciembre de 1915

Una noche entera
echado junto
a un camarada muerto
su boca
gruñona
vuelta hacia la luna llena
la hinchazón
de sus manos
penetrando
en mi silencio
he escrito
cartas llenas de amor.

Nunca me he asido
tan
firmemente a la vida.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Ruidos molestos



De los cinco títulos que componen la novelística de Antonio Di Benedetto, El silenciero es la obra más breve y la que mejor muestra su particular sistema de escritura. Lejos, y necesariamente cerca, de la experimentación de Annabella (1955), la contundencia narrativa y el preciosismo idiomático de Zama (1956), la relectura y desmitificación de un tópico existencialista de Los suicidas (1969) y el registro onírico (y que algunos críticos han visto como el resultado de los estragos de una temprana demencia senil) de Sombras, nada más... (1985), El Silenciero - reeditada en España como El hacedor de silencios - oficia como una tarjeta de presentación al universo único del escritor mendocino.
La posición de Antonio Di Benedetto dentro de la literatura argentina es por demás incómoda y, en determinados casos, molesta. Imposible de ser atado a una corriente determinada, una escuela estilística e, incluso, imposible de atrapar dentro de una estructura ideológica para comodidad de críticos y reseñistas, la obra de Di Benedetto se cierne como un fantasma apacible pero difícil de evitar. Precursor involuntario del noveau roman y del objetivismo (su cuento Declinación y ángel se anticipa a varios textos de Alain Robbe-Grillet), periodista de éxito capaz de cubrir con envidiable rigor informativo la revolución emprendida por el general Barrientos contra el presidente Paz Estensoro en Bolivia como una excelente entrevista a la actriz Lila Kedrova y agudo crítico y observador de la realidad literaria local (con sus rencillas, parcelas gobernadas por literatos ilustres y nombres consagrados), Antonio Di Benedetto fue una víctima más del gobierno de facto. Detenido en 1976, cuando ejercía el cargo de subdirector del periódico Los Andes, Di Benedetto permaneció un año y medio en prisión sin que nadie le explicara, a ciencia cierta, porqué fue detenido. Víctima de las peores aberraciones, sometido a varios simulacros de fusilamiento y severas golpizas, el hombre que emergió de la cárcel nunca superó aquel duro trance. Al fallecer, el 10 de octubre de 1986, a los 64 años de edad, parecía un anciano que superaba con creces los ochenta. Su muerte, claro está, pasó desapercibida como la mayor parte de su vida. Tiempo después vinieron los homenajes, las reediciones, la inclusión en antologías, etc. En definitiva, la historia harto conocida.
El silenciero es la historia de un hombre que no soporta el ruido. Vive en una ciudad industrial, aquejada por una constante contaminación sonora y en la que, la consagración a una actividad tan solitaria como la escritura, parece imposible. A lo largo del libro, el protagonista irá confeccionando diferentes sistemas para enfrentar la ola de ruido, siendo empujado, en su desmesurada lucha, hacia los brazos de la locura. A medida que el relato avanza, el personaje se va dando cuenta de que su lucha es una batalla perdida; el mundo está regido por el ruido y es imposible alcanzar la paz primigenia: "Creía - cosas leídas - que la eternidad era el encadenamiento sin fin de los instantes. En las horas contemplativas de la adolescencia, ellos se me hacían visibles como delgadas láminas circulares, o grageas muy chatas, de pulidas superficies doradas. Caían una a una, pero nunca se agotaba la continuidad; era la comunicación con el infinito, y cada disco resultaba magnífico por sí solo." La aversión lo distancia de sus semejantes y hasta una frase escuchada al pasar termina hiriéndolo: "Las frases vulgares, cuando se me echan encima, me hacen temer a quien las pronuncia. Me sugieren que detrás de ellas no hay razonamiento." Entre el combate contra el ejército de ruidos, una historia de amor regida por la misma lucha y el progresivo descreimiento en la raza humana, el personaje escritor determina su propia lejanía de cualquier círculo literario: "Mi convicción de que puedo escribir no presupone trato alguno con escritores, sólo con libros. En el colegio lo era un profesor de literatura, que no llegó a reconocerme. En el barrio que habité antes parecía ser como los demás un señor de melena canosa y asentada. Después de dejar esa calle, vi su foto en una revista y era el poeta Nº 3. El Viceprimer Novelista estuvo una vez en esa mesa de ahí. la guía de conferencias de los diarios me ha orientado para integrar la transitoria grey oyente de media docena de autores nacionales. Pero nada más."
En El silenciero, Antonio Di Benedetto ofrece una desviación de las normas que rigen la vida moderna; el combate del genio creador contra las adversidades del universo mundano y la certeza incuestionable de que el pequeño SIEMPRE terminará doblegado por las gigantes. El combate al ruido del personaje sin nombre de esta novela sabe que su lucha está perdida de antemano y que no basta con clausurar un taller mecánico para descontaminar el oído. El silenciero lucha con la visión de una derrota en su horizonte pero haciendo suyas las palabras del gran Claudio Martínez Paiva: "Que te hallen caído, pero hecho pedazos."

sábado, 11 de octubre de 2008

Thomas M. Disch y los días por venir


DIA DE LA INDEPENDENCIA
4 de julio de 2008. El viejo que camina con la bolsa de supermercado por la acera desolada, en realidad, no es tan viejo. Su vejez se ha acelerado notoriamente y sus sesenta y ocho años se han vuelto más de ochenta. Una serie de calamidades han encorvado su cuerpo - una masa gigantesca que supera con creces los cien kilos - y lo han vuelto mucho más serio y más callado. La muerte del hombre con quien vivió varias décadas, el incendio de su apartamento y la pérdida total de su frondosa biblioteca son los responsables de su acelerada vejez. Cada día, deja su pieza y camina por las calles cercanas con desazón, pateando algún residuo y contemplando las complejas formas de las nubes que atraviesan el cielo de Nueva York, una ciudad fragmentada que algún día imaginó y en la que colocó a algunos de sus personajes. Cada día, camina hacia el mercadillo de los japoneses dos cuadras más abajo, compra el diario frente a la estación del subte y, generalmente, cruza hacia la casa de videojuegos en mitad de la manzana, se sienta frente a una computadora y actualiza su blog. En la última entrada - escrita del 2 de julio - se lee: "Estoy asombrado por cómo ha subido el precio de un almuerzo económico. La televisión ofrece una porción de pizza a cinco dólares como algo natural. No veo cómo un adolescente puede alimentarse con esos precios, salvo que venda droga". Luego de escribir su último texto - que parecía adelantar la crisis económica que unos meses después se cebaría con el país y con el mundo entero - volvió a su apartamento. Al abrir, encontró debajo de la puerta una nueva nota del casero amenazándolo con desahuciarlo.
El último día de la independecia de Estados Unidos, el avejentado hombre gordo no salió del apartamento. Escuchó los ecos de una banda militar en una plaza cercana, escuchó a la gente pasando por la calle, escuchó algún grito, sirenas y unos disparos que terminó identificando como fuegos artificiales. Después, buscó el pequeño revolver que guardaba en un cajón de su escritorio y se disparó un tiro en la cabeza.
El suicida se llamaba Thomas Michael Disch y es uno de los escritores más importantes de la narrativa norteamericana, sitial al que accedió con una obra densa, de no fácil aceso pero iluminadora en más de un sentido. Si bien muchos reseñistas lo han relegado a un rincón de la ciencia ficción - la CF blanda o la "new age" - Disch fue mucho más que un autor de libros del género; pateó el tablero del rubro de las invasiones extraterrestres con Los genocidas, donde una gigantescas plantas cosechadas por habitantes de otro planeta dominan la tierra; escribió sobre los experimentos alucinógenos en el seno de una tecnocracia militar en Campo de concentración y reelaboró el trillado tema de los viajes espaciales con Eco alrededor de sus huesos. A años luz de Heinlen y de Asimov, más cercano al primer J.G. Ballard y al último Phillip K. Dick, Thomas M. Disch no es un autor demasiado leído e incluso, dentro de la propia ciencia ficción, suele ser bastante ninguneado. Situación que debía importarle bien poco y que, en Campo de concentración, resumió: "Todos están patéticamente enterados de lo corto que es su tiempo. Todos pueden ver la flecha del Tiempo vibrando en su blanco".

EL EDIFICIO
334 es la obra cumbre de Thomas M. Disch; el libro con el que se distancia de cualquier corriente dentro de la ciencia ficción y con el que funda su propio país dentro del género. Escrita en 1972, 334 es la historia de un puñado de personajes que habitan el edificio del título en la Nueva York del año 2021. No hay viajes espaciales allí, ni complejos sistemas virtuales y hasta los propios adelantos tecnológicos no parecen ser nada del otro mundo. Disch cuenta el día a día de esas personas, analiza sus pequeños conflictos cotidianos, sus miserias y sus virtudes. Los ecos de un estado policíaco se pueden atisbar en el ambiente; la descendencia está controlada por un test al que deben someterse todas las personas interesadas en tener hijos y la televisión que ven los personajes es el perfeccionamiento de la actual basura que prolifera en la pantalla chica. Para superar sus problemas, la gente recurre al psicoanálisis o al consumo de un arsenal de drogas, particularmente la morbihanina, un potente regulador de los sueños que permite acceder a un universo controlado por las propias reglas del que lo imagina, determinando así el control del libre albedrío. En el relato La vida cotidiana en los últimos tiempos del Imperio Romano, un ama de casa vive dos existencias: como anodina empleada en una oficina estatal y como hija de un patricio romano en los años previos a la caída de la ciudad. "Quien toma Morbihanina descubre que una vez transcurrido el período inicial de 'ajuste' el paisaje en el que habita no resulta mucho más maleable que el del mundo cotidiano, pero es consciente de que incluso el acto más insignificante que lleve a cabo dentro de ese paisaje es una elección libre y espontánea determinada por su libertad. La Morbihanina hizo posible soñar de una forma responsable". Thomas M. Disch no vivió para contemplar su Nueva York imaginada en la tercera década del presente siglo pero se valió de un sucedáneo de la Morbihanina para regular su destino y escribir su propio y radical final.

martes, 30 de septiembre de 2008

Apuntes para una autobiografía (*)



Del escritor Roberto Bolaño mucho se ha escrito. Tras su muerte, en julio de 2003, proliferaron los ensayos, las reseñas, los seminarios, las críticas, las exaltaciones de todo tipo. Kilómetros y más kilómetros de tinta real y virtual, la necesidad imperiosa de convertirlo en la Voz de la literatura latinoamericana y el faro y luz al que se dirigen, y que alumbra, los jóvenes escritores en lengua española. Toda esa magnitud, todo ese intento sostenido, se presenta innecesario ante la contundencia de una voz única. En sus cincuenta años de vida, Bolaño se las ingenió para crear una obra intensa y particularmente coherente; una obra tan personal que los intentos por imitarla suenan, necesariamente, ridículos.

Un capítulo aparte, lo constituyen las ediciones post mortem; una mezcla de rescate del olvido y voracidad económica por presentarle al público una serie de obras inconclusas o que, en vida, Bolaño se hubiera cuidad mucho de publicar. Afortunadamente, dentro de ese movimiento editorial, dirigido por el crítico Ignacio Echeverría y el director de la editorial Anagrama, Jorge Herralde, han surgido algunos aciertos. El primero fue la publicación de la monumental novela 2666, texto que Bolaño estaba a punto de terminar cuando su hígado le falló irremediablemente. Contra la orden expresa del autor de publicar el texto dividido en cinco secciones (cinco libros) para que las regalías pudieran beneficiar a su familia durante los años posteriores a su muerte, Echeverría y Herralde optaron por editar la novela en su integridad, un sólido bloque que supera con creces las mil páginas y se constituye, por el alcance argumental, la estructura y la solidez narrativa, en el mejor texto del escritor chileno.

De esa lista de libros póstumos, uno de los más ambiguos e inquietantes se llama Entre paréntesis, publicado por Anagrama en junio de 2004 y que ya va por su cuarta edición. Entre paréntesis es un libro que Bolaño nunca hubiera publicado; primero, por su carácter fragmentado y heterogéneo en los registros que alcanza(1) y, en segundo término, por que es lo más cercano a una autobiografía, escritura despreciada por el autor. Sobre el género, escribe en un pasaje de Entre...Pocas son las autobiografías realmente memorables. En Latinoamérica, probablemente ninguna. En estos días ha salido el primer tomo de las memorias de García Márquez. Todavía no lo he leído, pero se me ponen los pelos de punta sólo de imaginar lo que allí ha escrito nuestro premio Nóbel. Más aún cuando lo imagino luchando contra su enfermedad, sacando fuerzas de donde ya quedan pocas fuerzas, y sólo para realizar un ejercicio de melancolía y de ombliguismo.”(2)

Roberto Bolaño, que se valió de las peripecias de su propia vida (vagabundo en México, vendedor de bijouterie en la Costa Brava española, guardián de un camping en un balneario de Barcelona, escritor desconocido ganando ignotos concursos literarios provincianos) nunca se había presentado tan expuesto como en Entre paréntesis. El volumen recoge todos los trabajos publicados por Bolaño en la prensa escrita, particularmente en el periódico chileno Las últimas noticias y en el Diari de Girona. Se trata de textos breves, que no pueden ser llamados periodísticos y que están a medio camino entre la reseña y el ensayo. En esa secuencia de textos, Bolaño escribe sobre una infinidad de temas, generalmente de alcance literario pero también sobre viajes, pintura e, inclusive, sobre algunos de sus vecinos en el pequeño pueblo de Blanes. Las sombras tutelares de los poetas Nicanor Parra y Enrique Lihn sobrevuelan su abordaje a la poesía chilena y, en el apartado de gustos literarios, Bolaño escribe desde su admiración por Philip K. Dick hasta el escritor Rodolfo Wilcock, cuya obra La sinagoga de los iconoclastas adelanta, en su estructura superpuesta y su modelo literario, a La literatura nazi en América.

Pese al orden impuesto por Echeverría en la edición, por momentos, Entre paréntesis se vuelve repetitivo y poco sincero. Por ejemplo, sorprende la variedad de elogios que Bolaño le dedica a escritores que publican en Anagrama (casa editorial que, a excepción de La literatura nazi ha publicado toda su obra) o las opiniones encontradas que, en diferentes textos, sostiene sobre un mismo escritor, tal es el caso del argentino César Aira(3). A pesar de esos desmanes, Bolaño no deja de aportar lucidez y una visión privilegiada sobre el complejo fenómeno literario. Su análisis sobre la literatura argentina, exento de academicismos y ajeno a cualquier corriente o teoría, es un auténtico trabajo de cirujano sobre uno de los fenómenos más complejos de la literatura en español. A partir de tres ejes opuestos y excluyentes – Jorge Luis Borges, Roberto Arlt y Osvaldo Lamborghini – Bolaño construye una suerte de constelación poblada de estrellas luminosas y satélites menores(4).

En las paginas que el escritor dedica a hablar de sus lecturas, a narrar las peripecias detectivescas que emplea para hacerse con un determinado volumen y en las sensaciones físicas que el contacto con una obra le merecen (desde el estremecimiento hasta el vómito), aparece un personaje que es, en definitiva, quién marca la cadencia de este libro ambiguo y desconcertante: Roberto Bolaño lector. En entrevistas, conferencias y hasta en alguno de los textos incluidos en Entre paréntesis, el escritor chileno se empeñó en destacar el rol del lector por sobre el de su proveedor, el escritor. En él mismo combatían los dos seres, como una versión sedentaria de la lucha entre Jekyll y Hyde o, como escribiera en un pasaje de 2666: “La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas de un hombre que escribe no hay nada.”

(1) – El carácter heterogéneo y la variedad de registros, dos marcas de fábrica de la literatura de Bolaño, expuestas magistralmente en las novelas Los detectives salvajes y La literatura nazi en América, no funcionan en Entre paréntesis por dos razones: la ausencia del autor ordenando el material y el origen de los textos que va desde reseñas literarias hasta la lectura de un pregón en el pueblo costero de Blanes.
(2) – Roberto Bolaño. “Autobiografías: Amis y Ellroy”, en Entre Paréntesis (Anagrama, 2004). pp. 205-207
(3) – Cesar Aira pasa de contar con “una prosa que en su deriva neovanguardista y rousseliana (y absolutamente acrítica) la mayor parte de las veces sólo es aburrida” (pg.30) a convertirse en “increible” y “uno de los tres o cuatro mejores escritores de hoy en lengua española” (pg, 137).
(4) – Roberto Bolaño. “Derivas de la pesada”, en Entre paréntesis (Anagrama, 2004). pp 23-30


(*) - Publicado originalmente en La Onda Digital (Nº 409, 30/09/2008)

domingo, 28 de septiembre de 2008

Poeta de tierra adentro (*)



Este año, San José celebra el centenario de su poeta más ilustre; un antiguo peón de estancia que, como nadie, describió en sus versos la realidad del hombre de campo, los vastos paisajes del interior uruguayo y, por sobretodo, la misteriosa relación que une al ser humano con la tierra que pisa y las estrellas que contempla.

Wenceslao Varela sabía de miserias y privaciones forjadas en los ranchos de terrón y en los galpones de estancia pero, también, conocía el encanto de esas mansas lluvias de enero cayendo sobre los campos o la sensación de inmensidad que trasmite un cielo profundamente estrellado. Se valió de su pluma para convertir tales sensaciones en versos que sobreviven en el repertorio de eso que algunos llaman “poesía nativa” o “folklore”, rótulos por demás vagos e incapaces de definir una obra. Su condición de hombre del interior, su escasa instrucción y su probada bohemia, lo mantuvieron- y lo mantienen – relegado del canon literario uruguayo. Sus textos no integran antologías de poetas nacionales, sus obras son imposibles de conseguir en librerías céntricas y su nombre suena extraño para los medios de prensa o la Academia. El parnaso local prefiere destacar la obra de poetas más universales y “comprometidos” (hay algunos, cuyos libros expuestos en vidrieras, semejan la exhibición de productos en serie) y, por vía del merchandasing y la sobreexposición, elevar una obra relegando a otras. Esto, que puede sonar a queja, no es más que una mera constatación de una realidad; el propio derrotero bibliográfico de Wenceslao Varela sirve para ilustrarlo sin lugar a dudas.

Los años que Wenceslao Varela le dedicó a la doma de potros y la conducción de bovinos por tortuosos caminos de tropas, no le impidieron forjar una obra tan personal y tan vasta como inútiles fueron los intentos contemporáneos de imitarla. Varela perfeccionó una técnica derivada de los payadores (expuesta en la pluma de bardos como Juan Pedro López, Pelegrino Torres o Héctor Umpiérrez) que consiste en, mediante la narración de una anécdota o relato, describir y analizar el carácter del ser humano. Sus herramientas son las de un narrador (en el sentido literal del término) aunque opte por la composición lírica para desarrollar su creación. Como poeta, Wenceslao Varela abordó desde la décima (composición en diez versos con rima consonante) hasta el soneto (composición de origen italiano distribuida en dos cuartetos y dos tercetos), como es el caso de su obra Noche de Reyes:

Era noche de Reyes, serenatas;
del rastrojo brotaba calor de fuego.
“Si usted me da permiso, patrón, mas luego
Voy a dejar afuera las alpargatas”.

Y al abrirse la aurora del día siguiente
el niño que en la noche soñara tanto,
enjugando en sus ojos tímido llanto,
las levantó vacías, tímidamente,

Y habló el torvo labriego sin ilusiones,
que había arado una vida sin camellones
“Andá, muchacho bobo, traime los gueyes,
que aquí cain comisarios por mas galones
y estancieros que buscan pionas y piones
pero no he visto nunca los santos Reyes”


La difusión que ha tenido su obra (en formato musical) se debe, en gran parte, a la labor de Santiago Chalar (1941-1994) quien supo musicalizar e interpretar varias de sus composiciones(1). La comunión de Wenceslao Varela con el hombre de campo (sus dichos, costumbres, virtudes y defectos) debe ser leída como una suerte de veneración forjada en la cercanía existencial y física a su realidad y no como un rito patriótico y de carácter nacionalista(2). Varela construyó en sus libros (Diez años sobre el recado, Candiles, De mis yuyos, etc) una poética tan personal como imposible de rastrear en la obra de sus predecesores; hurgó en los sentimientos de sus personajes para describirlos en todas sus contradicciones y elaboró detalladas estampas que, tras una aparente economía de recursos, describen toda una vida. Como ilustración de esta cualidad, valga la siguiente estrofa de su extenso poema Una carrera:

Si el diablo hubiera venido
luciendo el poncho escarlata,
pa´ pararlo al pago a plata,
al diablo me hubiera vendido.
Jugador de talla he sido
y no pierdo la cabeza;
y aunque con mucha entereza
soporté muchas topadas,
nunca sentí tan pesada
sobre el alma la pobreza.


La variedad de temas y situaciones que fue construyendo en su obra constituyen originales argumentos de carácter cinematográfico. En Ida, el paisano que viaja al pueblo con la misión de comprar medicamentos para un hijo enfermo, es distraído por un local de apuestas o “timba”, donde apostará hasta el dinero para los remedios. En Fidel, el narrador nos cuenta su tragedia: al despertarse de madrugada sintiendo el ladrido de los perros, descubre a su amigo robando carne y, ante el susto de este, no le queda otra opción que defenderse de su ataque y darle muerte. En Cardozo, Varela describe las proporciones de un incendio que se ha apoderado del campo y al que sólo el coraje de un hombre (considerado un cobarde en la zona) le hará frente. En este poema, como en muchos otros, Wenceslao Varela se vale de una figura constante en su obra: la descripción de fenómenos naturales o entes materiales (vientos, corrientes de agua, ranchos, montes) a través de características humanas; como si en la simbiosis de ambos elementos, el propio concepto de hombre se desdibujara volviéndose aún más extraño al posicionarse sobre la tierra. Un ejemplo de lo anterior es un pasaje de su obra Mi rancho:

Él es bueno de adentro hasta la puerta,
humanitario de la puerta adentro.
Ajuera es otra cosa: punta y filo;
hurañez madurada a sol de invierno.


La vida de Wenceslao Varela refleja una constante evidenciada en varios creadores; el silencio que pareció cubrir su obra tras su muerte (ocurrida el 25 de enero de 1997, exactamente cincuenta y dos años después que otro poeta olvidado, Juan Pedro López) ha sido roto este año en que, su San José natal, lo celebra con recitales, exposiciones y un intento por volver a colocarlo en el mapa del arte y la cultura uruguaya.


(1) – En 1990, Santiago Chalar y Wenceslao Varela grabaron el disco El fogón de Wenceslao Varela, un repaso por varios puntos destacados de la obra del poeta maragato donde, el propio Varela, recita sus versos con envidiable memoria (superaba los ochenta años) mientras que Chalar, con su guitarra, le brinda el marco musical.
(2) – La figura del gaucho se ha prestado a toda suerte de lecturas que van desde la mera caricaturización hasta la conversión de su estampa en una especie de figura legendaria. Así como la burla permite su reducción a un bruto que habla mal y se viste con un ropaje ridículo (visión torpe y por demás ignorante de la moda gauchesca), la elevación mítica lo convierte en una suerte de personaje tradicional. Ambas visiones son peligrosas y terminan desdibujando al fenómeno real: surgido en los albores de la Banda Oriental, el gaucho desaparece con el alambramiento de los campos en las últimas décadas del siglo XlX. Aunque su estirpe sigue viva en el interior del Uruguay (particularmente en la vestimenta, ciertas costumbres campesinas y en la Semana Criolla de la Rural del Prado de Montevideo), nada tienen que ver algunos personajes que visten como gauchos (bombacha, chiripá, rastra y sombrero) pero que llevan celular en el cinto y toman mate auxiliados por un termo. El aggioramiento también tiene sus límites.


(*) - Publicado originalmente en La Onda Digital (Nº 402, 12/08/2008) y reproducido con permiso en Hoy Canelones (18/09/2008)

viernes, 26 de septiembre de 2008

Alrededor de un género



El escritor Juan José Saer no se explicaba el ardor que Arturo Pérez-Reverte genera en tantos lectores con sus novelas de aventuras, específicamente con la saga del Capitán Alatriste. "Pretende escribir novelas de aventuras ahora, con los mecanismos más baratos de la novela de aventuras del siglo XlX, que ya en aquella época habían sido excedidos con otros mecanismos propios del género, mucho más afinados", decía el argentino. El mismo modelo se aplicaba a Sthepen King quien, para Saer, utiliza "procedimientos totalmente chabacanos, complacientes." La tesis del autor de Glosa evidencia un estudio profundo de las raíces de la literatura popular: "Los grandes autores del género trabajan todo el tiempo en los márgenes, y finalmente amplían sus fronteras, introducen elementos nuevos."

En El enigma de París, Pablo de Santis se sumerge en un género ( la novela policial) a través de un subgénero (la variante del enigma, también llamada 'policial inglesa'). La tarea no es fácil si se quieren evadir todos los convencionalismos del género, a saber: detective tras las pistas, amplia lista de sospechosos, señas que apuntan a un personaje como responsable para terminar desenmascarando a otro, solución en las páginas finales, etc. De Santis opta por la tesis de Saer y aborda su historia desde el margen de su propia concepción literaria pero sin enmascararla en un género ajeno y, al mismo tiempo, sin traicionar los presupuestos de aquel. En El enigma... no hay un detective sino doce; no hay un muerto sino cuatro; no hay una habitación cerrada sino una ciudad cerrada (a saber, París a fines del siglo XlX, con la Torre Eiffel alzándose lentamente). Se le pueden perdonar al autor algunos devaneos filosóficos un poco forzados e, incluso, la inconsistencia de ciertos personajes; al fin y al cabo, fiel al género en que se enmarca, presenta determinados estereotipos que se redimen antes de convertirse en meras caricaturas. Tras un argumento policial, una París brumosa y traicionera, bajo la sombra de una torre llamada a celebrar el progreso de los hombres, De Santis escribe sobre el arte de pensar y también sobre la técnica, la magia y la capacidad para asombrarse.

martes, 2 de septiembre de 2008

Juan Filloy o la escritura como juego (*)



Cuando el escritor argentino Juan Filloy falleció, el 1 de marzo de 2000, la mayoría de los medios que cubrieron la noticia exaltaron datos superficiales de su existencia, pinceladas extraliterarias que poco tenían que ver con una vida dedicada a la literatura. Destacaron el hecho de haber sido una “persona de tres siglos” (nacido en Córdoba en 1894, Filloy atravesó la totalidad del siglo XX y transitó lúcidamente los albores de la nueva centuria), como una particularidad biográfica o hicieron hincapié en su propia longevidad como dato importante para destacar en el obituario. Pocos se dedicaron a resaltar su obra, la materia con que Filloy se había divertido y en la que se había ejercitado con el placer y el rigor de un competidor olímpico. Para él, la literatura había sido un juego. Un juego selecto, pasional y sublime.

Todos los juegos. El juego
Antes de convertirse en un escritor oculto (rescatado editorialmente por la popularidad que da la muerte), Juan Filloy se recibió de abogado en 1919, se desempeñó como Asesor Letrado en la ciudad de Río Cuarto (Córdoba) y llegó a ocupar la presidencia de la Cámara de Apelaciones. Tanto su formación profesional como su dedicación a la escritura fueron, según sus palabras, “una revancha a tantos siglos de analfabetismo familiar”. Pero, lo que surgió como un desafío a la brutalidad de sus antepasados, se convirtió con el tiempo en un viaje sin retorno al centro mismo de la lengua castellana. “Si tenemos un idioma de unas setenta mil palabras, ¿por qué nos vamos a conformar sólo con usar 800?”, se preguntaba.

Sus libros son auténticos muestrarios del alcance al que puede llegar el uso literario del idioma. Las cincuenta y cinco obras que escribió (muchas de ellas aguardan aún ser editadas) están construidas en base a una lógica rigurosa: el argumento, la historia que se cuenta, está supeditado al poder de las palabras. En muchos casos, sus novelas son largos diálogos entre personajes - cultos algunos, netamente ignorantes otros – cuyas ideas se expresan en una diversa gama de variantes y corrientes de pensamiento que encuentran, a cada paso, nuevas formas de utilizar la herramienta de la lengua. Así, en Caterva (1937), Filloy se vale de las peripecias que viven siete vagabundos que recorren la provincia de Córdoba montados en trenes de carga para plasmar una serie de ideas sobre el panorama político de la época. En Op Oloop (1934), considerada su novela más famosa, asistimos al cómputo demencial que el estadígrafo Optimus Oloop lleva de todas sus relaciones amorosas.

En ¡Estafen! (1932) se narra la aventura que vive un delicado estafador al ser encerrado en una cárcel de provincia. Desde la propia prisión se las ingeniará para seguir estafando a sus compañeros de infortunio y a los carceleros.
¡Estafen! ha sido reconocida, más allá de sus méritos argumentales, por contar con una especie de tratado sobre uno de los fenómenos del idioma que más atrajo a Filloy: la palindromía. El escritor cordobés se jactaba de haber batido el record en creación de palíndromos (frases que se leen con el mismo sentido en cualquier orden), superando a su antecesor el emperador Leon Vl de Bizancio, que llegó a publicar 27. Filloy, en cambio, escribió más de diez mil. Algunos ejemplos:
“Saco pesado te doy yo, de todas epocas
Alli sale don eleno de la silla
Oiras la flauta: mas ama tu al falsario”

No satisfecho aún con la elaboración de estos juegos idiomáticos, Juan Filloy compuso 900 sonetos, tantos como escribieron Góngora y Quevedo. Además, todos sus libros tienen títulos compuestos por siete letras (Caterva, Tal cual, Los Ochoa, Finesse, etc). Preguntado sobre el particular, su respuesta no fue otra que la estrategia de salida de cualquier juego de simulación: “Las ciencias de los números aconsejan sobre la calidad de cada número y al siete le atribuyen ventajas mágicas”.

Otros jugadores
Juan Filloy ha sido señalado como uno de los precedentes de la Noveau Roman y la ruptura con la tradicionalidad del relato y la novela decimonónica. Su aproximación lúdica a la escritura tiene mucho que ver con el Oulipo (Taller de Literatura Potencial), surgido en 1960 de la mano de Raymond Queneau. El escritor Georges Perec, íntimamente relacionado a la visión creativa de Filloy e integrante activo del Oulipo, realizó una encendida defensa del juego literario: “La historia literaria parece ignorar deliberadamente la escritura como práctica, como trabajo, como juego. Los artificios sistemáticos, los manierismos formales (lo que, en último análisis constituye Rabelais, Sterne, Roussel) son relegados a esos registros de manicomios literarios que son las ‘Curiosidades’: ‘Biblioteca divertida’, Entretenimiento filológicos’...”. El propio Perec se encargaría de contribuir a la causa que defendía con La disparition (1969), una novela de 312 páginas donde falta por completo la letra e (la vocal más común en el idioma francés).

El escritor guatemalteco Augusto Monterroso, autor del cuento más breve del mundo – “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”- refiere en su libro La letra E (1987), varios ejemplos donde la escritura permite el abierto juego con las palabras para goce propio de quien lo elabora y quien lo lee. Así, por ejemplo, invita a leer el primer verso de la Égloga Primera de Garcilaso de la Vega – “El dulce lamentar de dos pastores”- en su variante gastronómica: “El dulce lamen tarde dos pastores”.

La escritura en particular y la literatura en general habilitan cualquier aproximación desde el momento que trabajan con un ente flexible – la palabra -, cuyo sentido primigenio parece mutar con el devenir de las épocas y las sucesivas generaciones. Para ilustrar ésta tesis, bien vale un ejemplo también citado por Monterroso. Al cruzar, una noche oscura, por las inmediaciones de un cementerio, don Ramón de Valle Inclán fue sorprendido por unas sombras fantasmales que parecían cercarlo. A su mente, vino un verso de La Divina Comedia – “Ya seas sombra o seas hombre cierto” – que, en el temor del ataque y a modo de defensa, versionó de modo mucho más coloquial: “¿Sois almas en pena o sois hijos de puta?”.


(*) - Publicado originalmente en laondadigital.com (Nº 405, 02/09/2008)

lunes, 28 de julio de 2008

I'll Tell Them I Remember You

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Toda ficción – toda literatura – conlleva un componente autobiográfico que, en ocasiones, actúa como estímulo de la imaginación y, en otros casos, es un territorio abstracto, omnipresente; un territorio que debe leerse (interpretarse) con pericia de criptógrafo. Este axioma no es tan evidente para muchos escritores que suelen decir que construyen sus obras sin que las contamine una mácula de su peripecia personal. Declaraciones como “Con la autobiografía no se hace literatura” o “La ficción es terreno puramente de la imaginación. La vida del escritor no importa a la hora de desarrollar un argumento” pueblan centenas de entrevistas, farragosos párrafos ensayísticos o aburridas y extensas autobiografías. Aquel escritor que manifieste que su vida personal no se cruza en ningún punto con su obra es un redomado snob o miente como un bellaco.

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Claro, hay casos y casos. Muchos autores han construido su bibliografía pura y exclusivamente con los episodios de su existencia (un caso notorio pero, por su misma individualidad, ajeno a esta categorización, es el comentado en el post anterior), al punto de que es imposible saber donde termina lo vivido y donde comienza lo inventado. Viaje al final de la noche (Celine), Hollywood (Charles Bukowski), Historias de Pat Hobby (Scott Fitzgerald) son apenas tres ejemplos concretos de la narrativa del siglo XX donde se evidencia la tesis sostenida más arriba. La consigna es clara pero de una facilidad tramposa: ¿Cómo construir ficción desde la peripecia personal sin caer en el mero relato de la propia vida del escritor? Ejemplos hay muchos. A continuación, uno de ellos.

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I´ll tell them I remember you (Les diré que te recuerdo) es un libro escrito por William Peter Blatty en 1973, el mismo año que llegaba al cine El exorcista, adaptación fílmica de su novela más famosa. Sin sádicos demonios ni fervientes sacerdotes (elementos que poblarían su novelística posterior), Blatty nos cuenta en I´ll tell... la historia de su madre y de su propia niñez. Hijo de inmigrantes libaneses en pleno Manhattan, el pequeño William asiste anonadado a las aventuras de su madre en un entorno hostil (social e idiomáticamente) y repleto de personajes pintorescos (a años luz del color local). Las aventuras que emprende la madre del narrador van desde la evasión del contralor público para no pagar los boletos de sus hijos en el tranvía, el ataque a las asistentes sociales que quieren acortarle el cheque de beneficencia, desconociendo que su esposo la ha abandonado con cinco hijos a cargo y la maniobra para acercarse al presidente Franklin Delano Roosvelt - que se encuentra inaugurando una línea de subte en el barrio -, evadiendo su compleja red de seguridad para, instinto de madre protectora y de buena vecina, entregarle un bollón de jalea de membrillo casera. “Para cuando usted tener visitas”, le dice. Y el hombre más importante de Estados Unidos guarda el frasco, sonríe (pero sin burlarse) y le da las gracias.

jueves, 17 de julio de 2008

El amor corroe. Literalmente, corroe



La mujer está sentada en un amplio sillón que ha perdido su comodidad a medida que avanza la entrevista. A su lado, dos abogados intentan hacer entrar en razones al dueño de casa que, como un monolito, se muestra imperturbable. Nada de divorcio. Nada de querellas. Nada de divisiones legales, trámites, firma de documentos, cheques para los leguleyos. En un momento de la reunión, el dueño de casa se pone de pie, abandona el escritorio y avanza hacia el barcito dispuesto en un rincón. Simula servirse un whisky pero, en realidad, vierte en el vaso un ácido corrosivo. Con la falsa bebida en la mano, avanza hacia su esposa que quiere convertirse en su ex esposa. Cuando llega frente a ella, le arroja el contenido del vaso a la cara. Hay gritos, llantos, portazos, arrebatos, médicos que vienen, traslado a una clínica. El rostro de la mujer se ha convertido en una llaga deforme en el que apenas se vislumbran sus señas distintivas. No muere pero sufre indeciblemente y clama por una cura. Por la noche, el agresor se dispara un tiro en la sien, en el mismo apartamento donde unas horas antes atentó contra su esposa. Todo lo referido hasta aquí, ocurrió. Fue en Buenos Aires, el 16 de agosto de 1964. La crónica policial recogió el dato con todas sus ríspidas aristas y se centró, particularmente, en la historia de los dos protagonistas: Clotilde Sabattini y Raúl Barón Biza. Ella, una reputada educadora, hija del doctor Amadeo Sabattini, un referente de la Unión Cívica Radical. Él, uno de los personajes más excéntricos de la sociedad argentina del siglo XX: pornógrafo, financista de revoluciones, hacendado, escritor de panfletos y de novelas cargadas de clichés.
Con tan dramático hecho – leído por algunos como una desmesurada muestra de amor – Jorge Barón Biza, hijo de la pareja en cuestión, escribió El desierto y su semilla, una novela donde lo biográfico se vuelve argumento, la desesperación vivida se convierte en intriga y se diluyen (pese a un vago intento estructural) las fronteras entre ficción y realidad. El desierto... es la historia de Mario Gageac y su madre Eligia durante los años que le llevó a ésta recomponer su rostro en una clínica italiana. Escrita con una pseudoobjetividad (a pesar de la primera persona), la novela enfrenta a su personaje/autor con todos los miedos y demonios de su vida personal y su mapa familiar: Eligia, la madre orgullosa que, a pesar de la fealdad que la ha atrapado, no pierde su carácter y Arón, el padre, una figura por momentos difusa a la que el protagonista odia y admira en dosis similares. Cuando Mario llega a la casa deshabitada del padre, se encuentra con su imponente biblioteca personal y, al analizarla, descubre entre los tomos la compleja historia de su progenitor: “... había lecturas suficientes para varios años: pornografía kitsch francesa de los años veinte (encuadernaciones lujosas y dibujos pseudo históricos que recreaban Babilonia y Alejandría), colecciones de los años treinta de precarios diarios clandestinos antifascistas que el mismo Arón había dirigido contra las dictaduras, más Stirner, Papini y Lenin, más ejemplares autografiados de pésimos libros de importantes políticos de mi país, y también algo del habitual relumbrón de estanterías: los grandes filósofos, novelistas franceses del XlX y las obras que le habían regalado o compraba porque le atraía el título. Sumados, constituían una muestra de las contradicciones de Arón, con las que cada persona que lo conocía armaba el modelo de personaje que quería”. Al avanzar en su trabajo arqueológico en la biblioteca paterna, el protagonista encuentra viejos cuadernos de cuando él, el hijo, cursaba la primaria. Y ahí descubre otra seña de su padre: los cuadernos están llenos de correcciones muy posteriores a las fechas en que cursó los grados; la escritura infantil está atravesada de anotaciones del padre repletas de desprecio por el trabajo de su hijo.
Jorge Barón Biza escribió El desierto y su semilla cuando ya pasaba los cincuenta años. Fue su único libro si bien estuvo vinculado al mundo editorial (como traductor y escritor en negro) durante más de treinta años. Como a Horacio Quiroga, la tragedia lo acechaba en los recovecos del mapa familiar. Catorce años después del suicidio de su esposo, Clotilde Sabattini volvió al mismo edificio donde había sido agredida y se arrojó al vacío. En la introducción de El desierto..., Barón Biza escribió: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro a una habitación que está a más de tres pisos”.
El 9 de setiembre de 2001, alguien no cerró la ventana y el propio Jorge Barón Biza se arrojó desde el doceavo piso de un edificio en la ciudad de Córdoba.
Nota a la fotografía: Jorge Baron Biza, circa 1999.

domingo, 15 de junio de 2008

Un novelista en la sala de edición



Cierto sector de la crítica autodenominada “especializada” ha colocado a Manuel Puig en un sitio ambiguo dentro de la literatura argentina. A él se asocian términos como kitsch y melodrama y, ante la imposibilidad de fijarlo en un estilo o corriente, se recurre a su homosexualidad como fuerza catalizadora de su obra colocándolo, generalmente, a varios metros de distancia de esos mojones fundamentales, y estilísticamente opuestos, que son Jorge Luis Borges y Roberto Arlt. Cierto contacto con la sordidez y el lumpenaje, así como el empleo de expresiones artísticas de corte popular (el radioteatro, el bolero, etc) alejan a Puig de la ruta de Borges y lo acercan a Arlt. Lejos de dirimir esa contienda, la lectura actual de Manuel Puig muestra su poderío estético lejos del aire sociológico en que algunos manuales lo ubican.
Boquitas pintadas, su segunda novela, narra una historia que abarca treinta años y que se desarrolla entre Buenos Aires y el ficticio pueblo Coronel Vallejos (equivalente del natal General Villegas de Puig). Para narrar una historia de amor enmarcada en el recurrente sistema del triángulo amoroso (aunque, por momentos, la figura muta en cuadrado e incluso en pentágono), Puig se vale de un sistema multitextual que, en ningún momento, sacrifica la historia en función de su(s) canal(es) de expresión. En Boquitas pintadas, Manuel Puig utiliza los siguientes recursos narrativos:
- Cartas
- Álbumes de fotos
- Partes policiales
- Expedientes de juzgados
- Transcripciones de confesiones ante un cura
- Transcripciones de diálogos telefónicos
- Narración de argumentos de radioteatro
- Informes médicos
- Diarios íntimos
- Avisos fúnebres
- Correos de lectores
- Notas de prensa
- Apuntes en una agenda
- Referencias en almanaques
Con todos estos elementos, Puig confecciona un montaje lineal que, en ningún momento, cae en la experimentación ni en la acumulación heterogénea y fortuita. La imagen que trasmite la obra no es la de un editor con porciones de texto que utiliza su propio estilo para formar una novela sino la de un novelista que se cuela en la sala de edición y pergeña una novela brillante, un asunto ligeramente policial teñido por toques de novela rosa. Si bien Manuel Puig volvería sobre este recurso en obras posteriores (Pubis angelical, Maldición eterna a quien lea estas páginas y, muy especialmente, en Buenos Aires Affair), nunca como en Boquitas pintadas, destaca su estilo y su sólido pulso narrativo.

jueves, 29 de mayo de 2008

Esperanza López Mateos

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De todos los misterios que rodean a la Literatura, un capítulo especial (por su complejidad y su riqueza) merece la Literatura Mexicana. Y especialmente, la que conforman aquellos autores extranjeros que escribieron sobre México, que adoptaron su suelo y sus misterios como propios o que se mimetizaron de tal forma con su pasado y sus costumbres que leerlos no provoca el temor al cliché o el lugar común; escritores extranjeros que escribieron sobre México con respeto y conocimiento, no con la mirada puesta en la guía Michelin o las bondades del paquete turístico. Graham Greene, D. H. Lawrence y Malcom Lowry son tres ejemplos reconocidos por el alcance de su obra y los sitiales (opuestos sin enfrentarse) que ocupan dentro de la Literatura.
Con “El Poder y la Gloria”, Graham Greene construye un personaje tan poderoso que amenaza con tragarse la propia trama del libro; su sacerdote perseguido en el infierno de las selvas mexicanas es un bosquejo ante ese magnífico estudio político, cultural y demográfico llamado “Caminos sin ley”. En ese libro fundamental, a medio camino entre el diario de viaje y la crónica periodística, Greene observa a México y termina constatando una imponente realidad: la imposibilidad de entenderlo.
En “La serpiente emplumada”, D. H. Lawrence dispone de todos los elementos para convertir su libro en una aberración pseudofolklórica: las amplias haciendas, los toros, el machote mexicano, los sombreros charros, etc. Pero es la potencia de la pluma de Lawrence lo que evita hundir a sus personajes en el color local y el pintoresquismo para ofrecer un México salvaje, un resabio anterior a la llegada de Hernán Cortés que se palpita a lo largo de todo el libro. La historia, claro está, transcurre en el siglo XX.
En “Bajo el volcán”, Malcom Lowry escribe la novela sobre el infierno mexicano y da un paso más en la senda de los textos de Graham Greene. En su libro, Lowry ve a México a partir del Día de los Muertos; un viaje al corazón de los temores religiosos y a los demonios del alcohol a través de uno de los personajes más contundentes de la novelística del pasado siglo: el Cónsul Geoffrey Firmin.
En definitiva, grandes escritores escribiendo bajo el influjo de un país misterioso, tan ecléctico política, social y culturalmente como, seguramente, son todos los países del mundo. Pero a la hora de leer a México desde los ojos de un foráneo, ninguna pluma iguala a la de Bruno Traven.

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Bruno Traven, alias Hermann Albert Otto Max Feige, alias Traven Torsvan, alias Ret Marut , alias Hal Croves. Alias the man who wasn't there. Un misterio blindado en el corazón del suelo mexicano, un secreto tan bien guardado que cientos de investigadores golpean sus cabezas contra las paredes de sus estudios sin poder apresarlo, sin poder sujetar sus datos biográficos con la equivalente existencia de un ser de carne y hueso. Exceptuando su primera novela – “El barco de la muerte” – todas las obras de Traven se desarrollan en México. Sus protagonistas pueden ser codiciosos buscadores de oro atravesando la selva a lomo de mula (“El Tesoro de la Sierra Madre”), viejos indios en conflicto con magnates petroleros (“La Rosa Blanca”) o gringos que viven entre indios mexicanos como antropólogos que olvidaron su cometido (“Puente en la selva”). Todas las biografías que lo refieren hablan de un sujeto nacido en Alemania en 1882 y muerto en México en 1969. Desde las reseñas que circulan por Internet hasta el libro que le dedicó Gerd Heideman (quien ocupó parte de su vida en estudiar a Traven), el autor enamorado de México se diluye en una maraña de imprecisiones, ausencia de datos o, al revés, superabundancia de los mismos que, en muchos casos, confunden fechas, lugares y datos históricos volviendo al propio biografiado en un ente mucho más fantasmal. (Heideman supuestamente lo entrevistó, entró a su casa y lo grabó durante horas pero su testimonio tiende a volverse dudoso cuando uno se entera que, muchos años después, el mismo Heideman le vendió a la importante revista alemana Stern, unos diarios de Hitler que resultaron ser falsos)
La única forma de leer a Traven en español es a través de la vieja Compañía General de Ediciones S. A., concretamente, dentro de su colección ‘Ideas, Letras y Vida’. Esa magnífica colección de libros con soberbias tapas de color marrón y texto negro, supo publicar (a principios de la década del cincuenta) la casi totalidad de la obra novelística de Traven. Obviamente, la forma de localizar éstos ejemplares es a través de un trabajo arqueológico en librerías de viejo y con el añadido de una serie de factores: la ignorancia del librero, la piedad del polvo y la humedad, la paciencia del comprador para, posteriormente, entregarse a un trabajo de rearmado del ejemplar que incluya el uso de plumero, pegamento y una cubierta de nylon (esta última se puede comprar o improvisar de forma casera). Una vez cumplida esa parte del proceso, el lector está en condiciones de abrir el tomo y cautivarse con la contundencia de un párrafo como éste:

“Los harapos eran regalados a quienes los mendigaban. En este mundo no hay pantalón, camisa o par de zapatos lo bastante viejos para que no exista algún ser humano que al verlos exclame: “Démelos; mire usted como ando. ¡Muchas gracias, señor!” La existencia de un hombre pobre va acompañada siempre de la de uno más pobre aún.”

La posibilidad de leer a Traven en español (el escritor utilizó su lengua materna, el alemán, para desarrollar toda su obra) se le debe a la gestión y dedicación de una única persona. Una mujer. Esperanza López Mateos.

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Esperanza López Mateos fue hermana del presidente mexicano Adolfo López Mateos y prima del director cinematográfico Gabriel Figueroa. Mujer de increíble cultura, Esperanza López Mateos fue una de las primeras personas en interesarse en la obra de Traven. Algunas crónicas sitúan su primer encuentro en 1941, en un pueblo de Michoacán. Esperanza López Mateos tradujo, por su cuenta y sin conocimiento de Traven, su novela “Puente en la selva”. Aparentemente, el escritor se maravilló con su trabajo y, desde ese momento, Esperanza López Mateos se convirtió en una suerte de secretaria a distancia, traductora oficial de toda su obra y su representante (la cara visible de Traven para negociar sus regalías, atender a los periodistas y defender sus derechos de autor en las peligrosas junglas del mundo editorial). También habría sido ella la responsable de presentarle a John Huston (quien se encontraba en México rodando su adaptación de la novela de Traven “El tesoro de la Sierra Madre”) a un tal Hal Corves, una especie de asesor en asuntos mexicanos. El enigmático Corves habría acompañado a Huston y su equipo durante todo el rodaje no siendo otro que el mismísimo Traven. Como sea, fue gracias a Esperanza López Mateos que Bruno Traven fue volcado al español donde cosechó a su mayor franja de adeptos; lectores tan dispares como responsables de publicaciones de alta cultura hasta indios semianalfabetos de Centroamérica. Ahora bien, en octubre de 1951 Esperanza López Mateos se suicidó. Su muerte fue llorada y su nombre homenajeado por toda la nación mexicana y el propio Traven se volvió más ilocalizable al desaparecer de la tierra la persona que oficiaba como nexo con su público. La teoría más disparatada - aunque tratándose de Traven y su casi fantasmagórica biografía, se constituye en una de las lecturas más evidentes – es la que sostiene que nunca existió un escritor alemán que, un buen día, decidió emigrar a México y adoptar al país como su patria definitiva. No hubo viaje en barco, ni pasaporte, ni casa construida entre las sierras, ni obra escrita en alemán para luego ser traducida al español. Según ésta teoría, Bruno Traven no sería otro que Esperanza López Mateos, la eficaz y erudita traductora a quien se le debe, entre otras cosas, esas bonitas ediciones de la Compañía General de Ediciones S. A que, al levantarlas del estante, parecen querer desintegrarse entre los dedos como los filamentos en el ala de una mariposa.
Ahora que todos los protagonistas de esta historia están muertos y enterrados entre toneladas de papel impreso, fragmentos de recuerdos traicioneros y el impasible y triunfante paso de los años, sólo le queda a la Literatura develar éstos misterios. O enterrarlos como esos tesoros – o fantasmas de tesoros – escondidos en las entrañas del dormido monstruo del Tiempo.

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Primer fotografía: Esperanza López Mateos.
Segunda fotografía: Tim Holt, Humprey Bogart y Walter Huston en un fotograma de "The tresaure of Sierra Madre" (John Huston, 1948)

domingo, 18 de mayo de 2008

El amor según Constance Chatterley



A David Herbert Lawrence (1885-1930), la sociedad de su tiempo no le perdonó un montón de cosas. No le perdonó que escribiera sobre un tema tan espinoso como el adulterio o que describiera en sus libros una visión del sexo que acercaba el acto a la vida cotidiana, despojándolo de todo pudor y puritanismo. Esa sociedad pacata y reprimida, tan atenta a encontrar el desliz en la pluma de un artista, fue la misma que pretendió cubrir a la obra de Lawrence con un manto de indiferencia y silencio, ignorando que el poder de sus libros podía superar cualquier escollo interpuesto por los defensores de las buenas costumbres.
Hoy en día, D.H. Lawrence no es un autor que se lea con intensidad; sus obras no son reeditadas ni vueltas a reseñar y es difícil encontrar en librerías algunos de sus textos capitales. En una sociedad tan mediatizada y voyeurística, donde el sexo es una mercancía que se ofrece con la prontitud de un delivery de pizza, las páginas de Lawrence pueden sonar obsoletas, hasta ridículas en sus pretensiones. Sumarse a esa corriente, sería desconocer el inmenso poder de su escritura. Resumir su obra a una única novela – El amante de Lady Chatterley, escrita en 1928 – es otro frecuente error de enciclopedistas y reseñistas que, acotados por el espacio, despachan una carrera literaria extensa a un único título. Novelas como La serpiente emplumada o Canguro son, sin duda, narrativamente más poderosas que Chatterley y han sobrevivido con mayor fuerza el paso de los años. Sin embargo, el gran mérito de la última novela escrita por D.H. Lawrence es el de la creación del personaje del título: Constance Chatterley. Casada con un millonario paralítico y viviendo en una zona minera en la que no encuentra diversión ni mayores encantos, Constance sueña con dejar atrás ese universo rudimentario para sentirse completamente realizada. El medio más cercano, y al mismo tiempo más peligroso, es el de un amante. Sólo un amante puede mostrarle a Constance, por intermedio del sexo, el vasto mundo sensorial del que se siente, irremediablemente, apartada. En una de las páginas más poderosas del libro, Constance (su espíritu o cuerpo astral) se aleja del coito que está practicando y, a la forma de una cámara cinematográfica realizando una crane shot o toma de grúa, se contempla a sí misma ente los brazos y las piernas de su amante. Y lo que ve, para su desazón, no es otra cosa que el Amor; esa cosa abstracta referida por los poetas, cantada por los juglares, idealizada por los pintores.
Cita del texto:

“Permanecía allí, las manos inertes posadas sobre el cuerpo del hombre en movimiento; y, por más que hizo, no pudo impedir que su espíritu contemplara fríamente, desde lo alto, lo que ocurría; y el movimiento pujante de sus caderas le parecía ridículo, y risible esa especie de frenesí del pene encarnizado en obtener su pequeña crisis de evacuación. Sí: ese era entonces el amor, ese ridículo salto de las nalgas y ese desfallecimiento del pene, insignificante y húmedo. ¡Ese era el divino amor! Después de todo, los modernos tienen razón para despreciar esa comedia; porque no era más que una comedia. ¡Que gran verdad era la dicha por los poetas! El Dios que creó al hombre debió de tener un humor siniestro al hacer una criatura razonable y obligarla al mismo tiempo a esa postura ridícula y empujarla ciegamente a ejecutar esa estúpida comedia. Hasta un Maupassant juzgaba el amor como una caída humillante.”

miércoles, 7 de mayo de 2008

¿Quién lee a Juan Torora?



Juan Gualberto Escayola Méndez no integra el canon de la literatura uruguaya ni, mucho menos, es citado por otros autores, referenciado por estudiosos de la literatura o por lectores pasionales que se acercan a los libros con la mezcla exacta de pasión y voracidad. Juan Escayola escribió algunos textos con el seudónimo de 'El Caballero de la Noche' pero el nombre con el que dio a conocer la mayor parte de su obra fue con el de Juan Torora. Dentro de la poesía gauchesca (corriente tan variada y, por eso mismo, generalmente relegada), el nombre de Juan Torora es una nota al pie de otras entradas más ilustes como Carlos Roxlo, Yamandú Rodríguez o Fernán Silva Valdés. Algunos olvidados historiadores se valieron de su apellido original para rastrear una posible relación con Carlos Gardel. Luis Alberto Martínez lo menciona al pasar en su "Cardos sonoros", un hermoso poema que oficia como índice temático de la poesía gauchesca rioplatense (Mayuri, Damián, Nestor Feria, Serafín J. García, etc.). Como sea, no es Juan Torora un nombre de la Academia, la referencia bibliográfica o la Wikipedia. ¿Quién lee a Juan Torora? La respuesta es única: nadie.
En su obra "Volcao", Juan Torora se vale de cuarenta versos (repartidos en cuatro estrofas de diez lineas o formato décima) para realizar un pormenorizado análisis de la condición humana. Los giros deformadores del habla del gaucho no alcanzan a ocultar la potencia de una visión sobre el hombre que estremece por su cercanía. Leyendo "Volcao", subyace una visión pesimista sobre el hombre frente a su propia existencia, un giro nietzscheano ante esa sucesión de momentos que constituyen una vida.
A continuación, Juan Torora:

"VOLCAO"

Yo vide un bagual juyendo
puert´ajuera de un corral,
y a un gaucho taura, de un pial,
dejarlo como durmiendo.
Y vide al hombre corriendo
al impulso del tirón,
dírsele de sopetón
al bruto, con tal presteza,
que le apretó la cabeza
sobre´l mesmo revolcón.

Y pensé yo: "Si a la yegua
de la suerte la topara,
cuando por mi lao cruzara
en una juida sin tregua;
si al colegirle, a la legua,
su malévola intención,
en un diestro revolcón
sujetarla yo pudiera,
talvez mansa la tuviera
siempre a mi disposición.

Pero es al ñudo aguaitar
ese momento propicio,
pues cuando más lo acaricio
más distante lo he de hayar.
Talvez lo yegue a topar
cuando de esperarlo hastiao,
m´encuentre desalentao
y sin voluntá pa nada,
charlando con la pelada
mano a mano y entregao.

Pucha la vida!... Hay que dirla
yevando dale que dale,
y todita eya no vale
ni el trabajo de vivirla.
Nunca pretendí rendirla
al placer que me jué´esquivo;
pues siempre sobra motivo
pa que la suerte, sin tregua,
se me niegue... como yegua
cuando patea el estribo! (*)

(*) - Se ha respetado la ortografía del texto original.
Nota complementaria: La imagen que acompaña éste texto es obra del pintor argentino Florencio Molina Campos.