lunes, 28 de julio de 2008

I'll Tell Them I Remember You

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Toda ficción – toda literatura – conlleva un componente autobiográfico que, en ocasiones, actúa como estímulo de la imaginación y, en otros casos, es un territorio abstracto, omnipresente; un territorio que debe leerse (interpretarse) con pericia de criptógrafo. Este axioma no es tan evidente para muchos escritores que suelen decir que construyen sus obras sin que las contamine una mácula de su peripecia personal. Declaraciones como “Con la autobiografía no se hace literatura” o “La ficción es terreno puramente de la imaginación. La vida del escritor no importa a la hora de desarrollar un argumento” pueblan centenas de entrevistas, farragosos párrafos ensayísticos o aburridas y extensas autobiografías. Aquel escritor que manifieste que su vida personal no se cruza en ningún punto con su obra es un redomado snob o miente como un bellaco.

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Claro, hay casos y casos. Muchos autores han construido su bibliografía pura y exclusivamente con los episodios de su existencia (un caso notorio pero, por su misma individualidad, ajeno a esta categorización, es el comentado en el post anterior), al punto de que es imposible saber donde termina lo vivido y donde comienza lo inventado. Viaje al final de la noche (Celine), Hollywood (Charles Bukowski), Historias de Pat Hobby (Scott Fitzgerald) son apenas tres ejemplos concretos de la narrativa del siglo XX donde se evidencia la tesis sostenida más arriba. La consigna es clara pero de una facilidad tramposa: ¿Cómo construir ficción desde la peripecia personal sin caer en el mero relato de la propia vida del escritor? Ejemplos hay muchos. A continuación, uno de ellos.

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I´ll tell them I remember you (Les diré que te recuerdo) es un libro escrito por William Peter Blatty en 1973, el mismo año que llegaba al cine El exorcista, adaptación fílmica de su novela más famosa. Sin sádicos demonios ni fervientes sacerdotes (elementos que poblarían su novelística posterior), Blatty nos cuenta en I´ll tell... la historia de su madre y de su propia niñez. Hijo de inmigrantes libaneses en pleno Manhattan, el pequeño William asiste anonadado a las aventuras de su madre en un entorno hostil (social e idiomáticamente) y repleto de personajes pintorescos (a años luz del color local). Las aventuras que emprende la madre del narrador van desde la evasión del contralor público para no pagar los boletos de sus hijos en el tranvía, el ataque a las asistentes sociales que quieren acortarle el cheque de beneficencia, desconociendo que su esposo la ha abandonado con cinco hijos a cargo y la maniobra para acercarse al presidente Franklin Delano Roosvelt - que se encuentra inaugurando una línea de subte en el barrio -, evadiendo su compleja red de seguridad para, instinto de madre protectora y de buena vecina, entregarle un bollón de jalea de membrillo casera. “Para cuando usted tener visitas”, le dice. Y el hombre más importante de Estados Unidos guarda el frasco, sonríe (pero sin burlarse) y le da las gracias.

jueves, 17 de julio de 2008

El amor corroe. Literalmente, corroe



La mujer está sentada en un amplio sillón que ha perdido su comodidad a medida que avanza la entrevista. A su lado, dos abogados intentan hacer entrar en razones al dueño de casa que, como un monolito, se muestra imperturbable. Nada de divorcio. Nada de querellas. Nada de divisiones legales, trámites, firma de documentos, cheques para los leguleyos. En un momento de la reunión, el dueño de casa se pone de pie, abandona el escritorio y avanza hacia el barcito dispuesto en un rincón. Simula servirse un whisky pero, en realidad, vierte en el vaso un ácido corrosivo. Con la falsa bebida en la mano, avanza hacia su esposa que quiere convertirse en su ex esposa. Cuando llega frente a ella, le arroja el contenido del vaso a la cara. Hay gritos, llantos, portazos, arrebatos, médicos que vienen, traslado a una clínica. El rostro de la mujer se ha convertido en una llaga deforme en el que apenas se vislumbran sus señas distintivas. No muere pero sufre indeciblemente y clama por una cura. Por la noche, el agresor se dispara un tiro en la sien, en el mismo apartamento donde unas horas antes atentó contra su esposa. Todo lo referido hasta aquí, ocurrió. Fue en Buenos Aires, el 16 de agosto de 1964. La crónica policial recogió el dato con todas sus ríspidas aristas y se centró, particularmente, en la historia de los dos protagonistas: Clotilde Sabattini y Raúl Barón Biza. Ella, una reputada educadora, hija del doctor Amadeo Sabattini, un referente de la Unión Cívica Radical. Él, uno de los personajes más excéntricos de la sociedad argentina del siglo XX: pornógrafo, financista de revoluciones, hacendado, escritor de panfletos y de novelas cargadas de clichés.
Con tan dramático hecho – leído por algunos como una desmesurada muestra de amor – Jorge Barón Biza, hijo de la pareja en cuestión, escribió El desierto y su semilla, una novela donde lo biográfico se vuelve argumento, la desesperación vivida se convierte en intriga y se diluyen (pese a un vago intento estructural) las fronteras entre ficción y realidad. El desierto... es la historia de Mario Gageac y su madre Eligia durante los años que le llevó a ésta recomponer su rostro en una clínica italiana. Escrita con una pseudoobjetividad (a pesar de la primera persona), la novela enfrenta a su personaje/autor con todos los miedos y demonios de su vida personal y su mapa familiar: Eligia, la madre orgullosa que, a pesar de la fealdad que la ha atrapado, no pierde su carácter y Arón, el padre, una figura por momentos difusa a la que el protagonista odia y admira en dosis similares. Cuando Mario llega a la casa deshabitada del padre, se encuentra con su imponente biblioteca personal y, al analizarla, descubre entre los tomos la compleja historia de su progenitor: “... había lecturas suficientes para varios años: pornografía kitsch francesa de los años veinte (encuadernaciones lujosas y dibujos pseudo históricos que recreaban Babilonia y Alejandría), colecciones de los años treinta de precarios diarios clandestinos antifascistas que el mismo Arón había dirigido contra las dictaduras, más Stirner, Papini y Lenin, más ejemplares autografiados de pésimos libros de importantes políticos de mi país, y también algo del habitual relumbrón de estanterías: los grandes filósofos, novelistas franceses del XlX y las obras que le habían regalado o compraba porque le atraía el título. Sumados, constituían una muestra de las contradicciones de Arón, con las que cada persona que lo conocía armaba el modelo de personaje que quería”. Al avanzar en su trabajo arqueológico en la biblioteca paterna, el protagonista encuentra viejos cuadernos de cuando él, el hijo, cursaba la primaria. Y ahí descubre otra seña de su padre: los cuadernos están llenos de correcciones muy posteriores a las fechas en que cursó los grados; la escritura infantil está atravesada de anotaciones del padre repletas de desprecio por el trabajo de su hijo.
Jorge Barón Biza escribió El desierto y su semilla cuando ya pasaba los cincuenta años. Fue su único libro si bien estuvo vinculado al mundo editorial (como traductor y escritor en negro) durante más de treinta años. Como a Horacio Quiroga, la tragedia lo acechaba en los recovecos del mapa familiar. Catorce años después del suicidio de su esposo, Clotilde Sabattini volvió al mismo edificio donde había sido agredida y se arrojó al vacío. En la introducción de El desierto..., Barón Biza escribió: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro a una habitación que está a más de tres pisos”.
El 9 de setiembre de 2001, alguien no cerró la ventana y el propio Jorge Barón Biza se arrojó desde el doceavo piso de un edificio en la ciudad de Córdoba.
Nota a la fotografía: Jorge Baron Biza, circa 1999.