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Toda ficción – toda literatura – conlleva un componente autobiográfico que, en ocasiones, actúa como estímulo de la imaginación y, en otros casos, es un territorio abstracto, omnipresente; un territorio que debe leerse (interpretarse) con pericia de criptógrafo. Este axioma no es tan evidente para muchos escritores que suelen decir que construyen sus obras sin que las contamine una mácula de su peripecia personal. Declaraciones como “Con la autobiografía no se hace literatura” o “La ficción es terreno puramente de la imaginación. La vida del escritor no importa a la hora de desarrollar un argumento” pueblan centenas de entrevistas, farragosos párrafos ensayísticos o aburridas y extensas autobiografías. Aquel escritor que manifieste que su vida personal no se cruza en ningún punto con su obra es un redomado snob o miente como un bellaco.
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Claro, hay casos y casos. Muchos autores han construido su bibliografía pura y exclusivamente con los episodios de su existencia (un caso notorio pero, por su misma individualidad, ajeno a esta categorización, es el comentado en el post anterior), al punto de que es imposible saber donde termina lo vivido y donde comienza lo inventado. Viaje al final de la noche (Celine), Hollywood (Charles Bukowski), Historias de Pat Hobby (Scott Fitzgerald) son apenas tres ejemplos concretos de la narrativa del siglo XX donde se evidencia la tesis sostenida más arriba. La consigna es clara pero de una facilidad tramposa: ¿Cómo construir ficción desde la peripecia personal sin caer en el mero relato de la propia vida del escritor? Ejemplos hay muchos. A continuación, uno de ellos.
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I´ll tell them I remember you (Les diré que te recuerdo) es un libro escrito por William Peter Blatty en 1973, el mismo año que llegaba al cine El exorcista, adaptación fílmica de su novela más famosa. Sin sádicos demonios ni fervientes sacerdotes (elementos que poblarían su novelística posterior), Blatty nos cuenta en I´ll tell... la historia de su madre y de su propia niñez. Hijo de inmigrantes libaneses en pleno Manhattan, el pequeño William asiste anonadado a las aventuras de su madre en un entorno hostil (social e idiomáticamente) y repleto de personajes pintorescos (a años luz del color local). Las aventuras que emprende la madre del narrador van desde la evasión del contralor público para no pagar los boletos de sus hijos en el tranvía, el ataque a las asistentes sociales que quieren acortarle el cheque de beneficencia, desconociendo que su esposo la ha abandonado con cinco hijos a cargo y la maniobra para acercarse al presidente Franklin Delano Roosvelt - que se encuentra inaugurando una línea de subte en el barrio -, evadiendo su compleja red de seguridad para, instinto de madre protectora y de buena vecina, entregarle un bollón de jalea de membrillo casera. “Para cuando usted tener visitas”, le dice. Y el hombre más importante de Estados Unidos guarda el frasco, sonríe (pero sin burlarse) y le da las gracias.
Toda ficción – toda literatura – conlleva un componente autobiográfico que, en ocasiones, actúa como estímulo de la imaginación y, en otros casos, es un territorio abstracto, omnipresente; un territorio que debe leerse (interpretarse) con pericia de criptógrafo. Este axioma no es tan evidente para muchos escritores que suelen decir que construyen sus obras sin que las contamine una mácula de su peripecia personal. Declaraciones como “Con la autobiografía no se hace literatura” o “La ficción es terreno puramente de la imaginación. La vida del escritor no importa a la hora de desarrollar un argumento” pueblan centenas de entrevistas, farragosos párrafos ensayísticos o aburridas y extensas autobiografías. Aquel escritor que manifieste que su vida personal no se cruza en ningún punto con su obra es un redomado snob o miente como un bellaco.
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Claro, hay casos y casos. Muchos autores han construido su bibliografía pura y exclusivamente con los episodios de su existencia (un caso notorio pero, por su misma individualidad, ajeno a esta categorización, es el comentado en el post anterior), al punto de que es imposible saber donde termina lo vivido y donde comienza lo inventado. Viaje al final de la noche (Celine), Hollywood (Charles Bukowski), Historias de Pat Hobby (Scott Fitzgerald) son apenas tres ejemplos concretos de la narrativa del siglo XX donde se evidencia la tesis sostenida más arriba. La consigna es clara pero de una facilidad tramposa: ¿Cómo construir ficción desde la peripecia personal sin caer en el mero relato de la propia vida del escritor? Ejemplos hay muchos. A continuación, uno de ellos.
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I´ll tell them I remember you (Les diré que te recuerdo) es un libro escrito por William Peter Blatty en 1973, el mismo año que llegaba al cine El exorcista, adaptación fílmica de su novela más famosa. Sin sádicos demonios ni fervientes sacerdotes (elementos que poblarían su novelística posterior), Blatty nos cuenta en I´ll tell... la historia de su madre y de su propia niñez. Hijo de inmigrantes libaneses en pleno Manhattan, el pequeño William asiste anonadado a las aventuras de su madre en un entorno hostil (social e idiomáticamente) y repleto de personajes pintorescos (a años luz del color local). Las aventuras que emprende la madre del narrador van desde la evasión del contralor público para no pagar los boletos de sus hijos en el tranvía, el ataque a las asistentes sociales que quieren acortarle el cheque de beneficencia, desconociendo que su esposo la ha abandonado con cinco hijos a cargo y la maniobra para acercarse al presidente Franklin Delano Roosvelt - que se encuentra inaugurando una línea de subte en el barrio -, evadiendo su compleja red de seguridad para, instinto de madre protectora y de buena vecina, entregarle un bollón de jalea de membrillo casera. “Para cuando usted tener visitas”, le dice. Y el hombre más importante de Estados Unidos guarda el frasco, sonríe (pero sin burlarse) y le da las gracias.
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