martes, 28 de abril de 2009

Obituario: J.G. Ballard (*)



El pasado domingo 19 falleció, a los 78 años, víctima de un cáncer de próstata, el escritor inglés James G. Ballard. Autor de culto y, al mismo tiempo, masivamente leído, Ballard edificó una sólida obra que se presenta fundamental para entender ciertas claves de nuestro presente y del inalcanzable y cercano futuro.

Su nombre sonó varias veces para el Premio Nobel de Literatura pero en Estocolmo hicieron oídos sordos u ojos ciegos a su prosa magistral y a su visión apocalíptica del tiempo en que le tocó vivir.

Influyó a innumerable cantidad de artistas, no solamente a escritores. Su estela puede detectarse en las páginas de Chuck Palahniuk y Martin Amis, en las imágenes de David Cronenberg y Steven Spielberg y en las construcciones sonoras de Brian Eno y John Cale, entre otros.

Provocó otro diluvio – el definitivo – con El mundo sumergido (1963), una novela donde uno de los cuatro elementos se convierte en regla para medir la condición humana y en detonador de lo mejor y lo peor de sus personajes. También hizo desaparecer a los Estados Unidos en Hola América (1981), obligando a un puñado de exploradores a recorrer los estados contenidos entre el océano Atlántico y el Pacífico asistendo a los estragos de nuestro actual modo de vida. Describió una nueva variante sexual – Crash (1973) - y patinó de lo lindo al edificar un argumento donde la perversión le gana a la creación. Contó su infancia en la conflictiva Shangai de los años treinta en la soberbia novela autobiográfica El imperio del sol (1984) y su compleja y, entrañable en ocasiones y problemáticas en otras, relación con el sexo femenino en La bondad de las mujeres (1991), quizas su texto más logrado. Escribió su peor novela, Fuga al paraíso (1996) como reflejo de la ascendente problemática ecológica a nivel mundial y comenzó, a partir de esta obra, una espiral descendente donde la fuerza de sus libros anteriores se fue perdiendo entre los misterios que pueblan una sofisticada urbanización para nuevos ricos (Super-Cannes), el mesianismo y el culto a la violencia de Milenio Negro (2003) y los estragos de la última fase del consumismo de Bienvenidos a Metro-Centre (2006). Pero, justo es decirlo, en el 2001 ordenó su antología de cuentos,uno de los libros fiundamentales de la ficción breve de las décadas pasadas donde, entre una acumulación de grandes textos, pueden leerse (o releerse) gemas como “Las voces del tiempo”, “El hombre del piso 99” o “Pasaporte a la eternidad”.

Pateó el tablero de la ciencia ficción establecida y también de la variante avan- garde, al deslindarse del núcleo duro del género (El huracán cósmico, su primera novela de 1962, es la que más se acerca) y de la versión “más filosófica”, al definir a sus historias como “hechos que no tienen lugar en el futuro sino en una especie de presente visionario”.

Habitó, por décadas, el mismo chalet desvencijado en los suburbios de Shepperton, rodeado de plantas y de libros, sin dignarse a pasar la aspiradora “desde 1960”. Allí, en su, suponemos, espaciosa biblioteca, redactó sus ficciones a mano, sin sombra de computadora y hablando pestes de internet.

En Hola América, Wayne, el protagonista, recorre una Nueva York desolada, donde los edificios se alzan vacíos entre las montañas y donde la Estatua de la Libertad yace en las aguas del Atlántico como un símbolo de la muerte definitiva de los sueños de toda la sociedad. La Nueva York que ve Wayne, la ciudad por la que camina sin rastros de presencia humana, está poblada por reptiles, como una inversión o representación actualizada de lo que debió ser la alborada del mundo, antes de la irrupción del homo habilis. Los reptiles que ahora habitan al tierra, entre los restos edilicios de una ciudad abandonada, han adoptado – en la visión ballardiana – las características de los hombres: “En todas partes había vida desértica, secreta pero abundante. Los escorpiones se retorcían como ejecutivos nerviosos en las ventanas de las antiguas agencias de publicidad. Una serpiente que tomaba el sol en la puerta de una editorial se detuvo a observar a Wayne y luego se desenroscó en la sombra, esperando pacientemente entre los escritorios como un editor implacable. Había serpientes en las agencias de actores, sacudiendo los cótalos como si censuraran a Wayne por una prueba de actuación insuficiente”.

Nadie como J.G. Ballard registró nuestro inquietante presente con una pluma a medio camino entre el documental exhaustivo y el Aocalipsis de San Juan, nadie como J.G. Ballard, en definitiva, para detectar nuestra lenta e inexorable mutación de seres humanos en reptiles.
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(*) - Publicado originalmente en La Onda Digital (Nº 435), el 28 de abril de 2009.

domingo, 12 de abril de 2009

Lejos del bronce


Cuando muere un poeta, otros poetas se dedican a exaltar el nombre y la obra del difunto, generalmente con palabras llenas de pomposidad, que pretenden el bronce y la aparente eternidad del Parnaso. Los adjetivos se reptiten y también las frases como "Vivirá en el alma del pueblo", "Sus versos seguirán alumbrando el porvenir", etc. La escena se reproduce ante la tumba, en notas de prensa y, obviamente, en otros poemas. Cuando el escritor canario Javier de Viana falleció en 1926, su paisano Braulio Césaro escribió el poema "El Charrúa", donde, para homenajear a quien acababa de partir, se vale de un recurso lejano al bronce y la pomposidad. Césaro presenta el luto instalado en el campo por la muerte de Viana y evoca su figura a través de una pequeña historia campesina. Ante la imposibilidad de encontrar el texto original, recurrimos a la siguiente transcripción realizada por Lauro Bentancor.

EL CHARRÚA

Callaron los federales,
se entristeció el canelón,
se queja el sauce llorón,
se inundan los pajonales.
Los grandes tembladerales
también se han embravecido,
un sabiá dejó su nido
porque un zorzal de mañana
gritó que a Javier de Viana
la Parca lo había vencido.

El chingolo ni el hornero,
la calandria ni la urraca,
ya ninguno se destaca
como en mañanas de enero.
Ya no anida el carpintero
en palos del telefón
porque ha caído el campeón
de nuestra selva frondosa
y hoy sólo vive en las prosas
del campesino fogón.

Ya no cruza los rastrojos
en su flete y con orgullo,
el autor del libro 'Yuyos',
de 'Gaucha', 'Gurí' y 'Abrojos'.
Sólo quedaron despojos
de la vieja tradición;
como sería la impresión
que le causó al paisanaje
que cuentan que hay un paraje
que siempre ven su visión.

Trsite está la paisanada
y suele contar la gente
que hay noches en que se siente
aullar tuita la perrada.
Dicen que una madrugada,
al desuñir los carreros
largaron los delanteros
para verdiar un ratito
cuando sintieron el grito:
"Cuidao con los pertigueros".

Uno de ellos, sin recelo,
cuando ese grito sintió
al punto se persignó,
dijo "Dios lo lleve ela cielo".
De la bombacha un pañuelo
el más anciano sacó,
las lágrimas se secó
y al empinar la carreta
dijo "Ese grito es de un poeta
sus libros he leído yo".
.
Después de haber amarguiado
arrimaron la boyada,
para emprender la jornada
el viejo un cuento ha empezado
de un libro que había estudiado
hecho por un gran talento
y en ese mismo momento
sintió un peso en la picana,
y era la visión de Viana
que venía a escuchar el cuento.

viernes, 10 de abril de 2009

Releyendo a Nabokov (1): Sebastian Knight


Todas las grandezas y miserias de la creación literaria están reunidas -ensambladas- en esta novela que el gran maestro ruso publicara en 1941. El personaje narrador, V, quiere reconstruir la vida de su difunto hermanastro a traves de la obra de éste y, para ello, bucea en una existencia signada por factores como el amor enfermizo a una mujer, el dolor intenso del compromiso literario y la presencia inevitable de la muerte. Lo que escribe -lo que leemos- no es una biografía a secas sino la visión que de un muerto escribe un ser querido y que va perdiendo, conforme pasan las páginas, su propio centro en el relato, en la obra y en la vida del biografiado. El inicio del libro revela la clave latente en casi toda la prosa nabokoviana, esto es, el juego o el falso carácter lúdico, desafiante para con el lector, con que el Ruso Mayor se valía para presentar sus ficciones. A continuación, el parrafo inicial de La verdadera vida de Sebastián Knight, en traducción de Enrique Pezzoni:


"Sebastián Knight nació el 31 de diciembre de 1899 en la antigua capital de mi patria. Una vieja dama rusa me mostró una vez, en París -suplicándome, por algún misterioso motivo, que no divulgara su nombre-, un diario que había llevado en el pasado.Tan ocres (en apariencia) habían sido esos años, que los detalles recogidos día tras día (¡pobre método de alcanzar la perduración!) apenas iban más allá de un sucinto informe sobre las condiciones climatológicas. En ese sentido, es curioso observar que los diarios personales de los reyes -por más conmociones que sacudan sus reinos- tienen ese motivo como preocupación escencial. Así es la suerte: en esa ocasión se me ofreció algo cuyas huellas nunca hubiera seguido, de haber tenido que planear yo mismo la cacería. Estoy, pues, en condiciones de afirmar que la mañana en que nació Sebastian Knight no soplaba viento, la temperatura era de doce grados (Réaumur) bajo cero... y esto es cuanto la buena dama juzgó digno rememorar. A decir verdad, no encuentro ninguna razón valedera para mantener su anonimato. Me parece harto improbable que lea alguna vez este libro. Su nombre era y es Olga Olegovna Orlova: ¿no habría sido una pena omitir esa aliteración ovoide?"...