domingo, 15 de septiembre de 2013

La voz de Ruben García

Un actor puede ser un personaje, un gesto, una pantomima, una caída, una salida, un chiste, una metáfora, un silbido, un golpe, una palabra, un bochorno; en fin, mil cosas. Un actor puede pasar a la posteridad por un único papel. Orson Welles diciendo ‘Rosebud, Rosebud’; Peter Sellers detonando la bomba; Isabel Sarli recostándose en la cámara del camión frigorífico, un ignoto actor callejero componiendo el más efímero personaje.
Para mí, Ruben García, el veterano actor al que todos asociamos con el personaje del “bolichero” de Decalegrón, fallecido el pasado viernes en Montevideo, fue y será por siempre una voz.
Seguramente hay consenso para determinar que Ruben García no fue un gran actor y el mote comediante, que él jamás alzó, le quedaba grande. Era el perfecto secundario en todo los sketchs, aquel en el que casi nadie repara y que aparece de golpe, al final de un chiste, a veces rematándolo, a veces como mero decorado. Su personaje de bolichero en uno de los más recordados segmentos de Decalegrón, lo define: la mayor parte del tiempo era un simple acompañante de la acción que se desarrollaba en el diálogo de la dupla Julio Frade -Ricardo Espalter. Hasta Eduardo Freda, un mecánico con mameluco que siempre aparecía tomando mate, tenía más peso en la historia; hasta Andrés Redondo, que componía a un borracho (hasta que murió y con él el personaje), tenía más peso en la trama; y hasta el viejito Pedro Novi, con la papada temblándole y la canasta llena de huevos, remataba de mejor forma su salida. (Ahora que los enumero en esta breve semblanza, descubro que exceptuando al maestro Julio Frade, están todos muertos).
El bolichero al que le daba vida Ruben García era colorado y de Peñarol, y estaba dispuesto a defender sus convicciones ante la pedantería del personaje de Frade o los embates populistas -y frentistas- del mecánico Freda. Y eso sería todo. Pero no.
Antes de Decalegrón -y en un tiempo simultáneamente- Ruben García supo integrar el cuerpo estable del Radio Teatro del Sodre. Generalmente bajo la dirección de Júver Salcedo, aquel cuerpo de actores de la voz y del éter, le daban vida a todo tipo de textos literarios. En sus voces recuerdo haber escuchado adaptaciones de Espínola, Rulfo, Shepard, Millar, Morosoli, etc., etc.
En mi recuerdo, como dije, el ahora difunto Ruben García será siempre una voz. La voz de Sir Percival, el compinche del malvado conde Fosco en la genial adaptación radiofónica de La dama de blanco, una de las mejores novelas del inglés Wilkie Collins. Día tras día, de lunes a viernes, entre las 14 y las 14:25, escuchaba yo, joven estudiante liceal en desolada zona de campaña, las peripecias de aquellos malévolos personajes. La voz cavernosa de Folco (Salcedo) y la aflautada y extraña proliferación de palabras en boca de Percival/García.
Cuando algunos años después supe que aquella voz de la radio era la misma que la de aquel bolichero bigotudo y sonriente que remataba el sketch con Espalter, ya no tuve dudas: Rubén García no iba a grabar su nombre en la estela plateada que lleva al estrellato pero no importaba porque, en definitiva, cuántos grandes artistas nunca lo logran. Ni lo pretenden.
Martín Bentancor
Publicado en HOY CANELONES (11-09-2013)

viernes, 6 de septiembre de 2013

Ciudadano Osho


Durante varias mañanas, el lugareño que recorría un tramo importante de la playa Mansa en compañía de su terrier y portando un termo y un mate de considerables proporciones, se sorprendió deteniéndose en el mismo lugar, a escasos metros del mar embravecido y a una veintena de pasos de una enorme casa rodeada de eucaliptus. Su mirada se posaba, sistemáticamente, en aquel sujeto de larga barba entrecana que, sentado en el suelo en modo meditación, permanecía imperturbable bajo los árboles, con los ojos cerrados y las doradas manos descansando sobre las rodillas. Al lugareño lo maravillaba aquella inmovilidad, aquel estar por fuera del mundo, ajeno al ruido de las gaviotas, de los motores en la cercana avenida y al devenir constante, imperceptible, de la propia Tierra girando en su aceitado eje. Parece una maceta o un enano de jardín, le dijo un día a su esposa. Si hasta te dan ganas de arrimarte y cincharle las barbas para ver si son de verdad o son de yeso.
Una mañana, mientras el lugareño lo contemplaba con detenimiento desde la playa, Osho abrió los ojos y encontró la mirada del otro que, confundido, simuló llamar a su perro. Osho levantó la mano derecha y saludó al vecino, quien le devolvió la atención con un gesto aparatoso que le hizo volcar un poco de yerba del mate ya lavado. Luego, indiferente a la mundanal irrupción de los asuntos de los hombres, Osho volvió a hundirse en la paz que se gestaba debajo de aquellos eucaliptos de Punta del Este.


El 23 de octubre de 1985, un Jurado Federal de Estados Unidos emitió la friolera de treinta y cinco cargos por evasión de leyes de inmigración contra el místico indio Bhagwan Shri Rajnísh, que había nacido con el nombre de Chandra Mohan Jain, que por un tiempo se había llamado Acharia Rajnísh y que perpetuaría su fama, sus enseñanzas y su prédica bajo el más conciso y práctico nombre de Osho.
Cuando los abogados de Osho supieron de la gravedad de los cargos, el líder espiritual se encontraba en el rancho Rajnishpuram, en Oregón, rodeado por centenares de integrantes de su comunidad. Fueron horas confusas y extremas las que se vivieron aquel día. Un abogado sugirió que Osho se entregara pacíficamente a las autoridades policiales de Portland para evitar la orden de arresto, la debacle mediática y para negociar algún tipo de salida que evitara la reclusión. Las autoridades respondieron por la negativa mientras un comando de voluntarios de la Guardia Nacional se aprontaba para ingresar a Rajnishpuram. Algo los detuvo, sin embargo: unas grabaciones obtenidas en el despacho de Sheela Silverman, la secretaria de Osho, señalaban que se estaba preparando una respuesta a la posible incursión de las fuerzas de la Ley en la comunidad. Niños y mujeres sanniasins (discípulos) conformarían un escudo humano para evitar la llegada hasta Osho, mientras que integrantes del círculo cercano del místico lo defenderían a puro balazo.
Cinco días después, en una pequeña pista de aterrizaje de Carolina del Norte, a varios kilómetros de Rajnishpuram, unos funcionarios federales que realizaban controles de rutina en las inmediaciones, se encontraron con un pequeño avión Learjet alquilado que estaba a punto de despegar hacia Bermudas. En el interior, los funcionarios hallaron gran cantidad de relojes y brazaletes con incrustaciones, además de una maleta con sesenta mil dólares. Ubicados en los asientos, ya con los cinturones dispuestos en plan despegue, los federales hallaron a varios sanniasins y, al final, en el último lugar, al mismísimo Osho. Hay varias versiones sobre lo que ocurrió en aquel momento pero la más fidedigna, la que más ha soportado el pasaje de un emisor a otro, sea por vía oral, escrita o gestual, es la que dice que Osho no se inmutó ante la presencia de los federales, pensando que la presencia de aquellos hombres trajeados y de lentes oscuros en el interior del avión era un trámite rutinario. La versión también dice que Osho se mostró asombrado cuando le hablaron de una serie de cargos y un arresto contra él, añadiendo, además, que nunca se le había informado el destino que llevaba aquella pequeña aeronave.


El dependiente de la provisión Sol del Este pulsó el timbre en la enorme mansión de madera y piedra, compuesta por dos casas señoriales fusionadas tiempo atrás, que unos días antes había vuelto a ser habitada. Esperó con la pesada caja entre las manos hasta que escuchó pasos del otro lado y, a continuación, la puerta se abrió. La mujer que lo invitó a pasar, contaría luego el dependiente, estaba descalza y llevaba una larga túnica de seda, blanca y holgada, sin nada debajo.
El dependiente siguió a la mujer por el living hasta la cocina, una enorme habitación aséptica y fría, muy parecida a lo que él creía que debía ser una morgue, que contactaba con un patio de un intenso verde, con dos o tres eucaliptus frondosos que marcaban el límite hacia la playa cercana. Te animás a poner todo acá arriba, le dijo la mujer con indiferencia, mientras buscaba en una alacena un pequeño atado de billetes. El dependiente colocó la caja sobre la mesada y procedió a retirar los artículos: diez rollos de papel higiénico, tres frascos de protector solar, doce latas de arvejas, pan de centeno, vainilla, esencia de calamar, dos potes de repelente para mosquitos, polvo de arándano, catorce velas aromáticas, tres docenas de cucharas de plástico, medio kilo de pasas de uva, bicarbonato de sodio y dos botellas de Jack Daniels etiqueta negra.
Sin consultar la factura, la mujer le tendió los billetes, incluyendo una generosa propina, y comenzó el camino de regreso hacia la puerta. Fue al cruzar de nuevo el living cuando el dependiente miró hacia arriba, siguiendo el derrotero de la enorme escalera de mármol, y descubrió al viejo. A pesar del calor, llevaba un gorrito de lana muy ajustado, contaría luego en el mostrador de la provisión para los ocasionales clientes diarios que quisieran escucharlo. Estaba recostado sobre la baranda, con las barbas desflecadas colgándole, mirando para abajo, informó. Parecía  más viejo, mucho más viejo, que la culpa.
Sosteniéndose apenas del borde de la escalera, con la espalda perforada por pequeños pinchazos que le hacían llorar de dolor, Osho estaba esperando que su asistente despidiera cuanto antes al mozo de los mandados. En unos segundos, subiría las escaleras y lo conduciría a la habitación donde, con lentitud pero con precisión, sometería a su destrozada hernia discal a una nueva sesión de curación.


Los documentos desplegados por los concienzudos registros del Tío Sam eran claros y concluyentes en aquel punto, no dejando espacio para la duda o la arbitrariedad: Bhagwan Shri Rajnísh había llegado a Estados Unidos el 1 de junio de 1981, proveniente de la India, con una visa de turista. La declaración de motivos de viaje señalaba que venía a tratarse su hernia discal en una clínica de Nueva Jersey. Cómo, cuatro años después, aquel ciudadano indio se había convertido en el líder de una comunidad mística, con la sede encastrada en el estado de Oregón, con millones de seguidores que peregrinaban a diario para acceder a sus doctrinas, es un  misterio que se pierde en la noche más cerrada de la burocracia federal.
Los investigadores pudieron determinar que, desde su entrada a Estados Unidos hasta el 30 de octubre de 1984, Osho había permanecido en silencio público, comunicándose solamente a través de su secretaria Sheela Silverman. Había sido su esposo, de hecho, Marc Harris Silverman, quien compró, el 13 de junio de 1981, el rancho de doscientos sesenta kilómetros cuadrados que se convertiría en Rajnishpuram, el núcleo de la comunidad de Osho.
Los documentos referían varios enfrentamientos legales entre propietarios de establecimientos rurales cercanos a Rajnishpuram y la dirigencia de la comunidad de Osho, encabezada por Sheela Silverman. Discusiones, con y sin abogados mediante, entre representantes de los dos bandos, habían dado lugar  a enfrentamientos a golpe de puño, empujones y diversas afrentas de las que el propio Osho parecía ser ignorante, sumido como estaba en su voto de silencio. Además, como una suerte de deidad ajena al mundanal ruido, el líder vivía en la parte más alejada del rancho, en una lujosa casa móvil con piscina, donde había hecho construir un amplio garaje para albergar su única debilidad material: una colección de noventa y tres Rolls-Royces.
El 16 de setiembre de 1985, treinta y siete días antes de que un Jurado Federal lo acusara de evadir leyes de inmigración, Osho, aprovechando que su secretaria y el resto de la directiva de Rajnishpuram estaban en Europa, realizó una suerte de conferencia de prensa en la que deslindó cualquier responsabilidad del accionar de Sheela Silverman, revelando, de paso, que en los años inmediatamente anteriores, ella había incurrido en diversos delitos, desde escuchas telefónicas y grabaciones clandestinas hasta un ataque bioterrorista con salmonella contra los habitantes de la pequeña ciudad de The Dalles, en el condado de Wasco.
Cuando finalmente fue detenido, Osho se sumergió en un proceso judicial que mantuvo en vilo a su equipo de abogados, a la prensa y a los propios investigadores del caso que, a medida que avanzaban en las pesquisas, encontraban nuevos elementos que, lejos de sumar evidencias concretas, los desconcertaban. Luego de estar una semana detenido en una prisión de Charlotte, las autoridades les comunicaron a los abogados de Osho que sería trasladado a Portland para iniciarse el juicio. Sin embargo, en vez de ser subido al avión que lo llevaría de nuevo al condado de Oregón, el místico fue llevado de manera clandestina hacia Oklahoma.
Lo que ocurrió en Oklahoma es confuso y, sobre estos hechos, el metódico y riguroso Tío Sam parece haber extraviado una carpeta. El propio Osho contaría años después que, encontrándose en la penitenciaría federal de El Reno, se lo intentó forzar a registrarse bajo el nombre de David Washington. Al negarse, entendiendo que al asumir un nuevo nombre se borrarían los registros de su ingreso a prisión, el caso se dilató, dando tiempo a sus abogados para que lo encontraran y lograran, finalmente, su traslado a Portland para ser juzgado, en noviembre de 1985.




Una vez a la semana, vistiendo un tapado desvencijado y marchito, que acusaba como todo en ella el inefable paso del tiempo, la mujer entraba al salón de belleza para hacerse las manos. Las chicas se reían por lo bajo, y mientras ella se desprendía del tapado y el sombrero, se hacían señas sobre quien la atendería aquella vez. Muchas de ellas, al pasear con sus novios por la Avenida Gorlero, se la habían encontrado más de una vez, caminando perdida por las cuidadas aceras, deteniéndose bruscamente ante una vidriera o tomando un solitario café en el restaurant más caro del balneario.
Aquella tarde de poco trabajo, una vez ubicada en su sillón habitual, le contó a todas su experiencia de la noche anterior. Una velada, dijo, de las que no se olvidan. Al parecer, junto a unas amigas, que las chicas del salón de belleza suponían tanto o más viejas que ella, habían asistido a una charla que daba un maestro internacional en la sala de conferencias de uno de los hoteles cinco estrellas. La sala estaba repleta, contó, y mientras duró la disertación no había dejado de entrar gente, acomodándose en el pasillo, junto a las escaleras y delante de los primeros asientos de la tribuna, en el piso. El Maestro entró caminando con dificultad, vistiendo una larga túnica blanca y acompañado por una joven asistente que ofició de traductora. Yo estaba un poco lejos del escenario, niñas, y la traductora hablaba muy bajo, pese al micrófono, les contó la veterana a las chicas del salón de belleza. Eso sí: entendí algunas cosas que me parecieron muy sabias y que a mí, lamentablemente, me llegan un poco tarde pero que a ustedes, estoy segura, les pueden servir.
“El hombre es muy débil en lo concerniente a la sexualidad; sólo puede tener un orgasmo. La mujer es infinitamente superior; puede tener orgasmos múltiples. El orgasmo del hombre es local, confinado a los genitales. El orgasmo de la mujer es total, no está confinado a los genitales. Todo su cuerpo es sexual, y puede tener una bella experiencia orgásmica mil veces mayor, más profunda, más enriquecedora, más nutritiva que la que puede tener un hombre”, dijo Osho a través de la intérprete. Y también: “En lo que respecta al crecimiento espiritual, el orgasmo es necesario. En mi opinión, es la experiencia orgásmica del gozo lo que ha dado a la humanidad en los primeros días la idea de la meditación, de buscar algo mejor, más intenso, más vital. El orgasmo es la indicación de la naturaleza de que tienes dentro de ti una cantidad tremenda de gozo. Sencillamente te deja que lo pruebes, luego puedes iniciar tu búsqueda”.
Y así siguió la mujer, por un buen rato, desgranando ante las maravilladas chicas del salón de belleza, las enseñanzas que aquel gurú pequeño y barbudo, que caminaba con dificultad y hablaba con voz lenta y pausada, como si estuviera a punto de quedarse dormido, arropado por sus propias palabras.


La imagen de Bhagwan Shri Rajnísh esposado, rodeado por varios agentes federales y con el rostro en calma, como si estuviera sumido en el auténtico nirvana, recorrió el mundo en pocas horas. Voces de alarma y de crítica, provenientes de sus seguidores en diversas partes del globo, le hicieron ver a sus acusadores que se encontraban ante un caso que amenazaba con desbordarlos. Además, en cada sesión, careo y comparecencia ante el juez, Osho se mantenía imperturbable declarándose inocente.
Finalmente, el equipo de abogados del gurú y las autoridades judiciales llegaron a un acuerdo: Osho saldría bajo fianza tras firmar la llamada ‘declaración Alford’ (en la que el acusado no admite ser culpable pero reconoce que la evidencia en su contra excede la duda razonable), declarándose culpable de haber mentido al solicitar el visado en 1981 y de propiciar casamientos falsos entre algunos de sus discípulos para adquirir la residencia en Estados Unidos.
El resultado del proceso judicial significó un triunfo para el equipo de abogados de Osho, logrando que zafara de otros treinta y tres cargos con una multa de cuatrocientos mil dólares y cinco años de libertad condicional, además de la prohibición de volver a Estados Unidos por al menos un lustro. En medio de la celebración por haber evitado la cárcel, los abogados prepararon la salida de Osho del país, ignorantes por completo de la larga travesía interoceánica que esperaba a su callado cliente.
Bhagwan Shri Rajnísh y el núcleo duro de Rajnishpuram llegaron a Delhi el 17 de noviembre de 1985. De allí se trasladaron a Katmandú, donde una serie de problemas con las visas de varios de los integrantes de la delegación determinó que Osho decidiera viajar a Grecia. Con una visa de turista extendida por un mes, Osho llegó a Creta para definir su futuro plan de acción. Sin embargo, en un episodio que incluyó la presión de las autoridades eclesiásticas locales, cuando llevaba tres semanas en la isla, Osho fue detenido y obligado a abandonar Creta.
A partir de ese momento y, salvando las distancias, a Osho y a su grupo le ocurrió algo parecido a lo que le sucediera al transatlántico alemán St. Louis en 1939, cuando tras dejar Hamburgo con novecientos refugiados judíos germanos a bordo, intentando escapar de la inminencia el holocausto nazi, recorrió diversos puertos sin lograr ser aceptado, debiendo, finalmente, regresar a Alemania. A partir de su salida de Creta, el avión de Osho sobrevoló como un fantasma por diversos espacios aéreos, negándosele la entrada a Suiza, Suecia, Canadá, Irlanda, España y Francia, entre otros países. En algunos casos, como ocurrió en Limerick, se le permitió al avión detenerse a recargar combustible y a Osho y a su grupo pernoctar en un hotel pero sin la posibilidad de salir a la ciudad.
Hasta que una tarde, mientras la nave atravesaba un cerrado manto de nubes sobre el océano Atlántico, uno de los abogados de Osho se comunicó por radio con la tripulación. Buenas noticias, dijo el leguleyo. La Oficina de Migraciones de Uruguay había aceptado la solicitud de residencia en carácter de turista y Osho podría permanecer en aquel país sudamericano durante tres meses con posibilidad a una estadía más prolongada.




El avión que trasladaba a Osho y a su mermada comitiva aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Carrasco en la noche el miércoles 19 de marzo de 1986. Los funcionarios de Migraciones corroboraron el papeleo y determinaron que todo estaba en orden. La visa de turista extendida a Bhagwan Shri Rajnísh lo habilitaba a permanecer en el país por noventa días.
Los contactos locales del gurú habían dispuesto una mansión en Punta del Este para que el Maestro descansara en la mejor forma y preparara una serie de conferencias que pensaba dictar en diversos puntos del país. Sin embargo, un recuadro en la portada de la edición del diario El País del sábado 22 de marzo anunciaba que Osho y su séquito habían abandonado Uruguay de forma ilegal, en el mismo avión privado en que llegaron. “Se desconoce el rumbo que tomó el avión del sexopático (sic) guía espiritual, y si en el mismo, huyó el propio líder del movimiento que blasona las más amplias libertades sexuales, de todo orden, como sistema de vida en sociedad”. El mismo diario, al día siguiente, también en portada, afirmaba que Bhagwan Shri Rajnísh se encontraba en Uruguay, delicado de salud y en la solitaria mansión esteña. Esa tarde, la redacción del semanario Mundocolor recibió una misteriosa llamada telefónica de una voz femenina. La mujer dijo formar parte del grupo cercano del gurú y que podía ofrecer todos los detalles de su viaje y sus intenciones si recibía una determinada cantidad en metálico a cambio. El editor de Mundocolor rechazó la oferta y la mujer no volvió a insistir.
A partir de aquel día, la presencia de Osho en Uruguay se convirtió en una curiosidad periodística, condimentada por el silencio que lo rodeaba y las voces distorsionadas que pretendían conocerlo. Al mismo tiempo, en Punta del Este, Montevideo, Colonia y otras ciudades uruguayas, empezaron a aparecer pequeñas ediciones artesanales, que no consignaban pie de imprenta ni demás datos técnicos, compendiando parte de la obra de Osho. “No permitan que nada se interponga a sus deseos, no se repriman ante el deseo, no vayan contra la voluntad sexual, el sexo es libre y libre hay que practicarlo”, decía un pasaje de uno de los opúsculos en cuestión. “Este es el más profundo mensaje de la canción de Mahamudra: no busques; permanece como eres, no vayas a ninguna parte. Nunca nadie encuentra a Dios. Nadie puede, pues no se conoce la dirección”, podía leerse en otro.
Por esos días, las conjeturas y los trascendidos sobrevolaban las salas de redacción de la prensa montevideana: Osho estaría considerando convertirse en ciudadano uruguayo; Osho habría viajado al departamento de San José para evaluar la compra de una suerte de estancia en la que pensaba refundar su Rajnishpuram de Oregón; Osho había sido visto surfeando en una poco frecuentada playa de Punta del Este. Nadie lograba aprehender la verdad sobre el pintoresco personaje ni, mucho menos, develar sus intenciones en el futuro inmediato. Hasta que el 25 de mayo, en el suplemento dominical del diario El País, la fortaleza fue alcanzada: a doble página, el matutino montevideano publicó una entrevista realizada por el periodista Miguel Carbajal a Bhagwan Shri Rajnísh, luego conocido como Osho.
Aunque en la nota aparece una foto de Osho, con una larga barba blanca y con un gorro tipo rasta, sonriéndole a un trajeado Carbajal en un clima de aparente camaradería, como dos viejos amigos charlando a calzón quitado, la entrevista es una acumulación de frases que le fueron comunicadas por el propio Maestro a sus discípulos. En el ‘diálogo’, Osho, en la voz de sus seguidores, se muestra por momentos beligerante y por momentos paranoico, adquiriendo de a ratos un decidido tinte mesiánico. Cuando Carbajal le pregunta sobre la negativa de diversos países a dejarlo aterrizar, el gurú habla de una persecución en su contra y empieza a repartir. Apunta a los ‘Nuevamente nacidos de Cristo’, un grupo de fanáticos que coordina acciones con la Casa Blanca y que ejercería un enorme ascendiente sobre el entonces presidente Ronald Reagan. También acusa de sus males a los fundamentalistas de origen bautista y carga especialmente las tintas sobre el senador republicano por el estado de Carolina del Norte, Jessy Helms, una suerte de personificación del mismísimo Demonio. “El hindú de barba de viejo y cutis de joven que tiene unos ojos de extraordinaria viveza, es seguido por gente de verdadera fortuna”, escribe Carbajal en aquel perdido ejemplar de El País de los Domingos. “Tal es el caso de Vicky Overoy, de la cadena de hoteles Overoy de cinco estrellas, que estaría dispuesta a venirse a Punta del Este para instalar una sucursal si el Gurú se queda por estas tierras. O los que pondrían dinero para armar una editorial en el Uruguay, donde se publicarían los 200 títulos del Maestro para distribuir a los rincones de un planeta al que visita en estos momentos una nube radiactiva a la que no pueden echar ni cerrar las puertas”. Con esto último, Carbajal se refería al reciente accidente nuclear, ocurrido el 26 de abril de 1986, en la central Vladimir Ilich Lenin de Chernóbil.
La entrevista ofrecida por Osho a la prensa coincidió con el inicio de la difusión de varios de sus opúsculos en Punta del Este y Montevideo, así como con algunas conferencias ofrecidas en anfiteatros privados, plateas de instituciones deportivas y salas de actos de clubes sociales.
A medida que se acercaba el 19 de junio de 1986, fecha en que se cumplía el vencimiento de la visa turística, comenzaron a circular algunos rumores sobre el destino inmediato de Osho. Teniendo en cuenta el rechazo que había recibido por parte de varios gobiernos, era de suponer que una vez que despegara el avión del Aeropuerto Internacional de Carrasco, el gurú y su grupo emprenderían el periplo aéreo a bordo de la nave apestada. Unos días antes de la partida, se supo que el nuevo destino del místico indio sería la soleada Jamaica.
En varios sitios web, entre ellos la página oficial de la Fundación Osho en Uruguay, al momento de reconstruir el pasaje del gurú por el territorio nacional, se afirma que el entonces presidente Julio María Sanguinetti habría anunciado una conferencia de prensa para el 14 de mayo, en la que aclararía el tema de la permanencia de Bhagwan Shri Rajnísh en Uruguay, anunciando la intención de su Gobierno de que el visitante se convirtiera en ciudadano del país. Sin embargo, algo lo habría hecho desistir: en una llamada telefónica proveniente de la Casa Blanca, ordenada por el mismísimo Ronald Reagan, se le habría comunicado a Sanguinetti que, en caso de que Uruguay alojara al gurú, el país debería saldar de inmediato la deuda mantenida con el Tío Sam. (Consultado por este cronista sobre la veracidad del suceso en cuestión, el ex presidente Julio María Sanguinetti profirió una sonora carcajada, definiendo al hecho como “una locura fantástica”).
Finalmente, en la tarde del jueves 19 de junio de 1986, el avión particular de Osho partió desde el aeropuerto El Jagüel de Punta del Este. Luego de permanecer doce horas en el aeropuerto de Kingston, Jamaica, rodeado por una partida de la policía militar, el avión retomó vuelo, descendiendo para abastecerse de combustible en la isla canadiense Terranova y, tras una breve parada madrileña, aterrizó definitivamente en Bombay.


El lugareño había adelantado sus caminatas mañaneras junto al terrier debido a la costumbre de ciertos turistas de caer muy temprano por la playa Mansa. Aquel día, además, tenía que llegar hasta el puestito de pescadores donde habitualmente compraba su esposa para levantar unos mejillones. Mientras se cebaba un mate esperando que lo atendieran, el lugareño reparó en la doble hoja de un diario tirada en el piso, junto al cesto donde iban a parar, impulsadas por los filosos cuchillos fileteadores, escamas, tentáculos, aletas y tráqueas.
El titular hablaba de una personalidad internacional recientemente fallecida. En el primer párrafo se señalaban algunos asuntos delictivos y difusos asociados al muerto y se hacía referencia a su breve estadía en Uruguay, cuatro años atrás. El lugareño se concentró entonces en la enorme foto a color que acompañaba la nota, deteriorada por el contacto con un montículo de arena, las pisadas de varias chancletas y pequeñas manchas de sangre. El viejo de barba blanca y gorro de lana, con el rostro repleto de arrugas y los ojos cerrados, parecía dormido o congelado. Yo a este lo conozco, se dijo el lugareño. Y entonces lo llamaron del mostrador.
Martín Bentancor



-Publicado en la revista LENTO, abril 2014. Numero 13.