Durante varias
mañanas, el lugareño que recorría un tramo importante de la playa Mansa en
compañía de su terrier y portando un
termo y un mate de considerables proporciones, se sorprendió deteniéndose en el
mismo lugar, a escasos metros del mar embravecido y a una veintena de pasos de
una enorme casa rodeada de eucaliptus. Su mirada se posaba, sistemáticamente,
en aquel sujeto de larga barba entrecana que, sentado en el suelo en modo
meditación, permanecía imperturbable bajo los árboles, con los ojos cerrados y
las doradas manos descansando sobre las rodillas. Al lugareño lo maravillaba
aquella inmovilidad, aquel estar por
fuera del mundo, ajeno al ruido de las gaviotas, de los motores en la cercana
avenida y al devenir constante, imperceptible, de la propia Tierra girando en
su aceitado eje. Parece una maceta o un enano de jardín, le dijo un día a su
esposa. Si hasta te dan ganas de arrimarte y cincharle las barbas para ver si son
de verdad o son de yeso.
Una mañana,
mientras el lugareño lo contemplaba con detenimiento desde la playa, Osho abrió
los ojos y encontró la mirada del otro que, confundido, simuló llamar a su
perro. Osho levantó la mano derecha y saludó al vecino, quien le devolvió la
atención con un gesto aparatoso que le hizo volcar un poco de yerba del mate ya
lavado. Luego, indiferente a la mundanal irrupción de los asuntos de los hombres,
Osho volvió a hundirse en la paz que
se gestaba debajo de aquellos eucaliptos de Punta del Este.
El 23 de octubre
de 1985, un Jurado Federal de Estados Unidos emitió la friolera de treinta y
cinco cargos por evasión de leyes de inmigración contra el místico indio
Bhagwan Shri Rajnísh, que había nacido con el nombre de Chandra Mohan Jain, que
por un tiempo se había llamado Acharia Rajnísh y que perpetuaría su fama, sus
enseñanzas y su prédica bajo el más conciso y práctico nombre de Osho.
Cuando los
abogados de Osho supieron de la gravedad de los cargos, el líder espiritual se
encontraba en el rancho Rajnishpuram, en Oregón, rodeado por centenares de
integrantes de su comunidad. Fueron horas confusas y extremas las que se
vivieron aquel día. Un abogado sugirió que Osho se entregara pacíficamente a
las autoridades policiales de Portland para evitar la orden de arresto, la
debacle mediática y para negociar algún tipo de salida que evitara la
reclusión. Las autoridades respondieron por la negativa mientras un comando de
voluntarios de la Guardia Nacional se aprontaba para ingresar a Rajnishpuram.
Algo los detuvo, sin embargo: unas grabaciones obtenidas en el despacho de
Sheela Silverman, la secretaria de Osho, señalaban que se estaba preparando una
respuesta a la posible incursión de las fuerzas de la Ley en la comunidad.
Niños y mujeres sanniasins
(discípulos) conformarían un escudo humano para evitar la llegada hasta Osho,
mientras que integrantes del círculo cercano del místico lo defenderían a puro
balazo.
Cinco días
después, en una pequeña pista de aterrizaje de Carolina del Norte, a varios
kilómetros de Rajnishpuram, unos funcionarios federales que realizaban
controles de rutina en las inmediaciones, se encontraron con un pequeño avión
Learjet alquilado que estaba a punto de despegar hacia Bermudas. En el
interior, los funcionarios hallaron gran cantidad de relojes y brazaletes con
incrustaciones, además de una maleta con sesenta mil dólares. Ubicados en los
asientos, ya con los cinturones dispuestos en plan despegue, los federales hallaron
a varios sanniasins y, al final, en
el último lugar, al mismísimo Osho. Hay varias versiones sobre lo que ocurrió
en aquel momento pero la más fidedigna, la que más ha soportado el pasaje de un
emisor a otro, sea por vía oral, escrita o gestual, es la que dice que Osho no
se inmutó ante la presencia de los federales, pensando que la presencia de
aquellos hombres trajeados y de lentes oscuros en el interior del avión era un
trámite rutinario. La versión también dice que Osho se mostró asombrado cuando
le hablaron de una serie de cargos y un arresto contra él, añadiendo, además,
que nunca se le había informado el destino que llevaba aquella pequeña
aeronave.
El dependiente de
la provisión Sol del Este pulsó el
timbre en la enorme mansión de madera y piedra, compuesta por dos casas
señoriales fusionadas tiempo atrás, que unos días antes había vuelto a ser
habitada. Esperó con la pesada caja entre las manos hasta que escuchó pasos del
otro lado y, a continuación, la puerta se abrió. La mujer que lo invitó a
pasar, contaría luego el dependiente, estaba descalza y llevaba una larga
túnica de seda, blanca y holgada, sin nada debajo.
El dependiente
siguió a la mujer por el living hasta
la cocina, una enorme habitación aséptica y fría, muy parecida a lo que él
creía que debía ser una morgue, que contactaba con un patio de un intenso
verde, con dos o tres eucaliptus frondosos que marcaban el límite hacia la
playa cercana. Te animás a poner todo acá arriba, le dijo la mujer con
indiferencia, mientras buscaba en una alacena un pequeño atado de billetes. El
dependiente colocó la caja sobre la mesada y procedió a retirar los artículos:
diez rollos de papel higiénico, tres frascos de protector solar, doce latas de
arvejas, pan de centeno, vainilla, esencia de calamar, dos potes de repelente
para mosquitos, polvo de arándano, catorce velas aromáticas, tres docenas de
cucharas de plástico, medio kilo de pasas de uva, bicarbonato de sodio y dos
botellas de Jack Daniels etiqueta negra.
Sin consultar la
factura, la mujer le tendió los billetes, incluyendo una generosa propina, y
comenzó el camino de regreso hacia la puerta. Fue al cruzar de nuevo el living
cuando el dependiente miró hacia arriba, siguiendo el derrotero de la enorme
escalera de mármol, y descubrió al viejo. A pesar del calor, llevaba un gorrito
de lana muy ajustado, contaría luego en el mostrador de la provisión para los
ocasionales clientes diarios que quisieran escucharlo. Estaba recostado sobre
la baranda, con las barbas desflecadas colgándole, mirando para abajo, informó.
Parecía más viejo, mucho más viejo, que
la culpa.
Sosteniéndose
apenas del borde de la escalera, con la espalda perforada por pequeños pinchazos
que le hacían llorar de dolor, Osho estaba esperando que su asistente
despidiera cuanto antes al mozo de los mandados. En unos segundos, subiría las
escaleras y lo conduciría a la habitación donde, con lentitud pero con
precisión, sometería a su destrozada hernia discal a una nueva sesión de
curación.
Los documentos
desplegados por los concienzudos registros del Tío Sam eran claros y concluyentes en aquel punto, no dejando
espacio para la duda o la arbitrariedad: Bhagwan Shri Rajnísh había llegado a
Estados Unidos el 1 de junio de 1981, proveniente de la India, con una visa de
turista. La declaración de motivos de viaje señalaba que venía a tratarse su
hernia discal en una clínica de Nueva Jersey. Cómo, cuatro años después, aquel
ciudadano indio se había convertido en el líder de una comunidad mística, con
la sede encastrada en el estado de Oregón, con millones de seguidores que
peregrinaban a diario para acceder a sus doctrinas, es un misterio que se pierde en la noche más
cerrada de la burocracia federal.
Los investigadores
pudieron determinar que, desde su entrada a Estados Unidos hasta el 30 de
octubre de 1984, Osho había permanecido en silencio público, comunicándose
solamente a través de su secretaria Sheela Silverman. Había sido su esposo, de
hecho, Marc Harris Silverman, quien compró, el 13 de junio de 1981, el rancho de doscientos sesenta kilómetros
cuadrados que se convertiría en Rajnishpuram, el núcleo de la comunidad de
Osho.
Los documentos
referían varios enfrentamientos legales entre propietarios de establecimientos
rurales cercanos a Rajnishpuram y la dirigencia de la comunidad de Osho,
encabezada por Sheela Silverman. Discusiones, con y sin abogados mediante,
entre representantes de los dos bandos, habían dado lugar a enfrentamientos a golpe de puño, empujones
y diversas afrentas de las que el propio Osho parecía ser ignorante, sumido
como estaba en su voto de silencio. Además, como una suerte de deidad ajena al
mundanal ruido, el líder vivía en la parte más alejada del rancho, en una
lujosa casa móvil con piscina, donde había hecho construir un amplio garaje
para albergar su única debilidad material: una colección de noventa y tres
Rolls-Royces.
El 16 de setiembre
de 1985, treinta y siete días antes de que un Jurado Federal lo acusara de
evadir leyes de inmigración, Osho, aprovechando que su secretaria y el resto de
la directiva de Rajnishpuram estaban en Europa, realizó una suerte de
conferencia de prensa en la que deslindó cualquier responsabilidad del accionar
de Sheela Silverman, revelando, de paso, que en los años inmediatamente anteriores,
ella había incurrido en diversos delitos, desde escuchas telefónicas y
grabaciones clandestinas hasta un ataque bioterrorista con salmonella contra
los habitantes de la pequeña ciudad de The Dalles, en el condado de Wasco.
Cuando finalmente
fue detenido, Osho se sumergió en un proceso judicial que mantuvo en vilo a su
equipo de abogados, a la prensa y a los propios investigadores del caso que, a
medida que avanzaban en las pesquisas, encontraban nuevos elementos que, lejos
de sumar evidencias concretas, los desconcertaban. Luego de estar una semana
detenido en una prisión de Charlotte, las autoridades les comunicaron a los
abogados de Osho que sería trasladado a Portland para iniciarse el juicio. Sin
embargo, en vez de ser subido al avión que lo llevaría de nuevo al condado de
Oregón, el místico fue llevado de manera clandestina hacia Oklahoma.
Lo que ocurrió en
Oklahoma es confuso y, sobre estos hechos, el metódico y riguroso Tío Sam parece haber extraviado una
carpeta. El propio Osho contaría años después que, encontrándose en la
penitenciaría federal de El Reno, se lo intentó forzar a registrarse bajo el
nombre de David Washington. Al negarse, entendiendo que al asumir un nuevo nombre
se borrarían los registros de su ingreso a prisión, el caso se dilató, dando
tiempo a sus abogados para que lo encontraran y lograran, finalmente, su
traslado a Portland para ser juzgado, en noviembre de 1985.
Una vez a la
semana, vistiendo un tapado desvencijado y marchito, que acusaba como todo en
ella el inefable paso del tiempo, la mujer entraba al salón de belleza para
hacerse las manos. Las chicas se reían por lo bajo, y mientras ella se
desprendía del tapado y el sombrero, se hacían señas sobre quien la atendería
aquella vez. Muchas de ellas, al pasear con sus novios por la Avenida Gorlero,
se la habían encontrado más de una vez, caminando perdida por las cuidadas
aceras, deteniéndose bruscamente ante una vidriera o tomando un solitario café
en el restaurant más caro del
balneario.
Aquella tarde de
poco trabajo, una vez ubicada en su sillón habitual, le contó a todas su
experiencia de la noche anterior. Una velada, dijo, de las que no se olvidan.
Al parecer, junto a unas amigas, que las chicas del salón de belleza suponían
tanto o más viejas que ella, habían asistido a una charla que daba un maestro
internacional en la sala de conferencias de uno de los hoteles cinco estrellas.
La sala estaba repleta, contó, y mientras duró la disertación no había dejado
de entrar gente, acomodándose en el pasillo, junto a las escaleras y delante de
los primeros asientos de la tribuna, en el piso. El Maestro entró caminando con
dificultad, vistiendo una larga túnica blanca y acompañado por una joven
asistente que ofició de traductora. Yo estaba un poco lejos del escenario,
niñas, y la traductora hablaba muy bajo, pese al micrófono, les contó la
veterana a las chicas del salón de belleza. Eso sí: entendí algunas cosas que
me parecieron muy sabias y que a mí, lamentablemente, me llegan un poco tarde
pero que a ustedes, estoy segura, les pueden servir.
“El hombre es muy
débil en lo concerniente a la sexualidad; sólo puede tener un orgasmo. La mujer
es infinitamente superior; puede tener orgasmos múltiples. El orgasmo del
hombre es local, confinado a los genitales. El orgasmo de la mujer es total, no
está confinado a los genitales. Todo su cuerpo es sexual, y puede tener una
bella experiencia orgásmica mil veces mayor, más profunda, más enriquecedora,
más nutritiva que la que puede tener un hombre”, dijo Osho a través de la
intérprete. Y también: “En lo que respecta al crecimiento espiritual, el
orgasmo es necesario. En mi opinión, es la experiencia orgásmica del gozo lo
que ha dado a la humanidad en los primeros días la idea de la meditación, de
buscar algo mejor, más intenso, más vital. El orgasmo es la indicación de la
naturaleza de que tienes dentro de ti una cantidad tremenda de gozo.
Sencillamente te deja que lo pruebes, luego puedes iniciar tu búsqueda”.
Y así siguió la
mujer, por un buen rato, desgranando ante las maravilladas chicas del salón de
belleza, las enseñanzas que aquel gurú pequeño y barbudo, que caminaba con
dificultad y hablaba con voz lenta y pausada, como si estuviera a punto de
quedarse dormido, arropado por sus propias palabras.
La imagen de Bhagwan
Shri Rajnísh esposado, rodeado por varios agentes federales y con el rostro en
calma, como si estuviera sumido en el auténtico nirvana, recorrió el mundo en pocas horas. Voces de alarma y de
crítica, provenientes de sus seguidores en diversas partes del globo, le
hicieron ver a sus acusadores que se encontraban ante un caso que amenazaba con
desbordarlos. Además, en cada sesión, careo y comparecencia ante el juez, Osho
se mantenía imperturbable declarándose inocente.
Finalmente, el
equipo de abogados del gurú y las autoridades judiciales llegaron a un acuerdo:
Osho saldría bajo fianza tras firmar la llamada ‘declaración Alford’ (en la que
el acusado no admite ser culpable pero reconoce que la evidencia en su contra
excede la duda razonable), declarándose culpable de haber mentido al solicitar
el visado en 1981 y de propiciar casamientos falsos entre algunos de sus
discípulos para adquirir la residencia en Estados Unidos.
El resultado del
proceso judicial significó un triunfo para el equipo de abogados de Osho,
logrando que zafara de otros treinta y tres cargos con una multa de
cuatrocientos mil dólares y cinco años de libertad condicional, además de la
prohibición de volver a Estados Unidos por al menos un lustro. En medio de la
celebración por haber evitado la cárcel, los abogados prepararon la salida de
Osho del país, ignorantes por completo de la larga travesía interoceánica que
esperaba a su callado cliente.
Bhagwan Shri
Rajnísh y el núcleo duro de Rajnishpuram llegaron a Delhi el 17 de noviembre de
1985. De allí se trasladaron a Katmandú, donde una serie de problemas con las
visas de varios de los integrantes de la delegación determinó que Osho
decidiera viajar a Grecia. Con una visa de turista extendida por un mes, Osho
llegó a Creta para definir su futuro plan de acción. Sin embargo, en un episodio
que incluyó la presión de las autoridades eclesiásticas locales, cuando llevaba
tres semanas en la isla, Osho fue detenido y obligado a abandonar Creta.
A partir de ese
momento y, salvando las distancias, a Osho y a su grupo le ocurrió algo
parecido a lo que le sucediera al transatlántico alemán St. Louis en 1939, cuando tras dejar Hamburgo con novecientos
refugiados judíos germanos a bordo, intentando escapar de la inminencia el
holocausto nazi, recorrió diversos puertos sin lograr ser aceptado, debiendo,
finalmente, regresar a Alemania. A partir de su salida de Creta, el avión de
Osho sobrevoló como un fantasma por diversos espacios aéreos, negándosele la
entrada a Suiza, Suecia, Canadá, Irlanda, España y Francia, entre otros países.
En algunos casos, como ocurrió en Limerick, se le permitió al avión detenerse a
recargar combustible y a Osho y a su grupo pernoctar en un hotel pero sin la
posibilidad de salir a la ciudad.
Hasta que una
tarde, mientras la nave atravesaba un cerrado manto de nubes sobre el océano
Atlántico, uno de los abogados de Osho se comunicó por radio con la
tripulación. Buenas noticias, dijo el leguleyo. La Oficina de Migraciones de
Uruguay había aceptado la solicitud de residencia en carácter de turista y Osho
podría permanecer en aquel país sudamericano durante tres meses con posibilidad
a una estadía más prolongada.
El avión que
trasladaba a Osho y a su mermada comitiva aterrizó en el Aeropuerto
Internacional de Carrasco en la noche el miércoles 19 de marzo de 1986. Los
funcionarios de Migraciones corroboraron el papeleo y determinaron que todo
estaba en orden. La visa de turista extendida a Bhagwan Shri Rajnísh lo
habilitaba a permanecer en el país por noventa días.
Los contactos
locales del gurú habían dispuesto una mansión en Punta del Este para que el
Maestro descansara en la mejor forma y preparara una serie de conferencias que
pensaba dictar en diversos puntos del país. Sin embargo, un recuadro en la
portada de la edición del diario El País del
sábado 22 de marzo anunciaba que Osho y su séquito habían abandonado Uruguay de
forma ilegal, en el mismo avión privado en que llegaron. “Se desconoce el rumbo
que tomó el avión del sexopático (sic)
guía espiritual, y si en el mismo, huyó el propio líder del movimiento que blasona
las más amplias libertades sexuales, de todo orden, como sistema de vida en
sociedad”. El mismo diario, al día siguiente, también en portada, afirmaba que Bhagwan
Shri Rajnísh se encontraba en Uruguay, delicado de salud y en la solitaria
mansión esteña. Esa tarde, la redacción del semanario Mundocolor recibió una misteriosa llamada telefónica de una voz
femenina. La mujer dijo formar parte del grupo cercano del gurú y que podía
ofrecer todos los detalles de su viaje y sus intenciones si recibía una determinada
cantidad en metálico a cambio. El editor de Mundocolor
rechazó la oferta y la mujer no volvió a insistir.
A partir de aquel
día, la presencia de Osho en Uruguay se convirtió en una curiosidad
periodística, condimentada por el silencio que lo rodeaba y las voces
distorsionadas que pretendían conocerlo. Al mismo tiempo, en Punta del Este,
Montevideo, Colonia y otras ciudades uruguayas, empezaron a aparecer pequeñas
ediciones artesanales, que no consignaban pie de imprenta ni demás datos
técnicos, compendiando parte de la obra de Osho. “No permitan que nada se
interponga a sus deseos, no se repriman ante el deseo, no vayan contra la
voluntad sexual, el sexo es libre y libre hay que practicarlo”, decía un pasaje
de uno de los opúsculos en cuestión. “Este es el más profundo mensaje de la
canción de Mahamudra: no busques; permanece como eres, no vayas a ninguna
parte. Nunca nadie encuentra a Dios. Nadie puede, pues no se conoce la
dirección”, podía leerse en otro.
Por esos días, las
conjeturas y los trascendidos sobrevolaban las salas de redacción de la prensa
montevideana: Osho estaría considerando convertirse en ciudadano uruguayo; Osho
habría viajado al departamento de San José para evaluar la compra de una suerte
de estancia en la que pensaba refundar su Rajnishpuram de Oregón; Osho había
sido visto surfeando en una poco frecuentada playa de Punta del Este. Nadie
lograba aprehender la verdad sobre el pintoresco personaje ni, mucho menos,
develar sus intenciones en el futuro inmediato. Hasta que el 25 de mayo, en el
suplemento dominical del diario El País,
la fortaleza fue alcanzada: a doble página, el matutino montevideano publicó
una entrevista realizada por el periodista Miguel Carbajal a Bhagwan Shri
Rajnísh, luego conocido como Osho.
Aunque en la nota
aparece una foto de Osho, con una larga barba blanca y con un gorro tipo rasta,
sonriéndole a un trajeado Carbajal en un clima de aparente camaradería, como
dos viejos amigos charlando a calzón quitado, la entrevista es una acumulación
de frases que le fueron comunicadas por el propio Maestro a sus discípulos. En
el ‘diálogo’, Osho, en la voz de sus seguidores, se muestra por momentos
beligerante y por momentos paranoico, adquiriendo de a ratos un decidido tinte
mesiánico. Cuando Carbajal le pregunta sobre la negativa de diversos países a
dejarlo aterrizar, el gurú habla de una persecución en su contra y empieza a
repartir. Apunta a los ‘Nuevamente nacidos de Cristo’, un grupo de fanáticos
que coordina acciones con la Casa Blanca y que ejercería un enorme ascendiente
sobre el entonces presidente Ronald Reagan. También acusa de sus males a los
fundamentalistas de origen bautista y carga especialmente las tintas sobre el
senador republicano por el estado de Carolina del Norte, Jessy Helms, una
suerte de personificación del mismísimo Demonio. “El hindú de barba de viejo y
cutis de joven que tiene unos ojos de extraordinaria viveza, es seguido por
gente de verdadera fortuna”, escribe Carbajal en aquel perdido ejemplar de El País de los Domingos. “Tal es el caso
de Vicky Overoy, de la cadena de hoteles Overoy de cinco estrellas, que estaría
dispuesta a venirse a Punta del Este para instalar una sucursal si el Gurú se
queda por estas tierras. O los que pondrían dinero para armar una editorial en
el Uruguay, donde se publicarían los 200 títulos del Maestro para distribuir a
los rincones de un planeta al que visita en estos momentos una nube radiactiva
a la que no pueden echar ni cerrar las puertas”. Con esto último, Carbajal se
refería al reciente accidente nuclear, ocurrido el 26 de abril de 1986, en la
central Vladimir Ilich Lenin de Chernóbil.
La entrevista
ofrecida por Osho a la prensa coincidió con el inicio de la difusión de varios
de sus opúsculos en Punta del Este y Montevideo, así como con algunas
conferencias ofrecidas en anfiteatros privados, plateas de instituciones
deportivas y salas de actos de clubes sociales.
A medida que se
acercaba el 19 de junio de 1986, fecha en que se cumplía el vencimiento de la
visa turística, comenzaron a circular algunos rumores sobre el destino
inmediato de Osho. Teniendo en cuenta el rechazo que había recibido por parte
de varios gobiernos, era de suponer que una vez que despegara el avión del
Aeropuerto Internacional de Carrasco, el gurú y su grupo emprenderían el
periplo aéreo a bordo de la nave apestada. Unos días antes de la partida, se
supo que el nuevo destino del místico indio sería la soleada Jamaica.
En varios sitios
web, entre ellos la página oficial de la Fundación Osho en Uruguay, al momento
de reconstruir el pasaje del gurú por el territorio nacional, se afirma que el
entonces presidente Julio María Sanguinetti habría anunciado una conferencia de
prensa para el 14 de mayo, en la que aclararía el tema de la permanencia de Bhagwan
Shri Rajnísh en Uruguay, anunciando la intención de su Gobierno de que el
visitante se convirtiera en ciudadano del país. Sin embargo, algo lo habría
hecho desistir: en una llamada telefónica proveniente de la Casa Blanca,
ordenada por el mismísimo Ronald Reagan, se le habría comunicado a Sanguinetti
que, en caso de que Uruguay alojara al gurú, el país debería saldar de
inmediato la deuda mantenida con el Tío
Sam. (Consultado por este cronista sobre la veracidad del suceso en
cuestión, el ex presidente Julio María Sanguinetti profirió una sonora
carcajada, definiendo al hecho como “una locura fantástica”).
Finalmente, en la
tarde del jueves 19 de junio de 1986, el avión particular de Osho partió desde
el aeropuerto El Jagüel de Punta del Este. Luego de permanecer doce horas en el
aeropuerto de Kingston, Jamaica, rodeado por una partida de la policía militar,
el avión retomó vuelo, descendiendo para abastecerse de combustible en la isla
canadiense Terranova y, tras una breve parada madrileña, aterrizó
definitivamente en Bombay.
El lugareño había
adelantado sus caminatas mañaneras junto al terrier
debido a la costumbre de ciertos turistas de caer muy temprano por la playa
Mansa. Aquel día, además, tenía que llegar hasta el puestito de pescadores
donde habitualmente compraba su esposa para levantar unos mejillones. Mientras se
cebaba un mate esperando que lo atendieran, el lugareño reparó en la doble hoja
de un diario tirada en el piso, junto al cesto donde iban a parar, impulsadas
por los filosos cuchillos fileteadores, escamas, tentáculos, aletas y tráqueas.
El titular hablaba
de una personalidad internacional recientemente fallecida. En el primer párrafo
se señalaban algunos asuntos delictivos y difusos asociados al muerto y se
hacía referencia a su breve estadía en Uruguay, cuatro años atrás. El lugareño
se concentró entonces en la enorme foto a color que acompañaba la nota,
deteriorada por el contacto con un montículo de arena, las pisadas de varias
chancletas y pequeñas manchas de sangre. El viejo de barba blanca y gorro de
lana, con el rostro repleto de arrugas y los ojos cerrados, parecía dormido o
congelado. Yo a este lo conozco, se dijo el lugareño. Y entonces lo llamaron
del mostrador.
Martín
Bentancor
-Publicado en la revista LENTO, abril 2014. Numero 13.
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