martes, 27 de enero de 2009

Obituario: John Updike


A los setenta y seis años, víctima de un cancer, ha fallecido el escritor estadounidense John Updike. Junto con Don Delillo, Philip Roth, Raymond Carver, John Cheever y J. D. Salinger, Updike conforma la columna principal de la narrativa norteamericana de los últimos cincuenta años, una columna tan sólida en su calidad literaria como prolìfica y heterogenea en sus registros. Autor de la saga "Conejo" - Corre, conejo (1960), El regreso de Conejo (1971), Conejo es rico (1981), Conejo en paz (1991) y Conejo en el recuerdo y otras historias (2000) - Updike fue un autor dificil de encasillar, capaz de apelar a las voces más disímiles para vestir de poderío a sus personajes, seres generalmente cansados, abatidos por una realidad que los supera y refuerza el propio patetismo de su existencia.

A continuación, un fragmento emergido de su pluma:

"Wendell preguntó a Bech qué escribía en la actualidad, y Bech repuso que nada escribía; dijo que se dedicaba a corregir las erratas de imprenta de sus anteriores obras, y descubría grandes cantidades de ellas. No era de extrañar que los críticos no hubieran comprendido sus obras"

sábado, 24 de enero de 2009

El hogar de Juan Pedro López

Juan Pedro López
(Canelones, 15 de agosto de 1885 – Montevideo, 25 de enero de 1945)

A sesenta y cuatro años de su fallecimiento.


(...) En el paraje de Etchevarría, a escasos kilómetros de la ciudad de Canelones, un desparejo camino vecinal lleva su nombre; un sendero de balasto y tierra, frecuentado por autos y motos que cuenta, como mayor virtud, en servir de atajo o “cortada” entre la ciudad de Los Cerrillos y la capital del departamento. Son pocos los que reparan en los dos carteles que indican el verdadero nombre del camino y en la connotación que aquella zona rural de intensa actividad frutícola, tuvo en la obra del Juan Pedro López. Además de su nacimiento y sus primeros años en el paraje (en una vivienda que hoy ya no existe) Juan Pedro López se encargó de regresar al pago de Etchevarría a través de su propia obra donde, bajo la forma del verso y la elaboración poética, trazó su propia autobiografía y la referencia exacta de sus primeros años en el mundo.
En su obra El rancho, Juan Pedro López realiza una evocación de carácter general que lo ata a su propio nacimiento y a la condición humilde de su familia y de la propia vivienda:
“...Bajo el pasto que ha crecido
copioso y divinamente
se oculta para la gente
el hogar en que he nacido...”

Esa figura casi fantasmal en que se constituye el pobre rancho donde nació, se vuelve para el poeta en fuente de recuerdos (penas y alegrías) de la que a veces quiere escapar, tarea que le resulta muy difícil:

“...Cuantas veces he querido
dejar su memoria trunca
no recordarla más nunca
echar todo en el olvido...”


En otro texto de similar evocación biográfica – Mi tapera -, López avanza en la descripción del rancho que se ha despoblado y se ha convertido en la figura del título. Esa evocación está unida a su papel de cantor y a la figura majestuosa y siempre presente de su madre:

“Existe allá en Canelones
una derruida tapera
voy a recordar siquiera
aquellos caídos terrones.
Ya no se oyen las canciones
que mi madre me cantaba,
ella atenta me escuchaba
y me solía decir:
¡Yo no te puedo sentir,
hijo del alma!... y lloraba...”

La tercera evocación que de su hogar realiza Juan Pedro López la encontramos, en una línea más personal e intimista que en Mi tapera, en la composición Doña Micaela, texto dedicado a destacar la imagen de su madre, doña Micaela Pérez. Para comenzar su reevocación, López se vale de la figura de su rancho, señalándolo, ésta vez, geográficamente en el mapa:

“...Cerca de aquel pueblo donde yo nací
de Canelones a una legua escasa
bordando un camino de pitas y tunas
un rancho se alzaba...”


El tiempo ha pasado y las generaciones también. El polvo del olvido se ha asentado sobre el paraje que fuera cuna de Juan Pedro López. Pero su obra, dispersa en libros, grabaciones y en el recuerdo de memoriosos y adeptos al sentir de su inquietud poética, sigue viva la estela de su propia leyenda.

- Fragmento de un texto publicado originalmente en Hoy Canelones (20/02/2008)





- En la secuencia fotográfica, se aprecia al autor junto a Robert Umpiérrez restaurando el cartel principal
del camino Juan Pedro López, el 25 de enero de 2008.

lunes, 19 de enero de 2009

La soledad según Richard Yates


Dentro de la literatura norteamericana de su tiempo, la obra de Richard Yates (1926-1992) cruzó como un satélite menor, destinado a ahogarse en su propio brillo sin dejar secuelas ni mojones meritorios. O eso pretende creer cierto sector de la crítica de Estados Unidos (especialmente la gestada en los suplementos de importantes diarios) que, con una campaña de ocultamiento y desmericimiento, ha intentado ahogar a una de las voces más destacadas de la ficción del siglo XX. Con su debut novelístico - Revolutionary Road, 1961 - Yates se ubicó en un sitial de honor entre los nuevos valores emergentes de la narrativa de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta. Pero lo que despuntaba como una carrera llena de éxitos, se vio hundida en un sinfin de rechazos literarios, desprecios académicos y peripecias vitales tan trágicas como patéticas. Desde aquella novela inicial hasta sus días finales, viviendo casi como un méndigo (habitaba un apartamento plagado de cucarachas y, según su biógrafo Blake Bailey, guardó hasta su muerte el manuscrito de su última novela en la heladera para protegerlo de posibles incendios), Yates atravesó la ruta más maltrecha y menos promocionada del american way of life. Tras su muerte, como es moneda corriente, llegó el éxito: ediciones, reediciones, traducciones, homenajes, estudios académicos y la conversión en clásico.

Once tipos de soledad es un libro de relatos donde Richard Yates aborda el cuento desde su estructura más tradicional, apegado al hoy archiperimido esquema de planteo-desarrollo-desenlace, contando historias anodinas, en ocasiones de una simplicidad pasmosa y describiendo caracteres humanos que mezclan el fracaso con la redención por medio de insignificantes y epifánicas acciones. Una agria maestra de primaria que, en el último día de clases, decide hacerle un obsequio a sus temerosos alumnos; un escritor en bancarrota que decide relanzar su carrera desde una columna de un pasquín sindical o la última noche de soltería de una pareja que va hacia el matrimonio como otros a la guerra, son algunos de los andamios que construye Yates para edificar su sólida torre literaria, una torre poblada por seres solitarios, perdedores netos, personajes que atisban una salida a sus problemas mundanos pero que se hunden en el camino que los lleva hacia allí. Sin la acidez de John Cheever, la sofisticación de John Updike ni la aparente complejidad de Salinger, Yates se desmarca de sus contemporaneos y predecesores con una voz profundamente personal. El resultado es una prosa que privilegia el sentimiento mediante la descripción, logrando en pocas palabras, describir las miserias y virtudes de toda una vida como cuando, desde la rutina de la hora que precede a la cena, un personaje contempla a su esposa haciendo las tareas de la casa: "Este humor de cóctel feliz era un efecto cuidadosamente estudiado, lo supo. También lo era la firmeza maternal durante la cena de los chicos. También lo era la eficiencia enérgica y razonable con la que había atacado el supermercado más temprano, ese mismo día. Y así sería, más tarde, a la noche, la ternura de su entrega. La rotación ordenada de muchos humores era su vida, o, más bien, aquello en lo que su vida se había convertido. Lo manejaba bien y era sólo raramente, mirando su cara muy de cerca, que él podía darse cuenta de cuánto le estaba costando el esfuerzo".

jueves, 1 de enero de 2009

El guardián nonagenario

Hoy, 1 de enero de 2009, J. D. Salinger cumple 90 años.
El dato, en sí, importa poco ya que de Salinger como persona es poco lo que se conoce. O, mejor dicho, se conoce demasiado pero por fuentes erroneas, maledicientes y harto arbitrarias. Se sabe que su nombre y su obra se han convertido en mitos vivientes de la Literatura Americana, que es hijo de un matrimonio judío de clase media y que creció y se educó en Manhattan.
A medio camino entre la leyenda real y la leyenda publicitaria, Salinger se las ha ingeniado para entrar en el canon literario del siglo XX y, aparentemente, del XXl, con una obra por demás breve, un acotado cuerpo textual cuya suma de páginas no alcanza el millar. Autor de ese clásico moderno llamado El guardián en el centeno – suerte de libro guía del asesino de John Lennon, Mark David Champman y que el personaje interpretado por Mel Gibson en Conspiracy Theorye (Richard Donner, 1997) compra algo así como unas veinte veces-, el resto de su obra oficia como una extensa posdata de su texto mayor; texto que ha sido traducido y reeditado hasta el hartazgo sumando lectores a lo largo de las nuevas generaciones. Muchos críticos no entienden tamaño fervor ante una obra que consideran demasiado personal e intimista; para otros, El guardián... contiene en sus entrañas las semillas que germinarían en textos de una infinidad de autores posteriores.
En español, además de las varias ediciones de El guardián en el centeno, pueden encontrarse la novela Franny y Zooey, el conjunto de relatos Nueve cuentos y las dos engañosas nouvelles reunidas en un único volumen: Levantad, carpinteros la viga del tejado y Seymour una introducción. Además de la peripecia vital de Holden Caufield, protagonista de El guardián..., Salinger construyó la mayor parte de sus ficciones alrededor de la familia Glass, un grupo de hermanos prodigios o chicos talentosos de esos que los padres anotan en concursos televisivos de ingenio para ganar el premio principal y hacer morir de envidia a sus amigos y vecinos. En el relato de las peripecias de esa familia ligeramente disfuncional, neurótica y con en ferreo pero extrañísimo código interno, Salinger volcó sus observaciones y vivencias gestadas en una década crucial del pasado siglo, una década donde el mercado, las artes y la sociedad oficiaron de embrión (como El guardián... con ciertos autores y libros posteriores) de la cultura pop: la década del cincuenta. Desde esa óptica, puede leerse la obra de Salinger con los anteojos de un ensayista o como el extraño conjunto de notas de campo de un antropólogo perdido en el corazón de la gran ciudad. Después, viene el encierro, el mito, la negativa a dar entrevistas, las escasas fotos que de él se conocen y un silencio literario de más de cuarenta años como sí, al forjar su breve obra, Salinger se hubiera plantado de golpe, renunciando a seguir contanto, escribiendo, diseccionando todo aquello que veía.
En Levantad, carpinteros, la viga del tejado, texto que, literariamente, es notoriamente mayor que El guardián en el centeno, el narrador se halla detenido en medio de un tráfico congestionado, observando a un viejo solitario que fuma su habano en silencio desde el asiento de un coche gigantesco. Ese viejito, esbozo del Salinger nonagenario que hoy cumple años, es presentado no por sus características físicas sino por las marcas, imperceptibles pero existentes, que lo acercan al final de la vida: “Por primera vez en varios minutos, eché una mirada al minúsculo viejecito que tenía el cigarro sin encender. El retraso no parecía afectarlo. Su manera de estar sentado en el asiento trasero de un coche, coche en movimiento, coche estacionado e incluso, era inevitable imaginarlo, coche saltando de un puente al río, parecía una norma establecida. Era maravillosamente sencillo. Simplemente, había que sentarse muy derecho, manteniendo una distancia de diez o doce centímetros entre la copa del sombrero y el techo, y mirar ferozmente hacia delante, el parabrisas. Si la Muerte – que estaba allí afuera todo el tiempo, posiblemente sentada en el capó -, si la Muerte atravesaba misteriosamente el espejo y entraba en busca de uno, bastaba con ponerse de pie e irse con ella, feroz pero tranquilamente. Era posible llevarse el cigarro, si se trataba de un habano auténtico”.