Dentro de la literatura norteamericana de su tiempo, la obra de Richard Yates (1926-1992) cruzó como un satélite menor, destinado a ahogarse en su propio brillo sin dejar secuelas ni mojones meritorios. O eso pretende creer cierto sector de la crítica de Estados Unidos (especialmente la gestada en los suplementos de importantes diarios) que, con una campaña de ocultamiento y desmericimiento, ha intentado ahogar a una de las voces más destacadas de la ficción del siglo XX. Con su debut novelístico - Revolutionary Road, 1961 - Yates se ubicó en un sitial de honor entre los nuevos valores emergentes de la narrativa de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta. Pero lo que despuntaba como una carrera llena de éxitos, se vio hundida en un sinfin de rechazos literarios, desprecios académicos y peripecias vitales tan trágicas como patéticas. Desde aquella novela inicial hasta sus días finales, viviendo casi como un méndigo (habitaba un apartamento plagado de cucarachas y, según su biógrafo Blake Bailey, guardó hasta su muerte el manuscrito de su última novela en la heladera para protegerlo de posibles incendios), Yates atravesó la ruta más maltrecha y menos promocionada del american way of life. Tras su muerte, como es moneda corriente, llegó el éxito: ediciones, reediciones, traducciones, homenajes, estudios académicos y la conversión en clásico.
Once tipos de soledad es un libro de relatos donde Richard Yates aborda el cuento desde su estructura más tradicional, apegado al hoy archiperimido esquema de planteo-desarrollo-desenlace, contando historias anodinas, en ocasiones de una simplicidad pasmosa y describiendo caracteres humanos que mezclan el fracaso con la redención por medio de insignificantes y epifánicas acciones. Una agria maestra de primaria que, en el último día de clases, decide hacerle un obsequio a sus temerosos alumnos; un escritor en bancarrota que decide relanzar su carrera desde una columna de un pasquín sindical o la última noche de soltería de una pareja que va hacia el matrimonio como otros a la guerra, son algunos de los andamios que construye Yates para edificar su sólida torre literaria, una torre poblada por seres solitarios, perdedores netos, personajes que atisban una salida a sus problemas mundanos pero que se hunden en el camino que los lleva hacia allí. Sin la acidez de John Cheever, la sofisticación de John Updike ni la aparente complejidad de Salinger, Yates se desmarca de sus contemporaneos y predecesores con una voz profundamente personal. El resultado es una prosa que privilegia el sentimiento mediante la descripción, logrando en pocas palabras, describir las miserias y virtudes de toda una vida como cuando, desde la rutina de la hora que precede a la cena, un personaje contempla a su esposa haciendo las tareas de la casa: "Este humor de cóctel feliz era un efecto cuidadosamente estudiado, lo supo. También lo era la firmeza maternal durante la cena de los chicos. También lo era la eficiencia enérgica y razonable con la que había atacado el supermercado más temprano, ese mismo día. Y así sería, más tarde, a la noche, la ternura de su entrega. La rotación ordenada de muchos humores era su vida, o, más bien, aquello en lo que su vida se había convertido. Lo manejaba bien y era sólo raramente, mirando su cara muy de cerca, que él podía darse cuenta de cuánto le estaba costando el esfuerzo".
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