El primer volumen de mi biblioteca, el
título inicial que inauguró el puñado de libros que conforman mi único bien
material digno de mención, no fue un Alejandro Dumas, ni un Julio Verne, ni un
Victor Hugo; no fue ninguno de los títulos de cubierta amarilla de la colección
‘Robin Hood’ (que, discontinuados, llegarían con el correr de los años, como
tesoros fosforescentes en épocas de pobreza), ni algunas de esas versiones
resumidas –en tapa dura y doradas letras adelante- de Tom Sawyer en el
extranjero o La cabaña del Tío Tom.
El primer volumen de mi biblioteca es
una novela del Oeste (“novelita del Oeste”, según el librero de la feria de los
domingos de Las Piedras que, algunos años después del encuentro con el libro
que acá comento, se convertiría en una suerte de Virgilio en mi descenso
luminoso al mundo de las novelas –“novelitas”- de ciencia ficción, espionaje,
suspenso y terror), llamada Un triste vaquero, escrita por Raf Segrram y
editada por la editorial Bruguera de Barcelona, en su colección Bisonte, en
enero de 1952.
En la cubierta, donde vemos a un niño
cercado por un lobo mientras un vaquero (“el triste vaquero”) se acerca por
detrás con un revolver en la mano, destaca un amarillo intenso; color que ha
soportado imperturbable el paso de los años, la precariedad de algunas
viviendas que me tocó habitar, el corrosivo ácido de las cajas donde varias
veces fue guardado y el traqueteo de algunos camiones de mudanza y que
evidencia, como ningún otro documento libresco, los buenos materiales que
empleaban algunas imprentas españolas en pleno franquismo.
Así empieza Un triste vaquero:
“Sudoroso, hambriento, estropeada y sucia la ropa, Jackie avanzaba con lentitud
por el camino que bordeaba Cocoraqu Butte. En su cara de pilluelo guapo,
brillaban tristonas sus grises pupilas sombreadas por largas pestañas
oscuras…”. En aquel tiempo yo leía y no cuestionaba demasiado el aspecto más
técnico, sintáctico y estilístico de la lectura; solo me interesaban las
historias, el viaje por la aventura del personaje central, el amasijo
argumental. Por eso, no me pregunté hasta muchos años después quién era Raf
Seggram (un particular nombre anglosajón) ni por qué no se consignaba el dato
del traductor ni, mucho menos, por qué razón en el primer párrafo de la novela
aparecían diez adjetivos. Supe, hace relativamente poco, que Raf Seggram era,
en realidad, Rafael Segovia Ramos, uno de los tantos autores españoles de
“novelas de a duro” que, a diferencia del violento Marcial Lafuente Estefanía,
se refugió en un alias literario que incluía, en parte, su propio nombre.
El pasado 16 de febrero se cumplieron
veinte años de la llegada a mi poder de Un triste vaquero y de la inauguración
de mi biblioteca. Tengo muy presente la fecha porque figura en la tapa del
libro: yo mismo la escribí con tinta azul, ahora deslucida, como una forma de
perpetuar el mágico momento del arribo del volumen número uno; la fecha se
continúa en la primera página interna con la aclaración “Regalo de Abuela
Hilda”. Y es acá, señores, donde aparece en escena la auténtica protagonista de
esta evocación.
Solo a mi abuela Hilda le debo el amor a
los libros y, por extensión, a la palabra impresa. Quedarme algunos días en
casa de mis abuelos significaba un extraño viaje temporal: hacia el futuro (a
diferencia de mi casa, mis abuelos tenían luz eléctrica) y hacia el pasado (por
el sabor de las historias que los dos viejos traían al presente, con ese modo
de narrar campesino, ya casi perdido, donde el que cuenta paladea las
enumeraciones, los detalles –muchas veces sórdidos-, los silencios).
El 16 de febrero de 1992, mi abuela, al
verme garabatear una historia –mi antigua obsesión con el destino de Juan Díaz
de Solís, seguramente- en un puñado de hojas que el abuelo traía de la caseta
de vigilancia del frigorífico, buscó entre los cajones de un viejo mueble hasta
dar con Un triste vaquero. Y me lo obsequió. Y, sin saberlo, inauguró la
sucesión de volúmenes que, veinte años después, cobijados en madera y
dispuestos a mis espaldas, contemplan, imperturbables, cómo escribo estas líneas.
El volumen supo ser de mi padre, allá
por su infancia, y le fue obsequiado por una maestra especialmente adepta a la
lectura y que quería, a toda costa, sembrar el amor por los libros en aquel
puñado de hijos de campesinos que le había tocado por alumnado. Esta ejemplar
maestra, le entregaba todos los viernes un libro a cada alumno con la consigna
de que el lunes, los lectores debían resumir la historia que habían leído
durante el fin de semana. Según abuela Hilda, mi padre, poco inclinado a leer
aunque en sus últimos años se convertiría en un lector entusiasta de todos mis
trabajos y en visitante asiduo de mi biblioteca, le pedía a ella que leyera el
libro asignado por la maestra y le comentara el argumento para, llegado el
lunes, recitarlo ante la noble educadora. Como sea, mi padre escribió su nombre
en la página cinco del libro, con una cuidada caligrafía que resalta las
mayúsculas y, especialmente, la inicial de su segundo nombre, seguida por el
punto.
Aunque mi ejemplar
de Un triste vaquero consigna que Raf Segrram escribió casi sesenta libros para
la Colección Bisonte, nunca pude hacerme con otro título de este autor. Por
años, en mis incursiones en las librerías de viejo de Las Piedras, Colón y Paso
Molino, así como en los puestos de “novelitas” de varias ferias, busqué en vano
otro Segrram. Después desistí porque entendí que teniendo este libro en mi
poder, atesorándolo en un sitial destacado de mi biblioteca, cuidándolo de lo
avances de la humedad, los insectos y los visitantes curiosos, los tengo a
todos: todos los Segrram, todos los vaqueros tristes y harto adjetivados, todas
las vivencias de mi padre, todas las historias de mis abuelos, todas las altas
y bajas literaturas, todos los recuerdos de infancia, en definitiva, todos los libros.
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