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Pocos años antes de morir, Roberto Bolaño pasó de ser un escritor leído por una minoría que lo veneraba (y no lo compartía con otros lectores) a un reconocido autor aclamado con los más importantes premios literarios, solicitado en los más respetados concursos internacionales y buscado por un sinfín de periodistas que siempre aguardaban su frase mordaz, su dardo certero contra alguna Figura de la Literatura (desde Isabel Allende a Volodia Teitelboim, desde Camilo José Cela a Marcela Serrano). La fama que le tocó vivir fue la del escritor sudaca premiado en la madre patria editorial española, la del tipo pobre sin pelos en la lengua que habla porque no tiene nada que perder y desprecia por igual al canon y al hit parade, el lúcido ser humano que sabe que ser famoso es un valor relativo si se es víctima de una enfermedad hepática mortal que puede tumbarte en cualquier momento sin dejarte emprender una tarea tan sencilla como la de jugar con tu hijo.
La fama que le llegó a Roberto Bolaño después de su muerte es calderilla, carne de cañón para crónicas, artículos de portada y estos blogs literarios que pululan por Internet. Y por sobre todo eso, más allá de la fama y la trascendencia, están sus libros: páginas y más páginas de escritura viva, en constante crecimiento, en continúa expansión.
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