Dándole duro a esos gringos
Doce
perfiles de escritores estadounidenses y el breve ensayo ‘Cuentos policiales
norteamericanos’ integran el último libro que Ricardo Piglia publicara en vida,
un cuidado volumen editado por Tenemos las Máquinas. El libro trasciende la
mera acumulación de estampas y se constituye en toda una forma y una postura de
leer la literatura de un país.
Martín
Bentancor
En alguna conferencia dedicada a la novela
y la traducción, Ricardo Piglia supo contar, con su estilo discursivo único,
cargado de pausas y puntualizaciones, la visita que en algún momento del
agitado siglo diecinueve, el general Lucio Mansilla le realizara al general
Bartolomé Mitre. El dueño de casa hizo esperar unos minutos al visitante y,
cuando finalmente lo atendió, le ofreció las disculpas del caso, diciéndole que
se encontraba traduciendo La Divina
Comedia. “Muy bien”, fue la respuesta de Mansilla, “hay que darle duro a
esos gringos”.
La anécdota, más allá del remate alentador
del autor de Una excursión a los indios
ranqueles, permite ilustrar algunos aspectos no solo de la figura del
traductor sino de la relación que se genera entre los hablantes de un idioma y
la literatura que, escrita en otra lengua, es volcada a la lengua nativa. En el
caso de la literatura norteamericana, todo se problematiza un poco más debido a
que el corpus de textos proviene de las entrañas mismas del monstruo-sistema
capitalista (insertar aquí el símbolo que se desee), a saber, de un país que
siempre representará, para una parte de la población de estas desoladas
colonias, una suerte de enemigo pero, también, una central que produce,
empaqueta y distribuye un porcentaje importante de la cultura que consumen los
propios colonizados.
Si hay que buscar un posible nacimiento de
la literatura norteamericana en las obras poderosas de escritores como Herman
Melville, Nathaniel Hawthorne, Bret Harte y Mark Twain, por nombrar a los de
manual digamos, mucho más compleja es la tarea de establecer la línea de los
continuadores y los rupturistas del siglo siguiente, la prodigiosa centuria en
la que el país dominado ahora por un bufón demente que en los hechos está
demostrando ser más lo segundo que lo primero, se llenó de creadores originales
que, de diversas maneras y con los más variados estilos, se dedicaron a contar
esa compleja Norteamérica que, entre otras cosas, ya engendraba en las entrañas
el germen de su actual decadencia.
La pequeñez física del libro Escritores norteamericanos, que
apareció en librerías un par de semanas antes de la muerte de Ricardo Piglia,
ocurrida el pasado 6 de enero en Buenos Aires, llama al engaño del lector
apresurado, pues sus setenta y ocho páginas alcanzan para trazar un mapa lúcido
y preciso de la gran literatura norteamericana del siglo veinte, con lo que se
revela otra prueba de la maestría de su autor, quien en conferencias, ensayos y
en sus propias ficciones, trabajó como pocos la noción de fragmento, de idea
escapada del malón de pensamientos, brotes nunca aforísticos de análisis e
inspiración para leer y comprender determinados fenómenos literarios.
Doce
autores
Escritores
norteamericanos
fue escrito, en realidad, cincuenta años atrás, como una serie de
presentaciones breves de los autores de los cuentos que integraron el libro Crónicas de Norteamérica, publicado por
la Editorial Jorge Álvarez en 1967, a saber: ‘Jugando al bridge’, de Ring
Lardner; ‘Manos’, de Sherwood Anderson; ‘Solo los muertos conocen Brooklyn’, de
Thomas Wolfe; ‘Dos soldados’, de William Faulkner; ‘Domingo loco’, de Francis
Scott Fitzgerald; ‘Una carrera de persecución’, de Ernest Hemingway; ‘Pasión de
pleno verano’, de Erskine Caldwell; ‘La cara contra el suelo’, de Nelson
Algreen; ‘Una guitarra de diamante’, de Truman Capote; ‘¿Por qué no pueden
decirte el porqué?’; ‘El indio’, de John Updike y ‘Esta mañana, esta tarde, tan
pronto’, de James Baldwin.
Lejos de escribir las deslavadas
presentaciones de autores que suelen aparecer en muchas antologías que salen
año tras año al mercado (fecha de nacimiento y muerte, acumulación de títulos
publicados y la mención a algún premio), Ricardo Piglia opta por elaborar un
particular perfil del autor, ramificando el estilo en cada caso para no caer en
una fórmula básica y elemental. En sus semblanzas se encuentran muchos de los
datos que aparecen en cualquier biografía del autor en cuestión pero, también,
Piglia propone, elabora y desarrolla elementos nuevos para enfrentar las obras,
sin caer nunca en el lugar común, lo que es especialmente destacable en alguien
que, al momento de escribir los textos no había cumplido aún veintiséis años,
chapoteaba con la publicación de su primer libro y, tal como cuenta en Los diarios de Emilio Renzi. Años de
formación, hacía malabares con los pocos pesos que le entraban por trabajos
variados y puntuales, alejados de cualquier tipo de estabilidad económica.
En la presentación del relato de Francis
Scott Fitzgerald, por ejemplo, Piglia capta en un párrafo la esencia trágica
que conforma el sustento humano del autor de Al este del paraíso: "Magullado
por volar tan arriba, por revolotear hasta las lámparas y golpearse contra
ellas, Scott Fitzgerald nos trajo algo de aquella luz que había tocado. 'The
Great Gatsby', algunos cuentos, 'Tender is the Night' y su extraordinaria 'The
Crack-Up' son una prueba de la colosal vitalidad de su ilusión. Todos son,
también, una premonición de su destino. El fracaso (viene a decirnos
Fitzgerald) está en el corazón de la esperanza, en lo más ahincado del amor se
agazapan la pérdida y el olvido: toda vida es un proceso de demolición".
O en el impresionante texto sobre Sherwood Anderson, presentado como un relato
en sí mismo, Piglia hurga en las razones que llevaron al exitoso gerente de una
compañía a largar todo para dedicarse a la escritura: “Prototipo del self-made writer,
Anderson (Nacido en Ohio en 1876) abandonaba las respetables seguridades que él
mismo se había construido y se lanzaba, de un modo incierto y atropellado, a la
aventura de la literatura: establecido en Chicago, a partir de 1914 empieza a publicar
cuentos en diarios y revistas. Esta huida, este abandono del ‘orden burgués’
(que define su vida) será el tema central de su obra”. Y por último, cito
acá un párrafo de la semblanza que Piglia le dedica a Thomas Wolfe, tal vez el más
grande de todos los escritores presentes en la antología, y que tiene en su
capacidad de concreción mucha más fibra y espíritu que la película pueril que
Hollywood le dedicara al vínculo del autor de Del tiempo y el río con el editor Maxwell Perkins (Genius, Michael Grandage, 2016): “Fausto moderno, intentaba lo imposible:
hacer entrar el mundo entero en esas grandes sábanas de papel, convertir la
masa amorfa de sus temas en una valoración cualitativa de toda la vida
norteamericana. La muerte lo paró a mitad de camino, pero sus libros son los
más ambiciosos, los más voluminosos, los más insolentes, originales y retóricos
de la historia de la literatura norteamericana”.
El
autor de las notas
En los meses durante los cuales trabajó en
las notas para el libro Crónicas de
Norteamérica, Ricardo Piglia leyó muchísimo sobre los autores en cuestión.
Rastreó biografías y entrevistas, buscó antiguas traducciones para compararlas
con las que emprendieron los traductores de los cuentos del volumen, elucubró
sobre las motivaciones y los entornos en que fueron escritos los relatos, se
quedó desvelado varias noches pensando en la influencia de William Faulkner en
un montón de autores argentinos y siguió pensando en alguno de los doce
mientras esperaba a Julia, su pareja de entonces, de la vuelta de la casa de
empeños, sitio al que había ido a cambiar por unos pesos los discos de Brahms.
En el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi se asiste de primera mano a las idas y
vueltas del proceso de la escritura de las notas, así como a la aparición de La invasión, el primer libro de Piglia.
Es interesante apreciar, además, como este lector omnívoro y pertinaz,
acostumbrado a no quedarse nunca con las verdades de manual, incansable
fatigador de subrayados y relecturas, nutre sus propia escritura de las
elucubraciones que le va generando el texto impreso, al tiempo que continúa
pensando en ciertos asuntos. En una entrada de su diario, fechada el sábado 2
de mayo de 2015, mientras trabajaba en la edición de Escritores norteamericanos, e incluida en el prólogo de este
volumen, Piglia escribe: “He agregado al
conjunto de retratos de escritores norteamericanos el prólogo a una antología
de cuentos de la serie negra. Lo escribí unos meses después para la colección
de libros policiales que empecé a dirigir al año siguiente en la editorial
Tiempo Contemporáneo. Siempre he visto a los escritores del género como parte
de la tradición de la literatura norteamericana”.
Sobre el final, quiero destacar la
exquisita decisión editorial de Tenemos las Máquinas de incluir en el volumen
tres fotografías de Walker Evans (1903-1975), siguiendo un pedido especial del
propio Piglia. Insertadas en diferentes partes del libro, las fotos, de un
blanco y negro estremecedor, le aportan al conjunto una pátina perturbadora del
Estados Unidos profundo, más oscuro y siniestro en estos días infames, que
siempre puede ser releído a través de las obras de sus grandes escritores.
-Publicado en semanario Brecha el 10/II/2017.
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