¿El personaje sale o el espectador entra?
Matei
Chihaia abandonó por unos días su cátedra europea para viajar a la ciudad argentina
de La Plata, en cuya Universidad Nacional dictó, junto a la profesora Raquel
Macciuci, el seminario ‘Alegorías y experiencias de la lectura en el siglo XX’.
Previo a su llegada a Argentina, Chihaia recaló en Montevideo, donde dialogó
con Brecha sobre la conversión del
lector en personaje, la autorreferencialidad en la literatura de finales del
siglo XX, la cuestión del autor como protagonista en las obras de algunos
escritores del Río de la Plata y sobre el llamado “efecto Golem”, el asunto
central de su más reciente libro.
Martín
Bentancor
La lectura nunca es un hecho ingenuo ni,
mucho menos, aislado. Desde la práctica para y por unos pocos lectores en los
monasterios del Medioevo, a la lectura transversal que proponen los actuales
artilugios virtuales, siempre está presente una tensión entre el sujeto que lee
y el material que es leído. Sobre estos asuntos ha venido pensando y
escribiendo Matei Chihaia (Bucarest, 1973), doctor en Letras que trabaja en la
Universidad de Wuppertal (Alemania) y reside en la ciudad francesa de Lyon,
allí donde confluyen los ríos Ródano y Saona.
A primera vista, parece un tema
inabarcable el de las experiencias de lectura, especialmente si se las toma
como viajes personales, propios de cada lector…
Existe un vínculo entre el tema del
seminario de La Plata y el de mi libro (Der
Golem-Effekt. Orientierung und phantastische Immersion im Zeitalter des Kinos,
sin traducción al español) que es la situación del lector que se ve propulsado
y convertido en un actor de la ficción que está leyendo, cruzando el umbral que
separa a la realidad de la ficción. Se trata de un tema con el que me topé
leyendo a Cortázar, especialmente los cuentos ‘Continuidad de los parques’,
‘Instrucciones para John Howell’ y ‘Las babas del diablo’. Luego descubrí que
no se trataba de una invención de Cortázar sino que estaba inspirado en Horacio
Quiroga.
Tanto en el seminario como en el libro,
trato de diferenciarme de esa larga tradición de los años noventa que habla de
literatura en clave de autorreferencialidad. Parece ser que en los años noventa
toda literatura hablaba de literatura, del autor, del lector y de la propia
obra. Esa obsesión de la autorreferencialidad impedía la mirada más allá del
libro y del asunto literario, dejando fuera toda referencia política, por
ejemplo. Incluso la propia lectura, si se la concibe desde un costado
autorreferencial, deja fuera todos los aspectos materiales y sociales. Si usted
abre un libro, se encuentra ante una situación muy real: está frente a un
objeto. Y si una obra literaria cuenta esa experiencia de lectura, conlleva
unos estratos mucho más profundos que la clave de la autorreferencialidad.
El lector sigue siendo la clave…
Es que a mí lo que me interesa es la
educación del lector, que se realiza a través del propio libro. Un lector que,
al leer un libro, se encuentra con una imagen de la lectura, no puede quedar
indiferente. No digo que cada libro crea a su lector pero, en cierto sentido,
cada libro nos remite a una imagen de la lectura, como si nos colocáramos
frente a un espejo y nos reconociéramos, o no, en lo que vemos. Y en esa
identificación o diferencia, se va gestionando toda una evolución del lector,
un cambio.
Aunque usted se centre en los años noventa
como sintomáticos de la literatura autorreferencial, el proceso no comenzó ahí.
¿Cuándo ubicaría el inicio del fenómeno?
Los noventa son un momento de auge de esa
literatura que, en realidad, comienza en el tiempo del posestructuralismo o
estructuralismo tardío, en los años setenta. Allí empieza a hablarse del
proceso de interpretación infinito, la dimensión especular de la literatura y
la puesta en abismo, a través de una gran cantidad de novelas donde sus
personajes son escritores o lectores. Es interesante ver el fenómeno en el
contexto político de aquella época, cuando había mucha crítica comprometida y
primaba la dimensión política y, ante ese panorama, la autorreferencialidad
era, en cierto sentido, una vía de escape hacia una experiencia estética que
fuera libre de la carga ideológica.
El
factor Quiroga
Quiero volver a su lectura de algunos
cuentos de Cortázar a partir del trabajo previo con el autor/narrador en la
obra de Horacio Quiroga. ¿En qué obras del escritor salteño encontró el
sustento para avanzar hacia su tesis de lectura?
En la obra de Quiroga es posible encontrar
la identificación del narrador con el autor. Pienso, por ejemplo, en el cuento
‘Miss Dorothy Phillips, mi esposa’, en el que el narrador lleva el nombre de
Guillermo Grant y en el que, luego de
narrar su aventura amorosa, con un final bastante alegre, típicamente
hollywoodense, toma la palabra el autor y es Horacio Quiroga el que habla. Así,
se nos revela que todo fue un sueño del autor, remarcándose que el cuento está
firmado con la propia firma de Quiroga, en lo que es la forma más fuerte de
conferir autoridad al relato. En la edición original del cuento, el efecto está
reforzado por el hecho de que en la primera página aparece la foto de Quiroga
y, al final, su propia firma de forma facsimilar.
Alguien podría decir que se trata de un
efecto muy cortazariano…
Sí. En ‘Miss Dorothy Phillips, mi esposa’
hay un nivel que va a retomar Julio Cortázar: la identificación del narrador
con el autor, que le insufló vida a muchos de sus cuentos –pienso en ‘Botella
al mar’ y, especialmente, en ‘Queremos tanto a Glenda’, donde la experiencia
con el cine, a través de la afición por Glenda Jackson es, en realidad, la de
Julio Cortázar–.
Algo similar ocurre con otros relatos de
Quiroga, como ‘El espectro’ y ‘El vampiro’…
En esos dos cuentos, el umbral entre
ficción y realidad, entre autor y narrador, se quiebra de forma mucho más
traumática, produciendo un choque que amenaza la vida de los protagonistas. El
protagonista de ‘El espectro’, por ejemplo, que también se llama Guillermo
Grant, no termina bien, ya que muere cuando una sombra, desde la pantalla, le
devuelve el disparo de su propia arma. Lo mismo ocurre en ‘El vampiro’, donde
el encuentro del mundo de la realidad con el de la ficción no termina bien.
En ese cruce de narrador/autor y
realidad/ficción, parece inevitable no pensar en Borges.
Quizás la diferencia de Quiroga y Cortázar
con Borges es la de que éste le deja más espacio al lector real, proponiendo
otro tipo de apertura. Y aunque en Cortázar está la idea del lector cómplice
–en ‘Rayuela’, por ejemplo– y en Quiroga está la tarea de escribir para
lectores que comparten su experiencia, Borges es un escritor que mira esa
complicidad con más recelo. En Borges, la relación entre lector/narrador/autor
siempre es más conflictiva. Por eso debe ser que hay tanta gente que odia a
Borges. Nadie odia a Cortázar o a Quiroga, pero sí hay gente que odia a Borges.
Y eso forma parte del propio juego de la narración borgeana.
El
efecto Golem
Los llamados “efectos de lectura” han sido
copiosamente estudiados por la academia, siempre a través del eje
autor-libro-lector. ¿Cómo se posiciona en ese panorama lo que usted ha definido
como “el efecto Golem”?
Antes de referirme al “efecto Golem”, hay
que precisar la existencia de dos efectos de lectura previos. Uno de ellos
ocurre cuando el lector se proyecta en la obra, como hace Don Quijote,
tomándose a sí mismo como un personaje de la ficción y comenzando a interactuar
en un universo ficticio. El otro efecto, más antiguo quizás, es el que define
Ovidio en el mito de Pigmalión y que consiste en la capacidad del artista de
hacer salir del cuadro a la obra y hacerla infiltrar la realidad. Ahora bien,
en el siglo XIX aparecen dos figuras claves: Víctor Frankenstein y Madame
Bovary. Entre estos dos personajes no hay ningún tipo de camino que los una,
porque Frankenstein es el Pigmalión moderno y Madame Bovary es el Don Quijote
moderno.
Supongo que todo se complica en el siglo
XX…
Así es. En el siglo XX, esos dos efectos
tan diferentes comienzan a mezclarse, al punto de que uno ya no sabe con
certeza si el marco principal es el de la ficción o el de la realidad, si nos
encontramos en una situación quijotesca o pigmalionesca; si podemos fundar una
familia con esa mujer que acabamos de convertir de escultura en realidad o no.
Esa incertidumbre es característica de una gran cantidad de textos escritos en
el siglo XX, siendo el más famoso El
Golem (1915), de Gustav Meyrink, de donde proviene el nombre del “efecto”.
¿Es la constatación de esa incertidumbre
lo que define al “efecto Golem”?
Es que uno no sabe si los personajes salen
del marco de la pantalla o si son los espectadores los que entran en ese marco.
Todo ocurre cuando las referencias del umbral que separa a la realidad de la
ficción comienzan a desdibujarse. Y cuando eso sucede, uno ya no puede determinar
si los personajes salen o los espectadores entran.
-Publicado en semanario Brecha el 16/XII/2016.
-Foto: © Alejandro Ferrari
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