Canto fúnebre en Tecnocracia
Única e iconoclasta, la obra del escritor
argentino Alberto Laiseca, que falleció en Buenos Aires el pasado 22 de
diciembre, desafía por su estilo, asunto e impronta a todas las corrientes,
clasificaciones y encasillamientos que suele desplegar la crítica literaria
para enfrentar a un autor. Ante Laiseca no valen géneros, modas ni paradigmas,
pues en su veintena de libros edificó algo que no tiene que ver con nada y que
trasciendo todo lo otro. El ‘realismo delirante’ fue la forma que desarrolló en
cuentos, novelas, poemas y ensayos para enfrentar el tema más cercano y, al
mismo tiempo, inaprensible: la realidad.
Martín
Bentancor
Por estos días mucho se ha escrito acerca
de la obra y la vida de Alberto Laiseca; de la primera, especialmente sobre la
novela Los sorias (el adjetivo
‘monumental’ aparece en cuanta crónica, obituario, reseña o semblanza viene
circulando sobre él); de la segunda, sobre todo desde la visibilidad que obtuvo
a partir de los Cuentos de terror,
el mítico ciclo realizado para el canal de cable I-SAT, el no menos legendario
taller literario que dirigía y su tardía vinculación con el cine.
Tanta reacción unánime y sentida, tanta
devoción expresada al calor de la admiración por un artista superior, que supo
entrever entre el humo de sus cuantiosos cigarrillos y el espejo deformante de
este mundo deforme, la verdadera y terrible condición del ser humano, me ha
hecho entender que no éramos tan pocos, como creía, los lectores de Laiseca y
que, con los años, su obra se irá expandiendo para alcanzar un público mayor,
que la ubique en su justo lugar, no ya en la literatura argentina (ese cómodo,
reduccionista y alambrado rótulo de las literaturas nacionales) sino en la gran
literatura a secas.
En un pasaje de la novela 'Beber en rojo
(Drácula)', la reescritura de la historia de Bram Stoker que el Monstruo
publicara en 2011, encontré una clave posible para acercarse al Universo
Laiseca: “En las historias horripilantes chinas puede suceder algo como esto:
cinco amigos toman vino, alegremente, junto a un fuego y arrimados a la pared.
De pronto, y sin previo anuncio, del muro sale un horrible dragón y se come a
uno de los presentes de un solo bocado. Luego de su hazaña el monstruo se
resume nuevamente en los ladrillos. Los cuatro amigos que restan siguen tomando
vino y haciendo bromas como antes. Esto, a un occidental le choca. Sin embargo,
honorable lector, ¿cuántas veces le ha pasado a usted mismo, en la vida, que
tomando cerveza o ginebra con sus conocidos, uno de los presentes intente beber
de su vaso, pero el vaso lo bebe a él y desaparece allí adentro y nunca más
supo? ¿Cuántas? Innumerables. ¿Debo yo consignar, como escritor, la caída de
cada hoja de cada árbol? Sería imposible terminar cualquier novela. Por eso el
artista chino recorta sucesos. Elige. A algunos los consigna, pero a otros, no.
Los bárbaros e ilógicos occidentales son los que han puesto de moda la
supersticiosa manía de anotarlo todo”.
Hay por lo menos
cuatro elementos que los lectores habituales de Alberto Laiseca encontrarán en
el pasaje citado: 1) el ambiente realista abruptamente intervenido por lo
sobrenatural; 2) el cuestionamiento constante al propio concepto de relato; 3)
el alcohol como elemento unificador, que propicia el intercambio entre
semejantes y 4) China. A estos rasgos se le pueden sumar, también observables
en el pasaje: 5) la apelación directa al lector y, por supuesto, 6) el humor.
Todo intento de
resumir la obra de Alberto Laiseca a un puñado de ideas, temas o consignas –como
la que torpemente he ensayado– está destinado al fracaso, porque al margen de
cómo se analicen sus obras y se desmonten los mecanismos del relato construidos
en cada libro, la verdadera fuerza de este escritor inclasificable se sostiene
sobre dos pilares que sustentan a la propia literatura desde que apareció en el
mundo: el Lenguaje y el Mal. Al primero Laiseca lo intervino a su antojo, con
un fraseo particular identificable de un libro al otro, y al segundo,
convirtiéndolo en personaje omnisciente de todas las historias, tal como lo
describe el personaje narrador del escritor Alberto Laiseca al principio de la
película Querida, voy a comprar
cigarrillos y vuelvo (Mariano Cohn y Gastón Duprat, 2011): “La historia que vamos a contar se supone
que es ficción, pero no. Nunca hubo diferencia entre ficción y realidad, porque
este es un mundo mágico y no se puede analizar lo que no existe. Cuando cayó la
Unión Soviética, como decía un amigo mío, hubo Te Deus, júbilo… ¡Ha muerto el
Mal! Pero no sabe la gente que el Mal no muere… se traslada”.
¡Tecnocracia, Monitor, Triunfo!
De todos los
personajes que recorren las páginas de los libros de Alberto Laiseca, muchos de
los cuales llevan como nombres variaciones del suyo propio –Personaje Iseka,
Lai Chú–, ninguno es tan poderoso como el Monitor, un dictador erudito y
contradictorio, de una maldad inconcebible, que gobierna el mundo desde sus
dominios en el pueblo Camilo Aldao, una variación geográfica, cósmica y marcial
del mismo lugar de Córdoba donde el autor pasó su infancia y adolescencia, tras
nacer en Rosario el 11 de febrero de 1941.
El Monitor es el
personaje alrededor del cual se desarrolla el millar de historias contenidas en
Los Sorias, la saga que relata el
enfrentamiento entre tres dictaduras –Soria, Unión Soviética y Tecnocracia–,
donde se narra, entre una variedad de asuntos, cómo un gobernante sádico y
despótico, que experimenta con sus víctimas las más variadas formas de tortura
y muerte, comienza a humanizarse. Laiseca, que era un lector apasionado de
historia, estrategia militar y, por supuesto, filosofía, construyó al Monitor
con todos los vicios, excesos y contradicciones de individuos como Mao Zedong,
Benito Mussolini y Juan Domingo Perón. La expresión “¡Tecnocracia, Monitor,
Triunfo!”, con la que los lugartenientes y demás acólitos del sátrapa lo
saludan es, en sí misma, una variación del saludo al poder, entendido éste como
fuerza de dominio ante el débil y como habilitación para practicar las más
variadas crueldades ante los semejantes.
En el año 1993, un
lustro antes de publicar Los sorias
(escrita y reescrita durante añares y rechazada por varios editores, que se
atoraron ante sus mil trescientas páginas, y que contó con dos escuderos de ley
en los escritores Ricardo Piglia y Osvaldo Soriano), Alberto Laiseca editó El jardín de las máquinas parlantes, la
obra que este escriba recomienda como la mejor forma de abordar por primera vez
el universo del Monstruo y en la que se establecen el mapa, la cosmología y
especialmente la ontología que regirá el núcleo duro de su obra, a saber, las
novelas El gusano máximo de la vida
misma (1999), Las aventuras del
profesor Eusebio Filigranati (2003) y Sí,
soy mala poeta pero… (2006), además de la ya recontramencionada Los sorias.
Apuntar que El jardín… inaugura el espacio central
de la ficción laisequeana, de ninguna manera puede desmerecer la atención a la
obra previa a ese libro, a saber, la primera novela Su turno para morir (publicada en 1976 y originalmente llamada Su turno, nombre que recuperó la
reedición de la editorial Mansalva, en 2010); Aventuras de un novelista atonal (1982), de marcada impronta
autobiográfica y que presenta, en su primera parte, la sórdida vida del
protagonista en una pensión de mala muerte, tal como ocurrirá luego con el
inicio de Los sorias; y las dos
novelas “históricas”: La hija de Kheops
(1989) y La mujer en la muralla
(1990).
La lectura de cada
libro de Alberto Laiseca suma nuevos elementos para definir a una obra
autónoma, interrelacionada y pensada hasta el más mínimo detalle, donde el
concepto de “realismo delirante” no es un rótulo arbitrario, para ser
considerado a la ligera, sino que conforma el sustento central de todo ese
universo. Lo que un lector desprevenido podría rechazar por demasiado
delirante, como, por ejemplo, el inicio de El
gusano máximo de la vida misma, donde una opulenta mujer se salva de ser
violada por tres negros del Bronx para llegar a su apartamento, donde la
aguarda el gusano máximo de la vida misma para sodomizarla, haciéndola morir
por la conjunción de catorce orgasmos simultáneos, se convierte con el correr
de las páginas en la constatación de un mundo demasiado “real”, donde las
criaturas astrales y mágicas que lo intervienen se incorporan a la caótica
fuerza del cosmos por las que los torpes mortales nos movemos con demasiados
aires de suficiencia. Es oportuno, se me ocurre, haber citado El gusano…, pues en su párrafo inicial
se encuentra una buena muestra de la prosa del Monstruo: “Ella era gordita, petisa, tetona y vivía en Nueva York. Además era
terriblemente distraída. Noten esto porque es importante para la historia.
Hacía un calor espantoso y húmedo. La petisa trotaba por las calles sin
bombacha. Pero no por puta sino por acalorada. Olvidé decir que tenía un culo
de ésos. Sus glúteos, sin el vínculo férreo, sin el dique del calzón, anadeaban
que era un gusto. Ver un culo así, de lo más respingón y que no es de uno,
causa desazón en el espíritu. Era como el culo movedizo del Tandil”.
Adolfo Hitler corta el pasto
Alberto Laiseca
fue, antes de convertirse en escritor o, mejor dicho, mientras recorría el camino
que lo llevaría a volverse tal, un hombre de diversos oficios: peón en las
acequias y cosechador de naranjas, estibador y zafral en los lavaderos de zanahoria,
empleado telefónico y corrector de pruebas en el diario La Razón. Trajinar por todos esos oficios mal pagos y extenuantes
le otorgaron gran parte del sustento humano para sus futuras obras, por lo que
resulta interesante leer los libros a la luz del conocimiento de sus peripecias
personales, contadas por él mismo en diversos reportajes.
En una entrevista
con el Canal Encuentro, Laiseca celebra el momento en que dejó atrás su vida de
pensión. “Me liberé de las vituallas de
los campos de concentración que ofrecen en las pensiones. En las pensiones
argentinas se come tanto como en los aviones. Con eso te digo todo”,
afirmó. Y sin salir del claustrofóbico y deprimente espacio de un cuarto de
mala muerte de alguna pensión en la que le tocó vivir, Laiseca diría en Deliciosas perversiones polimorfas, el
documental de Eduardo Montes-Bradley, del año 2004, que lo tiene como
protagonista: “Después que me fui de mi
pueblo empecé a vivir en pensiones, y como no tenía suficiente dinero para
vivir solo en una pieza, tenía que compartir habitación con otros muchachos.
Ahí se daba el problema de la cultura, porque yo era un muchacho culto y ellos
no, y como se sentían inferiores, para sentirse superiores me daban consejos
operativos de la vida y me hinchaban mucho las pelotas. ‘Vos tenés que hacer
esto, Laiseca. Tenés que ir con nosotros a vender medias a Villa Caraza. Ahí
está la plata, en Villa Caraza’”. Y más adelante: “Parece que los demás siempre saben mejor que uno todo lo que uno tiene
que hacer para ser feliz. ‘Dejá de escribir esas boludeces… ¿Pa qué te
sirven?... Y de leer’. Toda mi vida he estado rodeado de altruistas, por
desgracia, que no se ocupaban de sí mismos sino de mí. Si me hubiera encontrado
con menos gente de la que intentó hacerme feliz, me hubiese ido bastante mejor
en la vida”.
Y si los dadores de consejos conforman una
suerte de legión antagónica de Laiseca y de sus diversos protagonistas, no
menos ominosa y letal fue la relación del escritor con su propio padre. En la
mencionada película Querida, voy a
comprar cigarrillos y vuelvo, basada en su cuento homónimo, al protagonista
se le otorga la posibilidad de volver al pasado para contemplar el momento
exacto en que muere su padre. La secuencia es mínima y brutal: un sujeto mal
encarado, en camiseta y tiradores, corta el pasto en el jardín ante la mirada
de su hijo. De pronto, se larga a llover y la cortadora de césped se detiene.
El sujeto se inclina a repararla y cuando la vuelve a encender, una descarga
eléctrica lo electrocuta. “Chau, papá”, dice el niño, que un rato antes lo presentó
como Adolfo Hitler.
El vínculo padre-hijo y el consiguiente
sentimiento parricida marcó a fuego la existencia de Alberto Laiseca, quien
vivió una complicada relación con su padre, un respetado médico que quería que
su vástago se convirtiera en ingeniero químico. Al final, tuvo la posibilidad
de destrabar el conflicto a través de la ficción, como cuando en un pasaje de Los sorias escribe: “Él se había
dicho: 'Después de que mi viejo se muera, la humanidad va a ser más joven'.
Pero, cuando esto finalmente ocurrió, no supo perdonar ni enterrar el cadáver y
dejar de sabotearse a sí mismo. Continuó con la historia de su odio inacabable,
haciendo vivir al muerto sin darse cuenta, permitiendo que su padre continuara
formándolo y controlando su vida desde el sepulcro. No comprendió que a los
padres hay que perdonarlos porque sí. Sin razones, excusas ni motivos. No hay
nada que analizar, nada que descubrir, ni entendimiento que lograr. El nudo
Gordiano tiene las inencontrables puntas hacia dentro; por eso, la única forma
de cortarlo es mediante la espada del perdón. Perdono ahora, a partir de este
momento, más allá del bien, del mal y del derecho, porque sí. Un perdón
nietzcheano”.
Una coda de Lai
La denostada y
necesaria web permite encontrar, de forma muy fácil, las diferentes entregas de
los Cuentos de Terror, que Alberto
Laiseca seleccionara, adaptara, contara y actuara para el ciclo televisivo del
canal I-SAT. Allí están sus versiones de clásicos del género como ‘El gato
negro’, de Edgar Allan Poe y ‘La gallina degollada’, de Horacio Quiroga, pero
también textos menos afines al terror como ‘Algo muy grave va a suceder en este
pueblo’, de Gabriel García Márquez o ‘La galera’, uno de los relatos que
integran ese gran libro que es Misteriosa
Buenos Aires, de Manuel Mujica Laínez.
También en la web
es posible hallar algunas entregas de ‘El consultorio de Lai’, otro ciclo
televisivo que Laiseca realizara para el programa ‘Cupido’, creado por Gastón
Duprat y Mariano Cohn para Much Music. Allí, con una escenografía mínima y con
un único plano, Lai lee las cartas que los televidentes le envían con diversas
consultas amorosas y, a continuación, ofrece una respuesta que nunca constituye
un lugar común sino una lectura seria del dilema. Por ejemplo, un televidente
le escribe: “Tengo fantasías con mi
cuñada. El tema es que mi mujer está enferma, postrada, y me da culpa. Pero si
no hago algo, voy a explotar. ¿Qué hago?”; y Lai le responde: “Hay varios temas aquí. En primer lugar, ¿la
postración de tu mujer es temporal o definitiva? Porque si es definitiva, hay
que vivir. Por lo demás, ¿tu cuñada qué opina?... si es que opina algo, porque
por ahí no está ni enterada y pone el grito en el cielo. Ahora, si ya puestos
de acuerdo lo van a hacer, vívanlo sin culpa”.
Ahora que la Muerte, sobre la que escribió,
temió y también supo mofarse en sus libros, atrapó pa´siempre al Monstruo, la
noticia que circuló algunas semanas atrás sobre que en 2017 Random House
publicará un nuevo libro suyo, atempera en cierto modo el golpe y no permite
parafrasear al director Billy Wilder, cuando en el funeral de su maestro Ernst
Lubitsch y como respuesta a la expresión de dolor de William Wyler -“Se acabó
Lubitsch”-, dijo: “Peor aún: se acabaron las películas de Lubitsch”.
Dejemos que ahora se manifieste el
porvenir y no abandonemos nunca la relectura del Lai.
¡Tecnocracia,
Monitor, Triunfo!
-Publicado en semanario Brecha el 30/XII/2016.
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