sábado, 7 de enero de 2017

El adiós al escritor Alberto Laiseca


Canto fúnebre en Tecnocracia

Única e iconoclasta, la obra del escritor argentino Alberto Laiseca, que falleció en Buenos Aires el pasado 22 de diciembre, desafía por su estilo, asunto e impronta a todas las corrientes, clasificaciones y encasillamientos que suele desplegar la crítica literaria para enfrentar a un autor. Ante Laiseca no valen géneros, modas ni paradigmas, pues en su veintena de libros edificó algo que no tiene que ver con nada y que trasciendo todo lo otro. El ‘realismo delirante’ fue la forma que desarrolló en cuentos, novelas, poemas y ensayos para enfrentar el tema más cercano y, al mismo tiempo, inaprensible: la realidad. 

Martín Bentancor

Por estos días mucho se ha escrito acerca de la obra y la vida de Alberto Laiseca; de la primera, especialmente sobre la novela Los sorias (el adjetivo ‘monumental’ aparece en cuanta crónica, obituario, reseña o semblanza viene circulando sobre él); de la segunda, sobre todo desde la visibilidad que obtuvo a partir de los Cuentos de terror, el mítico ciclo realizado para el canal de cable I-SAT, el no menos legendario taller literario que dirigía y su tardía vinculación con el cine.
Tanta reacción unánime y sentida, tanta devoción expresada al calor de la admiración por un artista superior, que supo entrever entre el humo de sus cuantiosos cigarrillos y el espejo deformante de este mundo deforme, la verdadera y terrible condición del ser humano, me ha hecho entender que no éramos tan pocos, como creía, los lectores de Laiseca y que, con los años, su obra se irá expandiendo para alcanzar un público mayor, que la ubique en su justo lugar, no ya en la literatura argentina (ese cómodo, reduccionista y alambrado rótulo de las literaturas nacionales) sino en la gran literatura a secas.
En un pasaje de la novela 'Beber en rojo (Drácula)', la reescritura de la historia de Bram Stoker que el Monstruo publicara en 2011, encontré una clave posible para acercarse al Universo Laiseca: En las historias horripilantes chinas puede suceder algo como esto: cinco amigos toman vino, alegremente, junto a un fuego y arrimados a la pared. De pronto, y sin previo anuncio, del muro sale un horrible dragón y se come a uno de los presentes de un solo bocado. Luego de su hazaña el monstruo se resume nuevamente en los ladrillos. Los cuatro amigos que restan siguen tomando vino y haciendo bromas como antes. Esto, a un occidental le choca. Sin embargo, honorable lector, ¿cuántas veces le ha pasado a usted mismo, en la vida, que tomando cerveza o ginebra con sus conocidos, uno de los presentes intente beber de su vaso, pero el vaso lo bebe a él y desaparece allí adentro y nunca más supo? ¿Cuántas? Innumerables. ¿Debo yo consignar, como escritor, la caída de cada hoja de cada árbol? Sería imposible terminar cualquier novela. Por eso el artista chino recorta sucesos. Elige. A algunos los consigna, pero a otros, no. Los bárbaros e ilógicos occidentales son los que han puesto de moda la supersticiosa manía de anotarlo todo”.
Hay por lo menos cuatro elementos que los lectores habituales de Alberto Laiseca encontrarán en el pasaje citado: 1) el ambiente realista abruptamente intervenido por lo sobrenatural; 2) el cuestionamiento constante al propio concepto de relato; 3) el alcohol como elemento unificador, que propicia el intercambio entre semejantes y 4) China. A estos rasgos se le pueden sumar, también observables en el pasaje: 5) la apelación directa al lector y, por supuesto, 6) el humor.
Todo intento de resumir la obra de Alberto Laiseca a un puñado de ideas, temas o consignas –como la que torpemente he ensayado– está destinado al fracaso, porque al margen de cómo se analicen sus obras y se desmonten los mecanismos del relato construidos en cada libro, la verdadera fuerza de este escritor inclasificable se sostiene sobre dos pilares que sustentan a la propia literatura desde que apareció en el mundo: el Lenguaje y el Mal. Al primero Laiseca lo intervino a su antojo, con un fraseo particular identificable de un libro al otro, y al segundo, convirtiéndolo en personaje omnisciente de todas las historias, tal como lo describe el personaje narrador del escritor Alberto Laiseca al principio de la película Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (Mariano Cohn y Gastón Duprat, 2011): “La historia que vamos a contar se supone que es ficción, pero no. Nunca hubo diferencia entre ficción y realidad, porque este es un mundo mágico y no se puede analizar lo que no existe. Cuando cayó la Unión Soviética, como decía un amigo mío, hubo Te Deus, júbilo… ¡Ha muerto el Mal! Pero no sabe la gente que el Mal no muere… se traslada”.



¡Tecnocracia, Monitor, Triunfo!
De todos los personajes que recorren las páginas de los libros de Alberto Laiseca, muchos de los cuales llevan como nombres variaciones del suyo propio –Personaje Iseka, Lai Chú–, ninguno es tan poderoso como el Monitor, un dictador erudito y contradictorio, de una maldad inconcebible, que gobierna el mundo desde sus dominios en el pueblo Camilo Aldao, una variación geográfica, cósmica y marcial del mismo lugar de Córdoba donde el autor pasó su infancia y adolescencia, tras nacer en Rosario el 11 de febrero de 1941.
El Monitor es el personaje alrededor del cual se desarrolla el millar de historias contenidas en Los Sorias, la saga que relata el enfrentamiento entre tres dictaduras –Soria, Unión Soviética y Tecnocracia–, donde se narra, entre una variedad de asuntos, cómo un gobernante sádico y despótico, que experimenta con sus víctimas las más variadas formas de tortura y muerte, comienza a humanizarse. Laiseca, que era un lector apasionado de historia, estrategia militar y, por supuesto, filosofía, construyó al Monitor con todos los vicios, excesos y contradicciones de individuos como Mao Zedong, Benito Mussolini y Juan Domingo Perón. La expresión “¡Tecnocracia, Monitor, Triunfo!”, con la que los lugartenientes y demás acólitos del sátrapa lo saludan es, en sí misma, una variación del saludo al poder, entendido éste como fuerza de dominio ante el débil y como habilitación para practicar las más variadas crueldades ante los semejantes.
En el año 1993, un lustro antes de publicar Los sorias (escrita y reescrita durante añares y rechazada por varios editores, que se atoraron ante sus mil trescientas páginas, y que contó con dos escuderos de ley en los escritores Ricardo Piglia y Osvaldo Soriano), Alberto Laiseca editó El jardín de las máquinas parlantes, la obra que este escriba recomienda como la mejor forma de abordar por primera vez el universo del Monstruo y en la que se establecen el mapa, la cosmología y especialmente la ontología que regirá el núcleo duro de su obra, a saber, las novelas El gusano máximo de la vida misma (1999), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003) y Sí, soy mala poeta pero… (2006), además de la ya recontramencionada Los sorias
Apuntar que El jardín… inaugura el espacio central de la ficción laisequeana, de ninguna manera puede desmerecer la atención a la obra previa a ese libro, a saber, la primera novela Su turno para morir (publicada en 1976 y originalmente llamada Su turno, nombre que recuperó la reedición de la editorial Mansalva, en 2010); Aventuras de un novelista atonal (1982), de marcada impronta autobiográfica y que presenta, en su primera parte, la sórdida vida del protagonista en una pensión de mala muerte, tal como ocurrirá luego con el inicio de Los sorias; y las dos novelas “históricas”: La hija de Kheops (1989) y La mujer en la muralla (1990).
La lectura de cada libro de Alberto Laiseca suma nuevos elementos para definir a una obra autónoma, interrelacionada y pensada hasta el más mínimo detalle, donde el concepto de “realismo delirante” no es un rótulo arbitrario, para ser considerado a la ligera, sino que conforma el sustento central de todo ese universo. Lo que un lector desprevenido podría rechazar por demasiado delirante, como, por ejemplo, el inicio de El gusano máximo de la vida misma, donde una opulenta mujer se salva de ser violada por tres negros del Bronx para llegar a su apartamento, donde la aguarda el gusano máximo de la vida misma para sodomizarla, haciéndola morir por la conjunción de catorce orgasmos simultáneos, se convierte con el correr de las páginas en la constatación de un mundo demasiado “real”, donde las criaturas astrales y mágicas que lo intervienen se incorporan a la caótica fuerza del cosmos por las que los torpes mortales nos movemos con demasiados aires de suficiencia. Es oportuno, se me ocurre, haber citado El gusano…, pues en su párrafo inicial se encuentra una buena muestra de la prosa del Monstruo: “Ella era gordita, petisa, tetona y vivía en Nueva York. Además era terriblemente distraída. Noten esto porque es importante para la historia. Hacía un calor espantoso y húmedo. La petisa trotaba por las calles sin bombacha. Pero no por puta sino por acalorada. Olvidé decir que tenía un culo de ésos. Sus glúteos, sin el vínculo férreo, sin el dique del calzón, anadeaban que era un gusto. Ver un culo así, de lo más respingón y que no es de uno, causa desazón en el espíritu. Era como el culo movedizo del Tandil”.

Adolfo Hitler corta el pasto
Alberto Laiseca fue, antes de convertirse en escritor o, mejor dicho, mientras recorría el camino que lo llevaría a volverse tal, un hombre de diversos oficios: peón en las acequias y cosechador de naranjas, estibador y zafral en los lavaderos de zanahoria, empleado telefónico y corrector de pruebas en el diario La Razón. Trajinar por todos esos oficios mal pagos y extenuantes le otorgaron gran parte del sustento humano para sus futuras obras, por lo que resulta interesante leer los libros a la luz del conocimiento de sus peripecias personales, contadas por él mismo en diversos reportajes.
En una entrevista con el Canal Encuentro, Laiseca celebra el momento en que dejó atrás su vida de pensión. “Me liberé de las vituallas de los campos de concentración que ofrecen en las pensiones. En las pensiones argentinas se come tanto como en los aviones. Con eso te digo todo”, afirmó. Y sin salir del claustrofóbico y deprimente espacio de un cuarto de mala muerte de alguna pensión en la que le tocó vivir, Laiseca diría en Deliciosas perversiones polimorfas, el documental de Eduardo Montes-Bradley, del año 2004, que lo tiene como protagonista: “Después que me fui de mi pueblo empecé a vivir en pensiones, y como no tenía suficiente dinero para vivir solo en una pieza, tenía que compartir habitación con otros muchachos. Ahí se daba el problema de la cultura, porque yo era un muchacho culto y ellos no, y como se sentían inferiores, para sentirse superiores me daban consejos operativos de la vida y me hinchaban mucho las pelotas. ‘Vos tenés que hacer esto, Laiseca. Tenés que ir con nosotros a vender medias a Villa Caraza. Ahí está la plata, en Villa Caraza’”. Y más adelante: “Parece que los demás siempre saben mejor que uno todo lo que uno tiene que hacer para ser feliz. ‘Dejá de escribir esas boludeces… ¿Pa qué te sirven?... Y de leer’. Toda mi vida he estado rodeado de altruistas, por desgracia, que no se ocupaban de sí mismos sino de mí. Si me hubiera encontrado con menos gente de la que intentó hacerme feliz, me hubiese ido bastante mejor en la vida”.



Y si los dadores de consejos conforman una suerte de legión antagónica de Laiseca y de sus diversos protagonistas, no menos ominosa y letal fue la relación del escritor con su propio padre. En la mencionada película Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en su cuento homónimo, al protagonista se le otorga la posibilidad de volver al pasado para contemplar el momento exacto en que muere su padre. La secuencia es mínima y brutal: un sujeto mal encarado, en camiseta y tiradores, corta el pasto en el jardín ante la mirada de su hijo. De pronto, se larga a llover y la cortadora de césped se detiene. El sujeto se inclina a repararla y cuando la vuelve a encender, una descarga eléctrica lo electrocuta. “Chau, papá”, dice el niño, que un rato antes lo presentó como Adolfo Hitler.
El vínculo padre-hijo y el consiguiente sentimiento parricida marcó a fuego la existencia de Alberto Laiseca, quien vivió una complicada relación con su padre, un respetado médico que quería que su vástago se convirtiera en ingeniero químico. Al final, tuvo la posibilidad de destrabar el conflicto a través de la ficción, como cuando en un pasaje de Los sorias escribe: “Él se había dicho: 'Después de que mi viejo se muera, la humanidad va a ser más joven'. Pero, cuando esto finalmente ocurrió, no supo perdonar ni enterrar el cadáver y dejar de sabotearse a sí mismo. Continuó con la historia de su odio inacabable, haciendo vivir al muerto sin darse cuenta, permitiendo que su padre continuara formándolo y controlando su vida desde el sepulcro. No comprendió que a los padres hay que perdonarlos porque sí. Sin razones, excusas ni motivos. No hay nada que analizar, nada que descubrir, ni entendimiento que lograr. El nudo Gordiano tiene las inencontrables puntas hacia dentro; por eso, la única forma de cortarlo es mediante la espada del perdón. Perdono ahora, a partir de este momento, más allá del bien, del mal y del derecho, porque sí. Un perdón nietzcheano”.


Una coda de Lai
La denostada y necesaria web permite encontrar, de forma muy fácil, las diferentes entregas de los Cuentos de Terror, que Alberto Laiseca seleccionara, adaptara, contara y actuara para el ciclo televisivo del canal I-SAT. Allí están sus versiones de clásicos del género como ‘El gato negro’, de Edgar Allan Poe y ‘La gallina degollada’, de Horacio Quiroga, pero también textos menos afines al terror como ‘Algo muy grave va a suceder en este pueblo’, de Gabriel García Márquez o ‘La galera’, uno de los relatos que integran ese gran libro que es Misteriosa Buenos Aires, de Manuel Mujica Laínez.
También en la web es posible hallar algunas entregas de ‘El consultorio de Lai’, otro ciclo televisivo que Laiseca realizara para el programa ‘Cupido’, creado por Gastón Duprat y Mariano Cohn para Much Music. Allí, con una escenografía mínima y con un único plano, Lai lee las cartas que los televidentes le envían con diversas consultas amorosas y, a continuación, ofrece una respuesta que nunca constituye un lugar común sino una lectura seria del dilema. Por ejemplo, un televidente le escribe: “Tengo fantasías con mi cuñada. El tema es que mi mujer está enferma, postrada, y me da culpa. Pero si no hago algo, voy a explotar. ¿Qué hago?”; y Lai le responde: “Hay varios temas aquí. En primer lugar, ¿la postración de tu mujer es temporal o definitiva? Porque si es definitiva, hay que vivir. Por lo demás, ¿tu cuñada qué opina?... si es que opina algo, porque por ahí no está ni enterada y pone el grito en el cielo. Ahora, si ya puestos de acuerdo lo van a hacer, vívanlo sin culpa”.
Ahora que la Muerte, sobre la que escribió, temió y también supo mofarse en sus libros, atrapó pa´siempre al Monstruo, la noticia que circuló algunas semanas atrás sobre que en 2017 Random House publicará un nuevo libro suyo, atempera en cierto modo el golpe y no permite parafrasear al director Billy Wilder, cuando en el funeral de su maestro Ernst Lubitsch y como respuesta a la expresión de dolor de William Wyler -“Se acabó Lubitsch”-, dijo: “Peor aún: se acabaron las películas de Lubitsch”.  
Dejemos que ahora se manifieste el porvenir y no abandonemos nunca la relectura del Lai.

¡Tecnocracia, Monitor, Triunfo!

-Publicado en semanario Brecha el 30/XII/2016.

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