domingo, 8 de abril de 2018

Veinte años de ‘El traductor’, de Salvador Benesdra


Historia turbulenta(*)

Aparecida en 1998, un par de años después de la muerte de su autor, la novela El traductor se viene labrando un particular camino dentro de la literatura argentina, sumando lectores con cada nueva edición y manteniendo el carácter de ‘libro de culto’ con que fue publicado, dos décadas atrás.

Martín Bentancor

Al principio, los hechos. Salvador Benesdra, escritor, periodista, docente y psicólogo, se suicidó el 2 de enero de 1996. Había nacido en Buenos Aires, cuarenta y tres años atrás, en una familia de origen judío sefaradí, y a pesar de no haber pronunciado una palabra hasta los tres años, llegó a dominar con soltura siete idiomas. Fue docente de epistemología genética en la Universidad de Buenos Aires; fue bicho de redacciones (La Voz, La Razón, integrante del equipo original de Página/12), especializándose en el tratamiento de temas internacionales, y escribió un curioso manual de autoayuda llamado El camino total, publicado por la editorial Eterna Cadencia dieciséis años después de su muerte. Pero si por algo ha entrado Salvador Benesdra en la historia de la literatura argentina en particular, y en la historia de la literatura a secas, es por su novela El traductor, un extrañísimo artefacto que desacomoda cánones, estilos y cuanta cómoda etiqueta esgrime la crítica literaria.



El libro
"Me dije que tal vez era cierto después de todo de que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta. El sol volcaba su fiesta de distinciones sobre todos los objetos de esa esquina, pero yo sentía que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación que por primera vez no lograba despertarme miedo". El que habla, el que escribe, es Ricardo Zevi, único traductor en planta de la editorial izquierdosa Turba y así comienza El traductor.
El escenario es Buenos Aires, la época: los primeros años noventa. El Muro de Berlín ha caído algunos años atrás, la Unión Soviética acaba de disolverse y, en Argentina, la primera presidencia de Carlos Saúl Menem ya dispersa en el aire la nefasta jedentina que iría adensándose con el paso de la década. La editorial Turba persiste en su prédica de izquierda, con la publicación y distribución de materiales de variado tenor (libros, revistas, folletos) y, al inicio de la novela, sin saber a ciencia cierta por qué, Ricardo Zevi se encuentra traduciendo a Ludwig Brockner, un filósofo ultraderechista alemán que en su discurso mastica, con ironía y resentimiento, a Nietzsche y a Lacan. Con el paso de las páginas y el desglose de la historia, el lector se irá enterando de que la editorial izquierdosa no lo es tanto (su funcionamiento fordiano fagocita los acuerdos salariales y las negociaciones sindicales) y que Ricardo Zevi no tiene las cosas tan claras: ni su posición en la empresa, ni sus convicciones ideológicas, ni su estabilidad mental ni su historia de amor con Romina, una salteña adventista que se convierte en el motor central de toda la novela.
La prosa de Salvador Benesdra es densa pero atravesada por un humor particular, que comienza por reírse con el protagonista del propio protagonista, al tiempo que interpela continuamente al lector y cambia el foco de la historia: a los prolegómenos de un encuentro amatorio y su concreción, le sigue la descripción detallada de una asamblea gremial donde aparecen alianzas y rencillas en cada página; a una transcripción de la farragosa prosa del reaccionario Brockner, continúa una disquisición personal de Zevi sobre su condición de judío sefaradí, que está en el centro mismo de su profesión de avezado traductor, por “la misma obstinación de aceptar como única cultura útil para ser tolerada en la ‘buena familia’ los idiomas, ese poliglotismo que en los Balcanes le podía salvar la vida a cualquiera, porque no había mil metros cuadrados de superficie donde se hablaran menos de cinco idiomas. Al punto que uno podía haber conocido en Buenos Aires el eco gigantesco que provocan las paredes de una casa acomodada sin un miserable libro y haber tenido sin embargo profesora de inglés y de francés desde los siete años”.
Cierta propensión a la locura, al desborde, pero sin abandonar nunca el realismo, emparenta a Ricardo Zevi con otros personajes protagónicos de la literatura argentina, como el narrador sin nombre de El silenciero (1964), de Antonio di Benedetto, dedicado a construir estrambóticos sistemas para evadir el ruido de la ciudad o el Mario Gageac de El desierto y su semilla (2001), de Jorge Barón Biza (otro suicida con una única novela, como Benesdra), que relata el periplo que emprende junto a su madre para que le reconstruyan a ésta su rostro desfigurado en una clínica italiana. Y por sobre todos ellos, gravita la presencia fantasmagórica de Remo Augusto Erdosain, el inolvidable protagonista de Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931), de Roberto Arlt, invocado por el propio Zevi en alguna página de El traductor.
La novela es, además, una radiografía de Buenos Aires, de la ciudad nocturna y caminada, un ensamblaje de bares y de zaguanes, de portones, plazas y depósitos, de almacenes portuarios y calles mal iluminadas. Uno de los momentos más líricos, y en Benesdra esto siempre es engañoso, ocurre cuando Zevi se larga a caminar sin rumbo por Barrio Norte hasta San Telmo, horadando su propia existencia con el filo de los recuerdos de las épocas estudiantiles: “Dejé que todos sus rincones me penetraran por los poros para que salieran de mi mente para siempre. No paseaba, caminaba a paso acelerado, el paso de los locos. No miraba, no grababa en la retina. Incorporaba a los huesos, a las articulaciones exigidas por el taconeo recurrente, a los músculos sacudidos por la marcha enceguecida cada esquina, cada clima, cada mito”.



La edición
Hace veinte años, Ediciones de la Flor publicó la novela El traductor. La edición fue financiada por una beca de la Fundación Antorchas y por la familia de Salvador Benesdra. En el año 2012, Eterna Cadencia, reeditó el libro con un prólogo de Elvio E. Gandolfo, convirtiéndose en uno de los títulos más vendidos del catálogo de la editorial hasta la fecha.
El propio Gandolfo relata en el prólogo el derrotero que siguió el manuscrito que Benesdra no llegaría a ver publicado: presentada al Premio Planeta Argentina en 1995, certamen donde Gandolfo formaba parte del jurado de preselección, la novela quedó entre las diez finalistas (Sucesos argentinos, de Vicente Battista, sería el libro ganador).
Cuando la noticia trascendió en la prensa, Benesdra contactó a Gandolfo para que lo asesorara sobre qué pasos seguir para lograr la publicación. Gandolfo, que había acarreado el pesado manuscrito durante algunos viajes entre Buenos Aires y Montevideo y que, desde el principio, consideraría que aquella novela era por demás “premiable”, le sugirió a Benesdra probar con Ediciones de la Flor, al tiempo que recomendó el libro a la beca de la Fundación Antorchas.
Todo esto ocurrió en los meses finales de 1995, con los tiempos propios que suelen desplegar los diversos actores del mundo editorial, por los que Salvador Benesdra no estaba dispuesto a aguardar. Aquellas fiestas navideñas, el escritor las pasó en un balneario de la costa rochense, redactando su segunda novela; luego volvió a Buenos Aires y, el segundo día del año 1996, saltó del décimo piso del edificio donde vivía. Luego, lo que se sabe: la beca fue aceptada, el libro fue publicado póstumamente y el nombre de Salvador Benesdra comenzó a circular por el mundillo de las redacciones y los suplementos culturales.
Es verdad que es muy difícil para un libro, y por descontado para su autor, máxime si está muerto, escapar del rótulo de “obra de culto”, que no deja de tener una connotación de cerrado, de algo gravado como un impuesto y grabado como un sello, para lo que parecen estar exentas las consideraciones críticas, positivas o negativas. En veinte años, El traductor ha sabido abrirse camino en la frondosa selva de la literatura argentina con paso firme y seguro, multiplicando lectores y resignificando sentidos dispersos en la trama. La invitación queda planteada.


(*) -Publicado en el semanario BRECHA el 28/III/2018.



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