El gran árbol de la vida (*)
Una
flamante edición de La selección natural
es la excusa para volver a Charles Darwin, ante cuyas ideas no solo la ciencia
sino el avance de la humanidad toda –en sus millones de contingencias– no están
ajenas con el inefable discurrir de los años. Más de un siglo y medio después
de haber sido expuestas, argumentadas y fijadas en papel, las bases de la
selección natural de las especies tienen mucho para seguir aportando.
Martín
Bentancor
La clave está en entender el secreto orden
que aletea a través del caos del mundo. Pero para comprender ese orden preciso,
casi divino, hay que tener en cuenta los millones de mecanismos de destrucción,
lucha y supervivencia que ocurren segundo tras segundo, a nuestro alrededor. La
clave la fijó Darwin en el primer párrafo de su tratado: “Contemplamos la imagen radiante de la Naturaleza y, a menudo, vemos
abundancia de alimento. No vemos, u olvidamos, que los pájaros que cantan
ociosos a nuestro alrededor se alimentan en su mayoría de insectos y semillas,
y que de esta forma destruyen vida continuamente. Olvidamos que buena parte de
estos cantores, o sus huevos y nidos, son destruidos por aves de presa y otros
depredadores. No siempre consideramos que, aunque en un momento dado haya
abundancia de alimento, no ocurre así en todas las épocas del año que pasa”.
El
naturalista
Sabemos que nada en el mundo le era ajeno.
Y aunque hemos fijado en nuestra percepción la imagen de ese hombre viejo, calvo
y de copiosa barba blanca, que con gravedad nos devuelve la mirada desde
daguerrotipos reproducidos en enciclopedias y solapas, Charles Robert Darwin
también fue un joven inquieto alguna vez. Nacido en la ciudad inglesa de Shrewsbury,
en el condado de Shropshire, ubicado en las Midlands del Oeste, en el año 1809,
rápidamente dejó atrás sus estudios de Medicina para dedicarse a analizar, con
enfermiza precisión para algunos de sus condiscípulos, la composición,
estructura y ciclo vital de los invertebrados marinos.
Geología, botánica, zoología. Todo se
potencia y se redimensiona ante la mirada de Darwin, ante la visión analítica
de un mundo complejo, en permanente cambio, y ante la postura crítica de los
férreos postulados heredados. Podemos verlo, así, a bordo del imponente buque
HMS Beagle, en una travesía de cinco años (1831-1836): joven, temerario e
inquieto, con la potestad de moverse en tierra firme mientras espera el regreso
de la nave al puerto. De aquel largo periplo, Darwin solo estuvo en alta mar dieciocho
meses, mientras que durante tres años y tres meses metió talón por sitios tan
diversos como las costas chilenas y la profunda Patagonia, viajando desde el
Puerto de Valparaíso hasta Mendoza a través de la Cordillera de los Andes,
entre otros maratónicos recorridos.
El 24 de setiembre de 1832, en las
cercanías de Bahía Blanca, por los barrancos costeros de Monte Hermoso, Charles
Darwin localizó una colina de fósiles de mamíferos gigantescos esparcidos junto
a los restos modernos de bivalvos (que se habían extinguido en épocas más
recientes y de forma natural). Un diente encontrado en las excavaciones le
permitió identificar al megaterio, constituyéndose en la primera muestra fósil
que le permitiría cavilar sobre la mutabilidad de las especies, piedra angular
de su archiconocida teoría.
Es curioso ver como este joven investigador
–entonces tenía 23 años– no obnubiló su visión ante el mero hallazgo científico
en sí, ya que sus diversas recorridas no están ajenas a la observación de
diversos problemas políticos y sociales. En ese sentido, la lectura de su
famoso diario El viaje del Beagle
(1839), originalmente llamado Diario y
observaciones, constituye un muestrario de intereses diversos, articulados
por la visión privilegiada de una mente única, que no deja pasar nada: desde
Río de Janeiro a Bahía Blanca, desde Maldonado a la Isla de Chiloé, desde Cabo
Verde a Tahití, todo en Darwin se vuelve materia de estudio y de reflexión,
infatigable magma de conocimiento discurriendo en el tamiz de una mente ávida
por saber.
La
guerra del mundo
La editorial madrileña Nórdica Libros ha
publicado una versión bastante tijereteada de La selección natural, con impecable traducción de Íñigo Jáuregui e
ilustraciones de Ester García. El libro, un cuidado objeto que engalana por su
porte cualquier biblioteca, impreso con una letra grande y con profusión de
dibujos, constituye una nueva versión del clásico texto de Charles Darwin. Los
mencionados dibujos, de impecable factura en blanco y negro, humanizan a
algunos de los animales mencionados en el texto (un gato y un ratón jugando en
subibaja, unos ciervos practicando esgrima, etc.), sin mayores aportes en
cuanto al conjunto que conforma con el texto en sí, donde se encuentra,
imperturbable, el auténtico valor de esta edición.
En una prosa precisa, exenta de galimatías
científicos y sin notas al pie, en La
selección natural Charles Darwin le da vueltas a una teoría que se conforma
en convencimiento, partiendo del análisis de una gran cantidad de ejemplos,
contraponiéndolos y enumerando, sobre el final del texto, los eventuales
problemas que acarrea el planteo realizado. Para abordar la noción de selección
natural, dice, “es bueno tratar de
plantearnos cómo podríamos dar alguna ventaja a una especie sobre otra.
Probablemente en ningún caso sabríamos qué hacer para conseguirlo. Eso nos
convencerá de nuestra ignorancia sobre las relaciones entre los seres vivos,
una convicción tan necesaria como aparentemente difícil de adquirir. Todo lo
que podemos hacer es tener bien presente que todos los seres vivos luchan por
aumentar su número en proporción geométrica; que todos, en algún periodo de su
vida, en alguna época del año, en cada generación o a intervalos, deben luchar
por su vida y sufrir una gran destrucción. Cuando reflexionamos sobre esa
lucha, podemos consolarnos con la convicción de que la guerra en la Naturaleza
no es incesante, que no se siente ningún miedo, que la muerte suele ser rápida
y que los fuertes, sanos y felices sobreviven y se multiplican”.
Desterrada, pues, la idea de una guerra
violenta entre especies, en el interior de cada una y entre ellas con el
entorno en que se mueven, es posible comenzar la comprensión de la gran
variedad de mecanismos (término tan poco natural pero preciso aquí) con que la
Naturaleza, en su magnífica sabiduría pragmática, contribuye a la vida y no a
la extinsión. Los ejemplos analizados por Darwin, en ese sentido, son notables,
y de todos ellos quiero detenerme unas líneas en los que tienen que ver con el
color de ciertos animales: “Cuando vemos
que los insectos que comen hojas son verdes y los que se alimentan de corteza
tienen motas grises, que la perdiz alpina es blanca en invierno, el lagópodo
escocés tiene el color del brezo y el gallo lira es pardo como la tierra
pantanosa, podemos pensar que esos tonos sirven a estas aves e insectos para
escapar del peligro. Los lagópodos, de no ser destruidos en algún periodo de su
vida, aumentarían hasta resultar incontables (…) Así pues, no veo ninguna razón
para dudar que la selección natural pudo ser muy eficaz dando el color adecuado
a cada tipo de lagópodo y manteniendo ese color neto y constante una vez
adquirido”.
Dentro el ámbito abierto por el análisis
de la selección natural, Darwin introduce el estudio de la selección sexual,
para comprender cómo los machos de determinadas especies fueron dotados para
perpetuar la descendencia y contribuir, así, a la continuidad de la especie. Y
si bien es cierto que la selección natural dotó de medios especiales de defensa
a ciertos animales, como la melena del león, la paletilla almohadillada del
jabalí y la mandíbula ganchuda del salmón macho, en muchos casos el mecanismo
defensivo es la conclusión de un largo proceso ocurrido durante la evolución.
Un ejemplo claro de este punto es la cola de la jirafa, que semeja un funcional
espantamoscas de fabricación artificial anexado a las extremidades del animal,
pero que es, en realidad, fruto de un larguísimo devenir que se pierde en la
noche de los tiempos: “Viendo la
importancia de la cola como órgano locomotor en la mayoría de los animales
acuáticos, su presencia general y su utilidad para muchos fines en tantos
animales terrestres, cuyos pulmones y vejigas natatorias revelan su origen
acuático, quizás puedan explicarse de este modo. Una cola bien desarrollada que
se hubiera formado en un animal acuático, podría moldearse posteriormente para
todo tipo de fines, como espantamoscas, órgano prensil, o para ayudar a darse
la vuelta, como ocurre con el perro, aunque esta ayuda debe ser pequeña, porque
la liebre, que apenas tiene cola, puede girarse muy rápidamente”.
Es interesante observar, como refleja el
fragmento anteriormente citado, la forma en que Darwin avanza en la exposición
de su teoría, evadiendo a la generalidad sin desatender la anomalía o aquello que
escapa de lo común, sabedor de que la Naturaleza en sí y que cada especie
animal, cada tipo de planta, cada roca incrustada en las capas geológicas
proceden de un misterio superior, un misterio que es posible cercar para
proyectar sobre él un rayo de luz, pero que nunca puede ser revelado en su
totalidad. Y saltando del reino animal al vegetal podemos tomar, por ejemplo,
el caso de un bambú rastrero que el naturalista encontró en el archipiélago
malayo. Dicho bambú trepa por los troncos de los árboles más altos auxiliado
por una serie de ganchos delicadamente construidos y agrupados alrededor de los
extremos de las ramas, convirtiéndose en un mecanismo de suma utilidad para la
planta. Pero como los mismos tipos de ganchos, apunta Darwin, se encuentran en otras
plantas que no son trepadoras, los ganchos del bambú pudieron haber surgido por
leyes de crecimiento desconocidas y después haber sido aprovechadas por la
planta que experimentó una nueva transformación, convirtiéndose en trepadora.
De la observación de cientos de ejemplos
que Darwin encontró a lo largo de sus viajes e investigaciones, arribó a la
conclusión de que la selección natural nunca produce en un ser nada que le sea
perjudicial, porque actúa únicamente por y para el bien de todos ellos. De lo
anterior se establece que si se alcanza un equilibrio entre el bien y el mal
causado por cada parte, se ve que en conjunto todas son ventajosas y que,
pasado el tiempo, en condiciones de vida diferentes, si una parte se vuelve
perjudicial será modificada, y si no, el ser se extinguirá como se han
extinguido miles de criaturas. Tan increíble y sencillo como eso.
Libro
abierto
Una de las imágenes más poderosas para
comprender el verdadero alcance de la selección natural es aportada por Charles
Darwin sobre el final de su tratado, y consiste en ver las afinidades entre los
seres vivos de la misma clase mediante la imagen de un gran árbol. El gran
árbol de la vida. Escribe Darwin: “Las
ramitas verdes e incipientes pueden representar las especies existentes, y las
engendradas durante cada año anterior representarán la larga sucesión de
especies extinguidas. En cada etapa del crecimiento, los vástagos intentan
ramificarse por doquier, y dominar y matar a los vástagos y ramas circundantes,
igual que las especies y grupos de especies tratan de doblegar a otras especies
en la gran batalla por la vida. Las ramas principales, que se dividen en ramas
grandes, las cuales se dividen en otras cada vez menores, fueron anteriormente,
cuando el árbol era pequeño, vástagos incipientes, y esta conexión entre los
brotes anteriores y los actuales por la ramificación puede representar bien la
clasificación de todas las especies extintas y vivas en grupos subordinados a
otros grupos. De los muchos vástagos que florecieron cuando el árbol era un
simple arbusto, sólo dos o tres, convertidos ahora en grandes ramas, sobreviven
todavía y soportan a todos los demás. Del mismo modo, muy pocas de las especies
que vivían en periodos geológicos remotos tienen actualmente descendientes
vivos y modificados. Desde el primer crecimiento del árbol, muchas ramas se han
podrido y caído, y esas ramas desaparecidas de diferente tamaño representan
todos esos órdenes, familias y géneros que actualmente no tienen descendientes
vivos y que solo conocemos por haberlos encontrado en estado fósil”.
La lectura de La selección natural nunca pierde vigencia. El libro parece estar llamado
a reconvertir el alcance de sus postulados con cada generación de lectores,
picaneando a la comunidad científica –la misma que demoró casi cien años en
considerar a la selección natural como sustento inicial de la evolución de las
especies– a no desatender cada uno de los fenómenos apuntados y expuestos en el
tratado. Finalmente, la lectura de este libro para cualquier lector de a pie,
aporta novedosos elementos para comprender mejor el mundo en el que vivimos,
especialmente en una época donde la industrialización exacerbada, al servicio
de los grandes capitales y con el hiperconsumismo como máxima guía, se encarga
de fagocitar y destruir los recursos naturales del planeta con una impunidad
pasmosa. Desde la cubierta del HMS Beagle, imperturbable a las mareas del
tiempo y de los hombres, el joven naturalista británico, con los cabellos
revueltos bajo los aires del Atlántico, otea la costa cercana, ávido de poner
pie en tierra firme y avanzar hacia lo desconocido, donde lo espera el rastro
de una ignota especie, una huella reciente sobre el limo de un río, un árbol
repleto de frutos creciendo entre las espinas, un mundo misterioso para ser
explorado.
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