lunes, 13 de abril de 2015

Hola. Soy Eduardo Galeano


A la memoria de Graham Greene.

Estábamos cercados por un ejército de mosquitos. Con un zumbido intenso, cuerpos alargados y aguijones punzantes, sobrevolaban las chabolas bajo aquel intenso calor tropical. Pronto iba a llover pero sería una lluvia triste, desganada, demasiado leve para barrer el calor y el hedor que venía de las canaletas de la aldea.
La delegación llegó a las cinco. Eran cuatro y venían encabezados por una mujer. Hilda Vernarello, la compañera del comandante Alcides. Los cabellos sucios y cobrizos invadían su rostro quemado por el sol. Llevaba un rifle terciado sobre la espalda y un vestido andrajoso que, supuse, fue azul cuando salió del puesto del mercado. Detrás de ella venía un negro de constitución ovina, ancho de espaldas y con una nariz que parecía partida por un sable. Junto a él, caminaba un campesino que cargaba un saco lleno de bananas y, cerrando la marcha, venía el Padre Almada, el cura subversivo que se había unido a la causa.
Se detuvieron frente a la chabola y me miraron con indiferencia. Repararon en las maletas sin desempacar sobre el rústico piso de madera. Ante su infranqueable silencio, me presenté:
-Hola. Soy Eduardo Galeano.
Mis palabras actuaron como una llave sobre el candado de sus emociones. Una sonrisa apareció en el rostro de la mujer guerrillera y avanzó un par de pasos para estrecharme la mano.
-Cuanto ansiaba conocerlo, camarada –dijo con una sonrisa que reveló los huecos oscuros que poblaban su dentadura.
El campesino tiró al suelo una cáscara de banana y observó al negro con una mirada inquisidora. El negro dio un paso y tomó las maletas. El padre Almada, que había permanecido relegado, llegó junto a mí y dejó que su mano casi centenaria se deslizara por mi rostro.
-Vaya, vaya con el escritor. Te hacía mucho más viejo, hijo.
Sonreí y la mujer del comandante me imitó.
-Debemos partir –dijo mirando el cielo. –Lloverá dentro de poco.
Iniciamos la marcha en silencio. De vez en cuando, Hilda Vernarello se volvía para comentarme el pasaje de alguno de mis libros o contarme en qué momento particular de la lucha había podido leerlos. Se reveló como una gran conocedora de mis escritos. Habló mucho del sistema capitalista y de toda la mierda de Estados Unidos. Se refirió a la cuestión indígena en América Latina y, por último, llegamos a lo que tanto temía: me preguntó qué estaba escribiendo.
Le respondí que trabajaba en una novela.
-¿Usted escribiendo una novela?–, se extrañó.
-Sí. Es una alegoría sobre el Tercer Mundo y se centra en la figura de los grandes medios de comunicación como agentes de control.
Llegamos a los dominios del comandante Alcides junto con la noche. Era un conjunto de chozas mal construidas que parecían tiradas más que edificadas en un claro de la selva. El propio comandante, junto a un pequeño séquito, salió a recibirnos. Se detuvo frente a mí y me estudió con detenimiento.
-Hola. Soy Eduardo Galeano– me presenté.
El hombre avanzó y me estrechó en sus brazos. Sus axilas despedían un olor intenso, una mezcla violenta de alcohol y sudor.
Caminamos hacia su chabola particular, construcción que se diferenciaba del resto por la un mosquitero en la entrada y una ampliación del Che Guevara en una de las paredes de caña.
-Amadeo  –llamó el comandante al negro enorme–, tráenos el licor.
El negro volvió al momento con una enorme botella de un líquido ambarino. Hilda Vernarello nos acercó dos vasos y el comandante sirvió.
Afuera de la chabola, la población se había congregado para ver qué pasaba en el interior. Un par de niños, desnutridos y con los rostros picados por la viruela, se había acercado a la ventana y observaba la escena fijamente. El comandante los descubrió y se enfureció. Se dirigió al campesino de las bananas y le ordenó que los mandara a todos a dormir. El hombre salió de la habitación a grandes pasos. Un rifle tronó en la distancia y el silencio se restituyó en el claro de selva.
El padre Almada encendió un cabo de vela y la débil llama iluminó la estancia. Permanecíamos sentados alrededor de la mesa, el comandante Alcides, su mujer, el negro Amadeo, el padre Almada y yo.
El comandante bebió un trago antes de comentar:
-Habrá visto que avanzamos hacia la capital. Creemos que en cuestión de dos semanas tomaremos el poder central.
-¿Cuenta con más gente o sólo con los que están asentados acá?–, pregunté.
Me miró algo confundido. No me respondió él, lo hizo el padre Almada.
-Hijo. Revoluciones más grandes se hicieron con menos hombres. Nuestra célula cuenta con veinticinco tiradores adiestrados.
Me pregunté si los tiradores serían aquellos sujetos descalzos, desnutridos, con enormes sombreros de paja que habían salido a recibirnos. Hilda Vernarello terció en la conversación.
-Usted mismo, en uno de sus libros, afirma algo sobre el número de revolucionarios y sus resultados, ¿no es así?
-Es verdad. En las venas desiertas de América Latina.
-Las venas abiertas, hijo -aclaró el cura.
-Cierto. Disculpen, es el calor. Es que me cuesta adaptarme al clima. Deben saber que en Montevideo nunca superamos los treinta y pocos grados.
Hubo un silbido de asombro por parte del comandante. Luego siguió contando su plan de acción.
-Estamos en contacto con la guerrilla de Tembeuco y Santa Bernardina. Allá tienen una secuencia de radio que transmite información revolucionaria todo el día.
-Interesante –dije ahogando un bostezo.
-Veo que está cansado, Eduardo –observó el comandante-. ¿No quiere recostarse un rato?
Señaló un catre en un rincón de la pieza.
Asentí complacido y, a continuación, Hilda Vernarrello tendió con rapidez las sábanas y acomodó una tosca almohada.
Me recosté vestido. Desde mi posición horizontal pude ver cómo la mujer del comandante y el negro Amadeo salían de la choza. Alcides y el cura Almada, en cambio, continuaron bebiendo aquel extraño licor y, luego de un rato, encendieron una radio a batería que descansaba sobre un estante. La aflautada voz de un locutor comenzó a proclamar una diatriba que mezclaba a Lenin, Reagan, Rigoberta Menchú y Stroessner. Luego me pareció escuchar un discurso entrecortado de Fidel Castro y una voz femenina que podía ser la de Mercedes Sosa. Y, por último, ocurrió el desastre. La cantante dejó paso a un boletín informativo. Entre las noticias, el locutor dijo:
-El escritor uruguayo Eduardo Galeano se presentó hoy en la Feria del Libro de Ciudad de México y, a esta hora, se encuentra firmando ejemplares de sus obras en el stand de su editorial.
El comandante Alcides se puso de pie en el acto y avanzó a los tumbos hacia mi catre. El padre Almada no se dio cuenta de nada porque roncaba.
El comandante llegó junto a mí y me apuntó con una pistola que parecía ridícula en sus manos.
-Carnero, ¿quén eres tú?– me increpó.
Fingí despertarme de golpe y hallarme aún bajo los efectos del sueño.
-¿Qué pasa? – pregunté confundido.
-La radio dijo que Galeano está en México. ¿Quién eres, jodido impostor?
-Soy Eduardo Galeano– afirmé.
- Mientes.
Negué con una sonrisa. Las brumas del alcohol nublaban la visión del guerrillero y me decidí a actuar cuanto antes para que no me matara.
-El Galeano que está en México es un actor contratado por mi agente. Nadie debe saber que yo vine a visitarlos.
Aquello pareció calmarlo. Bajó un poco el arma y le dedicó una mirada al viejo cura que dormía con la cabeza colgando del respaldo de la silla.
-¿Cómo no me di cuenta? –se preguntó–. Claro, es lógico. Imagínese lo que pasaría si lo descubrieran acá.
Lanzó una carcajada y guardó el arma. Fue hasta la mesa y volvió con la botella casi vacía. El muy hijo de puta no paraba de reír.
Afuera, la lluvia golpeaba con fuerza el rústico techo de la choza y el aire de la selva traía un extraño aroma a frutos maduros.
Martín Bentancor
                                                                                                                             


-Del libro 'El aire de Sodoma' (Editorial La Propia Cartonera, Montevideo, 2012)

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