A la memoria de Graham Greene.
Estábamos cercados por un ejército de
mosquitos. Con un zumbido intenso, cuerpos alargados y aguijones punzantes, sobrevolaban
las chabolas bajo aquel intenso calor tropical. Pronto iba a llover pero sería
una lluvia triste, desganada, demasiado leve para barrer el calor y el hedor
que venía de las canaletas de la aldea.
La delegación llegó a las cinco.
Eran cuatro y venían encabezados por una mujer. Hilda Vernarello, la compañera
del comandante Alcides. Los cabellos sucios y cobrizos invadían su rostro
quemado por el sol. Llevaba un rifle terciado sobre la espalda y un vestido
andrajoso que, supuse, fue azul cuando salió del puesto del mercado. Detrás de
ella venía un negro de constitución ovina, ancho de espaldas y con una nariz
que parecía partida por un sable. Junto a él, caminaba un campesino que cargaba
un saco lleno de bananas y, cerrando la marcha, venía el Padre Almada, el cura
subversivo que se había unido a la causa.
Se detuvieron frente a la chabola y
me miraron con indiferencia. Repararon en las maletas sin desempacar sobre el
rústico piso de madera. Ante su infranqueable silencio, me presenté:
-Hola. Soy Eduardo Galeano.
Mis palabras actuaron como una llave
sobre el candado de sus emociones. Una
sonrisa apareció en el rostro de la mujer guerrillera y avanzó un par de
pasos para estrecharme la mano.
-Cuanto ansiaba conocerlo, camarada –dijo
con una sonrisa que reveló los
huecos oscuros que poblaban su dentadura.
El campesino tiró al suelo una
cáscara de banana y observó al negro con una mirada inquisidora. El negro dio
un paso y tomó las maletas. El padre Almada, que había permanecido relegado,
llegó junto a mí y dejó que su mano casi centenaria se deslizara por mi rostro.
-Vaya, vaya con el escritor. Te
hacía mucho más viejo, hijo.
Sonreí y la mujer del comandante me
imitó.
-Debemos partir –dijo mirando el
cielo. –Lloverá dentro de poco.
Iniciamos la marcha en silencio. De
vez en cuando, Hilda Vernarello se volvía para comentarme el pasaje de alguno
de mis libros o contarme en qué momento particular de la lucha había podido
leerlos. Se reveló como una gran conocedora de mis escritos. Habló mucho del
sistema capitalista y de toda la mierda de Estados Unidos. Se refirió a la
cuestión indígena en América Latina y, por último, llegamos a lo que tanto
temía: me preguntó qué estaba escribiendo.
Le respondí que trabajaba en una
novela.
-¿Usted escribiendo una novela?–, se
extrañó.
-Sí. Es una alegoría sobre el Tercer
Mundo y se centra en la figura de los grandes medios de comunicación como
agentes de control.
Llegamos a los dominios del
comandante Alcides junto con la noche. Era un conjunto de chozas mal
construidas que parecían tiradas más que edificadas en un claro de la selva. El
propio comandante, junto a un pequeño séquito, salió a recibirnos. Se detuvo
frente a mí y me estudió con detenimiento.
-Hola. Soy Eduardo Galeano– me
presenté.
El hombre avanzó y me estrechó en
sus brazos. Sus axilas despedían un olor intenso, una mezcla violenta de alcohol
y sudor.
Caminamos hacia su chabola
particular, construcción que se diferenciaba del resto por la un mosquitero en
la entrada y una ampliación del Che Guevara en una de las paredes de caña.
-Amadeo –llamó el comandante al negro enorme–, tráenos
el licor.
El negro volvió al momento con una
enorme botella de un líquido ambarino. Hilda Vernarello nos acercó dos vasos y
el comandante sirvió.
Afuera de la chabola, la población se
había congregado para ver qué pasaba en el interior. Un par de niños,
desnutridos y con los rostros picados por la viruela, se había acercado a la ventana
y observaba la escena fijamente. El comandante los descubrió y se enfureció. Se
dirigió al campesino de las bananas y le ordenó que los mandara a todos a
dormir. El hombre salió de la habitación a grandes pasos. Un rifle tronó en la
distancia y el silencio se restituyó en el claro de selva.
El padre Almada encendió un cabo de
vela y la débil llama iluminó la estancia. Permanecíamos sentados alrededor de
la mesa, el comandante Alcides, su mujer, el negro Amadeo, el padre Almada y
yo.
El comandante bebió un trago antes
de comentar:
-Habrá visto que avanzamos hacia la
capital. Creemos que en cuestión de dos semanas tomaremos el poder central.
-¿Cuenta con más gente o sólo con
los que están asentados acá?–, pregunté.
Me miró algo confundido. No me respondió
él, lo hizo el padre Almada.
-Hijo. Revoluciones más grandes se
hicieron con menos hombres. Nuestra célula cuenta con veinticinco tiradores
adiestrados.
Me pregunté si los tiradores serían
aquellos sujetos descalzos, desnutridos, con enormes sombreros de paja que
habían salido a recibirnos. Hilda Vernarello terció en la conversación.
-Usted mismo, en uno de sus libros,
afirma algo sobre el número de revolucionarios y sus resultados, ¿no es así?
-Es verdad. En las venas desiertas
de América Latina.
-Las venas abiertas, hijo -aclaró el
cura.
-Cierto. Disculpen, es el calor. Es
que me cuesta adaptarme al clima. Deben saber que en Montevideo nunca superamos
los treinta y pocos grados.
Hubo un silbido de asombro por parte
del comandante. Luego siguió contando su plan de acción.
-Estamos en contacto con la
guerrilla de Tembeuco y Santa Bernardina. Allá tienen una secuencia de radio
que transmite información revolucionaria todo el día.
-Interesante –dije ahogando un
bostezo.
-Veo que está cansado, Eduardo –observó
el comandante-. ¿No quiere recostarse un rato?
Señaló un catre en un rincón de la
pieza.
Asentí complacido y, a continuación,
Hilda Vernarrello tendió con rapidez las sábanas y acomodó una tosca almohada.
Me recosté vestido. Desde mi
posición horizontal pude ver cómo la mujer del comandante y el negro Amadeo
salían de la choza. Alcides y el cura Almada, en cambio, continuaron bebiendo aquel
extraño licor y, luego de un rato, encendieron una radio a batería que
descansaba sobre un estante. La aflautada voz de un locutor comenzó a proclamar
una diatriba que mezclaba a Lenin, Reagan, Rigoberta Menchú y Stroessner. Luego
me pareció escuchar un discurso entrecortado de Fidel Castro y una voz femenina
que podía ser la de Mercedes Sosa. Y, por último, ocurrió el desastre. La cantante
dejó paso a un boletín informativo. Entre las noticias, el locutor dijo:
-El escritor uruguayo Eduardo
Galeano se presentó hoy en la Feria del Libro de Ciudad de México y, a esta
hora, se encuentra firmando ejemplares de sus obras en el stand de su editorial.
El comandante Alcides se puso de pie
en el acto y avanzó a los tumbos hacia mi catre. El padre Almada no se dio cuenta
de nada porque roncaba.
El comandante llegó junto a mí y me
apuntó con una pistola que parecía ridícula en sus manos.
-Carnero, ¿quén eres tú?– me
increpó.
Fingí despertarme de golpe y
hallarme aún bajo los efectos del sueño.
-¿Qué pasa? – pregunté confundido.
-La radio dijo que Galeano está en
México. ¿Quién eres, jodido impostor?
-Soy Eduardo Galeano– afirmé.
- Mientes.
Negué con una sonrisa. Las brumas
del alcohol nublaban la visión del guerrillero y me decidí a actuar cuanto
antes para que no me matara.
-El Galeano que está en México es un
actor contratado por mi agente. Nadie debe saber que yo vine a visitarlos.
Aquello pareció calmarlo. Bajó un
poco el arma y le dedicó una mirada al viejo cura que dormía con la cabeza
colgando del respaldo de la silla.
-¿Cómo no me di cuenta? –se preguntó–.
Claro, es lógico. Imagínese lo que pasaría si lo descubrieran acá.
Lanzó una carcajada y guardó el
arma. Fue hasta la mesa y volvió con la botella casi vacía. El muy hijo de puta
no paraba de reír.
Afuera, la lluvia golpeaba con fuerza el
rústico techo de la choza y el aire de la selva traía un extraño aroma a frutos
maduros.
Martín Bentancor
-Del libro 'El aire de Sodoma' (Editorial La Propia Cartonera, Montevideo, 2012)
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