Entrar al taller de Octavio ‘Toto’ Podestá tiene algo del hundimiento
en un arcoíris. Sonidos, formas y colores junto al decir del artista, a la
cadencia de su relato y su forma de ver el arte conforman el sitio. Con sus
ochenta y largos años y sus ojos de niño sorprendido, el escultor maravilla a
quien lo trata. La risa del Toto es contagiosa y se hace sentir cuando cuenta
alguna anécdota de su formación o cuando refiere el rocambolesco destino que
han tenido algunas de sus obras. Lo que sigue es parte de una charla amena con
uno de los escultores más destacados de Uruguay.
¿Cuándo empezaste a hacer algo
con las manos?
Desde chico siempre estaba
haciendo cosas en el fondo de mi casa, desde ranchitos hasta pequeños braceros
con los que jugaban mis hermanas. Cuando estaba en la escuela, apareció un
profesor de Manualidades y nos pidió a los varones una lata de aceite o de
duraznos. Con eso nos enseñó a hacer una regadera. Para mí era como haber ido a
La Sorbona. Fue algo elemental de diez o quince días, pero son de esos toques
que te despiertan algo adentro. Hasta el día de hoy, cuando agarro una lata, es
como una deformación: la agarro desde arriba y la pestañeo.
Además, en el barrio había
zapateros, herreros, carpinteros, y estaba la fábrica de corchos o la fábrica
de pinceles. Mi abuelo tenía barraca y yo lo acompañaba en el reparto en
jardinera; entonces, al pasar por el barrio, veía al herrero forjando, al
talabartero armando los enseres para los caballos y todo ese trabajo manual me
fue marcando desde chico.
¿Y cuándo saliste de la escuela?
Fui al liceo nocturno porque
trabajaba ocho horas. A mi me gustaba Arquitectura pero los profesores vieron
que más bien agarraba para el lado de Bellas Artes. Un profesor me lo sugirió,
lo pensé durante un año y al final dejé el liceo y fui. Allí me sentí como un
pez en el agua. Hay que tener en cuenta que no es como ahora, que hay
quinientos o seiscientos alumnos; en Escultura éramos ocho. Entablábamos un
mano a mano con el profesor que a veces terminaba en el boliche. A veces el
boliche era más lindo que las clases, porque los profesores comenzaban a contar
sus viajes o sus experiencias en Europa.
¿Qué profesor te marcó durante tu
pasaje por Bellas Artes?
Eduardo Yepes. Nos abrió un
panorama muy grande. La Escuela se caracterizaba por hacer figuras. No salíamos
de los desnudos y las cabezas. Cuando llegó él, todo cambió. Ya no había
modelos y teníamos que imaginar las cosas.
¿Conservás alguna obra de aquella
época?
No. Una vez Yepes dijo que las
obras de las épocas de estudiante hay que hacerlas desaparecer. Cortar con eso.
Conservo alguna de aquellas primeras obras como una referencia o porque para
alguna de ellas posó un amigo.
¿Cuándo te enfrentaste a tu
primera obra?
Mi primera obra, digamos, la
emprendí cuando puse el taller. Cuando salís de la Escuela de Bellas Artes, en
realidad no salís. Yo empecé a trabajar en mi taller y para algún trabajo en
particular llamaba al profesor Juan Martín. Él me decía ‘Yo ya te enseñé todo
lo que te tenía que enseñar, así que ahora a tu taller vengo a tomar un vino
contigo y nada más. Para lo otro, arréglate como puedas’. Y así empecé mis
primeras obras; siempre con influencias de algo o de alguien.
¿Cómo es el proceso de creación de
una obra? ¿Primero está la idea o a partir de los materiales aparece el
concepto y se desarrolla?
El material siempre me lleva a
la obra. Claro que también está el caso de cuando disponés de un lugar
determinado y tenés que dibujar primero la estructura. Por lo general dibujo
primero. Se puede partir de la cosa más insólita para llegar a la obra, o para
no llegar. Mirá, una vez hice una Virgen (fue durante la época de Yepes, cuando
hice muchas vírgenes) en bronce. Vino una familia de mucho dinero y muy católica.
La compraron y me pidieron si no la podía hacer más grande porque la querían
poner en el jardín. Yo estaba muy contento con el encargo. Cuando la había
hecho en barro, llamé al hombre para que viera cómo iba quedando en el proceso.
Empecé a ver que la miraba y la miraba. Me dijo: ‘Podestá, le voy a decir una
cosa, no se ofenda pero no me da la sensación de virgen, me parece una
geisha’.
¿Y cómo se llega a los temas, los
motivos?
Eso va apareciendo. Yo
considero que la obra es antes que nada una escultura y que cada uno la puede
ver a su manera, no con los ojos que yo la vi. Me interesa que la obra sea
vista por el lenguaje de la escultura y no por la anécdota. Si bien todas las
esculturas tienen título, ahora, cuando hago una exposición no le pongo el
nombre, solo un número para identificarlas. Es que el nombre condiciona mucho
la contemplación y lo que yo veo como un calabozo, otro lo ve como una caja de
música.
Hablame de la escultura tuya que
está en el frente del Banco Central, sobre la calle Uruguay…
Yo había ganado el Premio
Figari con esa obra y un director del Banco la colocó en un depósito. Cuando
asumió otro director, me llamó medio de apuro para instalarla en el frente. La
obra había que ubicarla en un canterito de mierda, donde habían unos
pensamientos plantados. Estaban el ingeniero, el arquitecto, el contador, el
gerente general y ocho obreros para participar en el trabajo. Lo curioso es que
para no dañar los pensamientos, cortaron dos tablones de pino Brasil,
altísimos, que valían cuarenta veces más que los pensamientos, para ubicar
sobre ellos la obra.
¿Qué pasa con la obra cuando
queda instalada en un espacio público como ese del Banco Central? ¿Alguien le
hace algún tipo de mantenimiento?
En el caso de esa escultura se
hizo todo mal. Les propuse que le pidieran al herrero que le hiciera una base
para protegerla de la humedad pero me dijeron que no, que se encarecía. Además,
el color iba a ser metalizado y le dieron una mano de pintura cualquiera.
Ahora, abajo se está picando toda…
Hace poco, el edificio de la
Seccional 20 del Partido Comunista fue declarado patrimonio histórico. La
puerta la hiciste vos…
Sí. La puerta esa era de color
hierro oxidado. Un día una ex alumna me trajo una foto de la puerta pintada de
color amarillo. Resulta que la había pintado el portero porque le había sobrado
pintura de la claraboya.
Tu puerta tuvo varias
intervenciones. Recuerdo haberla visto en rojo y en verde, también. Se ve que
cada encargado de mantenimiento que venía le hacía alguna intervención, la
pintaba del color que quería…
Eso pasa, lamentablemente.
Mirá, en el Crandon había como diez esculturas mías, prestadas, que estuvieron
allí durante años. Un día viene mi hijo y me pregunta: ‘¿Vos hiciste pintar una
escultura que está allí? Porque le pusieron un color rojo que se ve desde el
Palacio Legislativo’. Fui a ver y resulta que como habían pintado todas las
papeleras, aprovecharon y de paso pintaron mi obra. En la Universidad Católica,
donde también hay obras mías, las cuidan pero de repente tienen un color verde
que les sobra, y aunque la obra sea azul, le encajan verde. O las corren de
lugar. Por ejemplo, la que está en el Sodre fue ubicada al frente. Ahora la
corrieron y está debajo de una escalera.
¿Todas esas obras que mencionás
están en carácter de préstamo?
Sí. Nadie te compra nada, ni
siquiera te lo insinúan. Mirá, me pasó que hace poco presté unas obras para la
ORT, que hace años que me venían pidiendo. Al poco tiempo me mandaron una bolsa
con algunas botellas y sardinas en conserva.
Insisto con el tema del préstamo
de las obras. ¿Se hace un acuerdo escrito entre el artista y la institución?
¿Qué pasa si alguien se roba una obra?
Nada. Ellos se lavan las
manos. Una vez, en el Comedor Estudiantil, frente al Estadio, un lugar muy
lindo, un muchacho me invitó a hacer una exposición. Mis obras estuvieron
expuestas durante un mes y entonces me llama el director para pedirme si podía
dejarlas un tiempo más. Estuvieron como seis meses más y un día paso por el
lugar, miro, y veo que de la mitad para abajo estaban todas oxidadas. El tema
es que baldeaban el piso. Me calenté y ese mismo día llamé un camión y cuando
fuimos a cargar las obras, veo que faltaba un pedazo a una (eran tres troncos
unidos por un eje). Le pregunté al portero si sabía algo y me dijo: ‘Ahí, donde
están los casilleros de Coca Cola, hay un tronco. Yo que sé’. Fuimos y allí
estaba la parte de la obra que faltaba.
Es como el dominio de los brutos…
No sé si son brutos, mirá. Con
Nancy Bacelo me pasó lo mismo y era una exquisita persona. Me pidió varias
obras para la feria y un día voy y las veo metidas en la fuente, sumergidas en
el agua. Le digo: ‘Ponele cuatro bloques abajo aunque sea’. Cuando terminó la
feria, me las trajeron en un camión de Coca Cola, atadas, porque aprovechaban
el flete que era gratis. Otra vez les presté unas obras al Hospital de
Clínicas. Había una que era toda negra, que yo había quemado, con unos clavos
metidos a lo largo. Cuando me la mandaron de vuelta, me la trajeron en una
camilla porque no tenían camión para transportarla.
Una vez fui al Centro Pedro Visca
de la Facultad de Economía, donde habían varias esculturas tuyas. Empecé a
mirarlas hasta que llegué a la última, que estaba en el espacio ocupado por la
fotocopiadora y la cantina. Tu escultura tenía un montón de sacos colgados y
varios vasitos de café apoyados encima…
Sí. Un día que yo fui a
retirar una obra de allí, me encontré con que le habían atado una bicicleta con
un candado. Fui a decirle al portero que hiciera algo, que yo estaba con el
camión y los peones que había contratado, esperando. Y el hombre me dice: ‘¿Qué
quiere que haga? Son cinco mil alumnos….’.
A Walter Tournier le pasó algo
parecido el año pasado en Canelones. Hizo una exposición sobre ‘Selkirk’, que
incluía el barco original de la película. Como es muy amigo del intendente
Marcos Carámbula, le pidió un espacio en un galpón municipal para guardar el
barco. Y un artesano local cortó una de las partes del barco para hacer un
carro alegórico.
Lamentable. A mi escultura que
esta detrás de la Intendencia, por la calle Soriano, le pusieron un juego de
niños al lado. Le pregunté a la arquitecta si no se podía llevar para otro lado…
¿Quién decide esas cosas? ¿No
debería tener alguna mínima noción estética?
Mirá, la Intendencia llamó a
concurso para hacer una escultura de Zitarrosa y otra de Gardel, que quieren
poner en la Peatonal Sarandí para que la gente se saque fotos. Las bases dicen
que Gardel debe estar agarrado a un farol y Zitarrosa debe estar de cuerpo
entero, tocando la guitarra y con el pie sobre un banquito mientras toca…
Y si algo no hacía Zitarrosa,
salvo en el inicio de su carrera, era tocar la guitarra. Habría que ver cómo
van a hacer tu escultura cuando te homenajee la Intendencia en el futuro…
Seguramente con una soldadora
eléctrica al lado y mirando un electrodo…
¿Cómo convive la creación
artística con la cuestión más material, digamos… las ventas de obras, el
traslado, la coordinación de exposiciones y pagar las cuentas?
Mi esposa y yo nunca fuimos de
acumular dinero ni de preocuparnos por eso. Tuve una camioneta Willis como por
cuarenta años. Cuando mi suegro edificó acá, mi suegra se preocupó por dónde
iba a poner el taller.
¿Tu suegra?
Sí. Es que yo he tenido tres
mujeres en mi vida: mi madre, mi esposa y mi suegra. Pero volviendo a tu
pregunta, se puede decir que siempre estuve alrededor del arte, nunca tuve un
empleo en otro ámbito. Fui empleado de Bellas Artes y con eso ayudé a hacer
esta casa. Mi esposa trabajaba cosiendo. Así que del arte nunca pude vivir.
Nunca.
¿Por qué?
No porque no hubiera querido,
es que no tenía las condiciones para andar vendiendo mis obras. Si aparecía
algo, genial, con esa plata arreglaba el calefón o una pared.
Digamos, entonces, que nunca
integraste ese circuito que gira en torno a los pintores y escultores. El
circuito de los museos, las instituciones, los marchantes…
Sí, lo integré tarde. Ya era
bastante mayor cuando entré en ese mundo de las galerías, de los
reconocimientos. Aunque ante ese mundo, tiendo a pensar como mi amigo, el
‘Flaco’ (Walter) Tournier, que puso todos los reconocimientos en las paredes
del baño de la casa.
¿Y cómo definís el precio de una
obra?
Lo defino por el cariño que le
tengo a la obra, más allá de que influya el valor de los materiales que empleé.
Un amigo me decía que tenía que pedir por una obra un porcentaje por arriba del
precio y que, al momento de rebajar, debía mantener el precio original. No sé,
nunca pude hacer eso. Cuando cerré un trato por una escultura para el frente de
una casa, el cliente me dejó en el Centro y llamé por teléfono a mi esposa.
‘Hacé la valija que nos hacemos un viaje’, le dije.
¿Así que vender una obra de arte es
como vender un terreno o un auto?
Sí, tiene algo de eso. Por eso
a mí no me gusta vender acá, en mi taller. Además, la figura del marchante no
existe en la escultura. Eso está más relacionado con la pintura, porque es lo
que se compra más. El color está más cerca de la gente; se ve más que la forma.
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